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domingo, 25 de septiembre de 2011

LA JORNADA

Mis manos habían desgranado el trigo durante todo el día, las gotas de sudor se empastaban en la espalda como gotas densas de tinta que deciden engañar al trayecto, no había caído en cuenta de la hora, que la jornada ya había terminado y aún el sol seguía tan vivo como hace horas. Me senté en la tierra roja, saqué la armónica del morral y empecé a tocar bien pero bien desafinado para que el mal sonido me obligara a levantarme y buscar un bus o un camión que me llevara por 5 pesos.

- No pofi, son las 4 y media
- Yo tengo las 7 en mi reloj
- Pues dale cuerda a esa chafa hom. Pensé, que atrevido que me habla así este indio, me lo debería de enviajar. Íbamos unos 20, entre cañeros, albañiles y trabajadores de fábrica, todos caretos y cansados, meciéndonos en el tráiler de un camión por el vaivén del camino. El indio ese me siguió viendo mientras se fumaba un cigarro, tenía cara de tótem y me pareció despreciable, de la peor calaña que podría parir la naturaleza. Iba también un niño montado en un cajón de madera, con los ojos entrecerrados veía una chibola como si a través de ella lograra ver un panorama menos desalentador. Yo también veía chibolas de chiquito pero no con ese fin, más bien me las ideaba para quebrarlas en dos tucos, meterles zancudos, hormigas y zayules y pegarlas después con goma transparente, según yo iba a ser taxidermista.

Miro mi reloj con las agujas detenidas y en segundo plano me aparece la imagen de ese animal mal encarado que me ve con cara de hambre, con sus orificios nasales abriéndose y cerrándose como si fueran de hule. He pasado con el sol en la jupa todo el día y que un pesado me hable feo y me vea así ya es exceso; vuelvo la vista hacia otro lado, la frondosidad del camino y el lago al fondo y más allá la pierna desnuda del volcán que sumerge sus raíces para no arrecharse tanto todo el tiempo. Entonces me acuerdo de Rubén y sus pinturas de paisajes antropomorfos, de su buena amistad y su incansable buen sentido del humor, más de una vez sus chistes hicieron orinar a varios al mismo tiempo, por la calle la gente le iba regalando sonrisas como si al verlo se acordaran del último chiste que les contó. Lo más curioso era que se tomaba su trabajo de cuentachistes muy en serio, yo por lo menos no he terminado de contarlo cuando ya me carcajeo, por lo que sería uno de los últimos oficios en los que pensaría para vivir. Un policía lo halló en la cama con su mujer, a él no logró agarrar pero ella estuvo presa 6 meses por adúltera. Esa fue la última vez que vi a Rubén, conservo unos cuadros suyos a los que cuido como joyas.

La chibola salta hasta mi pie y el niño corre a cogerla. – Ese hombre lo ve mal- me dice señalándolo con el piquito estirado – usted trabaja donde los Ordoñez ¿verdad? ¿usted es el que encontró el baúl de don Emilio, el de su tatarabuelo? yo me acuerdo de ese día, el viejo se puso contentísimo y mandó a hacer una gran comelona que todo mundo salió parejo, desde el más peón al más rico, ese día me gané mi chibola de la suerte- me dijo mientras me la enseñaba, viéndola bien es redonda pero no es exactamente una chibola, es algo mucho más brillante de lo que una chibola podría ser, tiene un color verde turquesa parecido al tono que Rubén le daba al agua en sus pinturas, me la puso en la mano, es pesada y consistente como una bolita de hierro, perfecta, sin una sola estría – cuidala mucho chigüín, y a este indio déjamelo que como que se quiere ir en bolsa a su casa. El niño se metió su preciosa chibola a la bolsa y volvió a su cajón, el sol ya iba bajando enrojecido, como si hubiera decidido incendiarse antes de ahogarse en el lago en el que flotaban billones de cristales rotos. Los hombres lucían ebrios de movimiento, silenciosos, como velas a la deriva en un océano de pensamientos sórdidos y angustiosos, todos menos el indio que ya había encendido un segundo cigarro y  ahora se acercaba amenazantemente al niño y le decía algo, éste empuñó su mano sobre su shortcito y frunció el ceño gritando ¡no! el indio le dio un coscorrón e intentó meter la mano en la bolsa del short del niño – dejalo huevón – gritó un hombre que llevaba un machete enfundado en el cinto – y si no ¿qué? – le dice en tono desafiante el indio. Su figura representaba toda la maldad posible, incluso su voz era un golpeteo frecuente de hosquedad, como el estruendo de un cubo metálico que cae 10 metros. El sol había llenado todo de rojo y ahora el lago parecía una pila de sangre que caía copiosa de la falda del volcán. Rubén también pintaba esas cosas. El primer golpe me cayó de refilón en el mentón, el reflejo me hizo ver para arriba donde se había abierto una grieta en el cielo rojo, era mínima pero dejaba ver el telón negro pringado de estrellas. El segundo me dio de lleno y me hizo caer a plan, impactando contra el metal oxidadísimo del tráiler. Alguien me levantó, el niño corrió hacia mí, me dieron ganas de decirle que de niño me encantaba incendiar hormigas locas, que las juntaba descubriendo hormigueros o dejando algo que les resultaba apetitoso y una vez todas juntas las bañaba en kerosene y les prendía mecha. Tenés que intentar eso chigüín.

El indio está en buena forma, se ve más joven que yo y, por lo que pude sentir en su pegada, está tan habituado a la pelea como a ser feo. Logré una barrida con el pie derecho y ahora estaba en ventaja, escuchaba como el niño reía de gozo y pensé en el bello color de su chibola, ¿habrá visto Rubén algo así o habrá sacado el color de su imaginación? porque ni el lago ni ningún río que conozca tienen ese color. Ahora estaba sobre el indio, dándole golpes a la nariz para ver si lograba enderezársela o hacer de ella algo menos grotesco ya que de veras con una ñata como esa me da pena ajena. En la adrenalina, al inicio obvié el hecho de que empezaba a llover con fuerza, de la nariz del indio brotaba una pasta espesa color marrón que apestaba. A Rubén le encantaba experimentar creando tonalidades extrañas, varias tardes gastábamos picando piedras y echando las más amarillas, las más lamosas o rojizas, sino exprimíamos pulpas de fruta que luego el mezclaba con unos polvos y machacaba y machacaba en un mortero para después dejar en el sol. Una vez lo vino a ver un gringo traído por alguien de la ciudad, tomó fotos, bebió con nosotros y se indigestó. Al mes volvió con más gringos, le dijeron a Rubén que se fuera con ellos, ganas no le faltaban pero para esos tiempos le iba a nacer un crío, el octavo para ser preciso.

Ahora sus dedos me retuercen el pescuezo mientras mis golpes se van haciendo cada vez más débiles, la lluvia es fuerte e inunda el piso del tráiler que ya no se mueve de un lado a otro. Estoy arriba, pienso, llevo ventaja, ¿qué desdichada habrá de aparearse con este animal? logro que me suelte del cuello y le pateo el costado una y otra vez, él se incorpora, se me viene encima, metro y medio la caída, mi peso más el suyo más el suelo empedrado, ahora sí que no me muevo. Los hombres chiflan y aplauden, se pasan las chivas de cigarro, lanzan los puños al aire, están contentos y, aunque sea a mis expensas, yo también por ellos; se irán a la taberna, beberán hasta inflamarse y cogerán a sus mujeres como bestias, uno que otro la vergueará culpándola de su propia impotencia. Entonces habré hecho mi parte en el universo, como Rubén con sus pinturas, como ese niño con su chibola extraña que ya no es de esta tierra que se incendia en una tarde de hecatombe.          

sábado, 20 de noviembre de 2010

MAR DE ESPEJOS ROTOS

En estas veladas nunca falta un reconocimiento piadoso a algún ausente, alguien (por etiqueta generalmente el anfitrión) se avienta a dar un discurso breve y solapado mientras la audiencia lucha por mantenerse erguida en una sola posición, luego alzan las copas, las hacen chocar, estallar y el champagne burbujeante se derrama entre sus manos temblorosas, se miran con una leve pena como cómplices de un juego inocente, sus ojos están vidriosos y enrojecidos, viene otro brindis, sus bocas se abren entre sonrisas, tragos, sorbos y besos disimulados.

Yo lo admito, olvidé contar las copas pero me justifico alegando que es una labor difícil entre el ir y venir de los meseros, las acaloradas conversaciones y el flirteo constante. Me encontraba en la línea entre la embriaguez y la borrachera, lo supe cuando Tomás se me acercó y de forma muy diplomática me alertó que estaba subido de tono, además empezaba a sentir acalambradas las piernas, persistentes ganas de orinar (ya a ese momento habían ido 4 veces), pesadez en las pupilas y un sutil y sabroso mareo. Decidí que era muy noche, Marina estaba allá, a lo lejos, envuelta en un trajecito negro con lentejuelas, fui a ella con gran esfuerzo para no tropezar, - “me voy”, le susurré al oído, - ¿tan pronto? ahhh, dame un minuto. A esa mujer le daría mis mejores horas, mis más largas esperas. Del otro lado Tim, un músico nigeriano radicado en el país tocaba un blues en el piano con magistral soltura, el grupo de Marina hablaba de la mítica hebrea, de Baal, de la putridez que había en sus templos y del señor de las moscas, algunas parejas bailaban fuera de ritmo, fuera de forma pero eso sí, felizmente embriagados como yo que era cogido del brazo y sacado de ahí. Así todo era posible y no había de qué renegar, el olor a jardín era reconfortante, casi como su aroma que se desplegaba como una nube dulcísima e invisible. – Me place tu compañía. Al formarse su sonrisa los ojos se le entrecierran como un par de ópalos intermitentes, me tropiezo con una maceta o una piedra del sendero que lleva al parqueo, me sujeta y no caigo, sus ópalos chispeantes me ven con ternura. Enciendo el motor, meto el cambio sin haber quitado el freno de mano, ella lo hace. En el trayecto no paro de hablarle, mi lengua está pesada, espesa, me percato que estoy nervioso, debo callar por un momento y salvarme de mi propia desgracia. – ¿Entonces no me vas a invitar a pasar? – sus ojos empedrados me escrutan con severidad, de pronto me inunda un miedo helado – no Bruno, hoy no. - ¿Talvez en otra…? - la puerta se cierra y su figura se va perdiendo entre los arbustos, ¿qué habrá sido? me culpo, es por mi estado, hablé mucho, la asusté, talvez la escupí en mi verborrea, talvez es que es su táctica de alargar las cosas pero ¿cuánto más podrá tomarme esta mujer tan divina?

Permanecí parqueado por un momento, mi inquietud y desconsuelo eran evidentes, no voy a poder conciliar sueño ni dejar de pensar en ella, de repente estoy inconformemente sobrio, mi piel ha echado el vapor de la embriaguez y entro a un estado de ansiedad. En la estancia la fiesta se irá a prolongar mucho más, podré embriagarme de nuevo, emborracharme de preferencia y olvidar el destello y el rechazo de Marina.

Al final que no, Tomás ya iba de salida también y no quedarán más que arrepentidos, aves escandalosas, mujeres trepadoras, dipsómanos y Tim tocando el piano con mucho pesar de no disfrutar ya de su colchón. Decido que un par de cervezas en la soledad de mi casa son la mejor solución, bajo rumbo a la gasolinera, es la una de la mañana, el tráfico es tan escaso como violento, la calle vomita chispazos color ámbar en sus márgenes, aumento la velocidad solo por precaución, los semáforos operan en rojo intermitente y me pongo a pitar desde una cuadra antes para advertir mi paso. Las hileras de nim tapan a medias las aceras, entrecortadas sus sombras por el fuego ámbar. La curva desemboca en una rotonda iluminada por un blancor solemne, al centro, en lo alto hay un fantasma de concreto, entro al parqueo y me detengo a un costado de la tienda.

Un six pack de cerveza Toña
un paquete de cigarros Belmont
un encendedor Bic
una bolsa de chiverías
un ejemplar de El Alquimista de Coelho, que tiraré a la calle por mero placer.

- Oi, don ¿fuego? un tabaquito por ahí que me done- al darme la vuelta para abrir el paquete de cigarros y regalarle uno fui empujado contra el carro y sentí en mi cuello un espinazo firme y helado, como una descarga súbita de energía.

- Dale, dale, dale balazo abrí el carro antes de que te entierre el juguete. Sentí el filo del cuchillo raspándome el cuello, al principio (al primer momento de sentir el filo) pensé que era una mala broma, era una mujer ¿porqué una mujer habría de hacer algo así? imposible, no, no imposible pero sí impensable. Apareció otra, a la cual no había visto al principio, ésta se puso de frente a la puerta del copiloto esperando a que abriera mientras la primera mujer seguía pinchándome el pellejo. Algo, un escalofrío, un estremecimiento pavoroso recorrió mi piel, saqué las llaves de la bolsa del pantalón, abrí no sin antes fijarme en lo que pude de la segunda mujer que esperaba del otro lado. Es de todos sabido que las gasolineras son focos de delincuencia, un espacio absolutamente impersonal, frío, apestoso como la gasolina que brota de las bombas, ya adentro la segunda mujer me obligó a ponerme el cinturón y arrancar - ¿dónde? pregunté aterrado, - a tu casa, a tu casa hijueputa. La segunda mujer me amenazó con un cuchillo aserrado y más pequeño que el anterior, de cacha roja, de alguna cocina ajena. Sus ropas eran escasas, hedían a humo y a vinagre, sus bocas estaban pintadas en exceso, deduje que eran un par de putas frenéticamente violentas, la primera mujer era recia, no gorda pero si de contextura hermosa si podría adjetivarla de forma tan benevolente, la segunda era en cambio delgada y con rasgos faciales muy rígidos, con un semblante de amargada. Les pedí que no me rasparan con sus cuchillos, que eso me pondría más nervioso y podría chocar, les dije que les daba dinero, que les dejaba el carro y todo lo que andaba pero que me dejaran - ¿estás casado? ¿ese es el miedo?- yo no mentí, soy un hombre solo – entonces no jodás y manejá.

Mis manos temblaban sobre el volante, de mi espalda brotaba un sudor espeso como pomada que iba descendiendo hasta las nalgas, por un momento pensé en actuar veloz, abrir la puerta y lanzarme a la calle pero era una opción que debía descartar sabiéndome un buen mediador, aun en circunstancias sui géneris como ésta. También estaba la opción de perderlas en algún lugar y salir corriendo o entrar a una cuadra con muchos vigilantes y delatarlas pero la idea se descartó cuando tomaron mi cartera y vieron la dirección en la cédula, yo aduje que esa no es la dirección de mi casa pero no les importó y de nuevo el cuchillo (esa descarga rígida de alto voltaje) insistió.

Me parqueé por la parte de atrás con la esperanza de que algún vigilante viera y me rescatara pero nada pasó, estaba sobreadvertido de que al menor ruido y los juguetes penetrarían mi humanidad. La segunda mujer tomó el manojo de llaves y empezó a probar en la cerradura mientras la primera me apuntaba. Al abrir me empujaron hacia adentro y la segunda mujer estiró su brazo flaco y largo para sacar algo de su bolso, me agarró violentamente, algo blanco, su mano y algo blanco, un tufo fuerte a químico, repulsivo, sí algo blanco en su mano y el forro azul del sillón triplicándose, multiplicándose en un universo de reflejos azules…la nada, la vastedad de la nada.

Desperté en el piso, ajeno a este espacio tan aparentemente vacío, no sé como vine a caer aquí. Estoy vivo, la forma y el color del ladrillo confirman que es mi casa, me incorporo, siento terribles punzones en la cabeza y en la nuca, me percato que estoy semidesnudo y hay sangre en las paredes, sangre en el piso también. Tambaleo y caigo de nuevo, siempre pensé que el tono del piso no va con los sillones que mi ex mujer me dejó, de hecho fue lo único que me dejó a propósito. Navajas me punzan en la cabeza pero estoy vivo, entero, en mi casa, todo fue tan bizarro que mejor sonrío. Hay sangre ¿de dónde? no estoy herido. Me incorporo de nuevo, camino hacia la pared ensangrentada, me percato que hay más sangre en el pasadizo, objetos caídos por todas partes, pedazos de vidrio celebrando el caos; de allá viene más sangre, ya no son líneas marrón sino un charco de un color más vivo que se ha formado bajo la puerta del baño. Huele mal, a carne de animal descompuesto, a tufo de sangre violentada por la nausea. Me llevó tiempo caer a esa imagen aun teniéndola ante mí, el baño estaba teñido de rojo vivo, estaba en cada espacio, tanto color me mareó, tuve que apoyarme en algo para seguir ahí. Sus carnes estaban teñidas también, la primera mujer yacía arrodillada, con todo su cuerpo apoyado en el inodoro y su cabeza sumergida, mientras la segunda mujer estaba dispuesta sobre ella en la misma posición, ambas desnudas.

Es la fecha y no logro entender nada, la jueza me condenó a treinta años de prisión y el vigilante declaró que yo había entrado a mi casa a altas horas de la noche con un par de putas. Marina no ha venido a verme, ya sus ópalos se habrán desquebrajado.

domingo, 3 de octubre de 2010

SU REINVENCIÓN FRUSTRADA

Señor Borges: ¿Qué he dicho yo del tiempo? me retracto de todo y vomito un dictamen final: es la mayor de las falacias y merece infinitamente la horca. Sabio, estúpido sabio. (Algún humano a una distancia prudente replica el perdón de dios y sacude sus manos).

Hace mucho tiempo (tan inútil palabra) una civilización se propuso vencer al tiempo (bis), al cabo de un lapso mediano, contable quizá en tres vidas humanas, se dieron cuenta que es tan fácil y probable como perderse dando vueltas en círculo. Un ejercicio tan sencillo los llevó a cometer el suicidio masivo más grande registrado en los anales de la historia, una historia tristemente provista de tiempo.

Sin embargo afirmo que el tiempo en este lugar no se ha detenido sino que le ha envejecido tanto que resulta lo más anacrónicamente posible, los edificios son de antaño, han echado barba y canas, sufren de osteoporosis y sus fluidos se desparraman inútilmente en riberas de fetidez. En esta ciudad las brújulas al igual que los poetas son una quimera, los hombres pecan de santos y se infligen dolor rodando por las calles empinadas. Los diarios se declaran en bancarrota porque nadie lee más de lo que escribe, entonces la ciudadanía es un inmenso organigrama de escritores en niveles bien diferenciados. Es fácil seleccionar historias y adaptar personajes. Pues bien, vamos a llamar al sujeto Tercero para denotar lo accesorio en la escogencia de un nombre. Tercero desempeña una de esas que el vulgo de escritores suelen llamar “profesiones alternas” por no tener nada que ver ni con la composición, edición, impresión ni publicación de un libro, Tercero es más bien un aterrizado soñador que crea y mantiene jardines, un huraño que vigila sus pasos y se abstiene de saludar de mano. Piensa, a diferencia del resto, que ser viejo es un renacimiento y que su cuerpo hace fotosíntesis. Todos escriben porque huyen del trabajo físico entonces importan mozos y mozas de otros sectores para que les ayuden en sus quehaceres, aseen sus pellejudos cuerpos y (lo más deplorable de todo) lean y compren sus tristemente célebres malas obras. Un día de tantos Tercero se cansó de ver tanta vetusta injusticia y decidió hacer lo nunca nadie había hecho, entró a una imprenta y obligó a uno de los mozos a imprimir quinientas volantes que el mismo pegó durante todo el día, en esta se leía en negrita el título de “Aquellos que surgen del fracaso se reducen a él” y a la siguiente línea iniciaba una lista de veinte nombres, aparejados por la casta a la que cada cual pertenece. Eran veinte no por ser todos sino por la simbología de que el tamaño del papel era absolutamente reducida como para expresar la aversión hacia la peor calaña de la ciudad. Ninguno de los mencionados se sintió tan indigno como para aparecer ahí, más bien surgió un oscuro revuelo, una grave excitación en sus almas impías, se convocó en sesión extraordinaria al Claustro de Insignes Letrados, se convocó al Concilio de Vates y al de Ciudadanos Honorables, el reproche hacia el acto fue unánime, peor fue la reacción de los acólitos que habían leído y releído sus obras, tan malas como vendidas.

La ciudad entera estaba furiosa porque habían lesionado y deshonrado el nombre de sus más grandes héroes, y puesto en duda la columna vertebral de la tan respetada y descalabrada estructura social. Aunque el mayor de los anhelos era el de ir a tomar el corazón de aquel infame los ancianos, por razones inexplicables, optaron por esperar. Tercero se lo tomó con calma y salió a mear desde su balcón que tenía una panorámica de la ciudad, abrió la jaula de sus lechuzas y puso la albarda a su caballo Simeón, finalmente resolvió caminar, bajar por la noche entre las sendas que él mismo había abierto entre los bosques, respirando el buen humor de los eucaliptos y escuchando historias que un ceibo tatarabuelo relataba a su descendencia. El reflejo de los faroles inundaba de ámbar las calles, un fantasma humeante se desplazaba lento y a ras. Entró a una taberna de personajes ficticios, todos habían sido otras identidades en las incontables obras malas de sus autores, eran pues “la casta de los advenedizos”, adjetivo que era para ellos más un regalo que una afrenta. Al verlo entrar las risas, la música y los gritos cesaron, -“acá no busca a nadie”, dijo uno de ellos, -“acá nos busca a todos” respondió otra voz con hombría. Tercero empuñó su báculo y expulsando de un saco unos diez libros empastados en cuero dijo: “estas hojas están manchadas, este no es más que papel sucio, reflejo de la vileza de quien lo escribe, esto es una burla, talar tanto árbol para esto es una mofa a la creación. Si el tiempo existe se encargará de hacerles saber su error”. Tercero recuerda bien este lugar, aquí mismo dio muerte a Leandro Dupont, el alcalde tirano. Esa noche se le vinieron cinco, diez, veinte encima pero ninguno logró más que espantarlo, como las presas cuando en conjunto logran frenar a su depredador. Ahora, aunque renacido Tercero ya está viejo, su báculo está opacado del contacto con el suelo y cruza el bosque con mayor dificultad, su cuerpo aun es firme pero su espíritu está frágil por el efecto de la maldad del hombre en todos los hombres. Alguien desde el fondo lanza una botella, él, más que en duelos (que eran inevitables dados los ánimos) pensó en advertencias al bajar, advertencias no de sí mismo como un emisor de estas sino como un mero canalizador del universal orden de las cosas. La botella cayó a sus pies, él se dio la vuelta y salió del lugar.

Tercero se granjeó la envidia de todos por su sencillez, el desinterés por figurar y por la belleza de su arte, principal fuente del turismo en la ciudad. Existe el dicho subterráneo de que ni un millón de obras literarias ni ningún monumento conmemorativo de esos que pululan podrá superar a un jardín de Tercero.

La luna era un rastro incipiente entre un cielo nublado que se rajaba constantemente por los relámpagos, ya el pueblo exigía la muerte de Tercero. Empezaron a llenar las plazas, blandían el fuego de sus cuchillos con ira, con saña, Tercero empezó a comprender que el mensaje no era la razón principal de su bajada, a fin de cuentas ¿para qué advertir al que desoye? empezó a comprender que su bajada no era más que la certeza de su destino, su necesidad por la muerte. Lo embargó un temor, no de morir sino de desear la muerte, temió también del engaño que le había jugado la mente al imponerle razones accesorias para una cuestión certera. Decidió ir a buscar la muerte lo más pronto posible.

La realidad es la misma. La plaza principal fue construida en 1849, lleva el nombre de Aparicio Gurdián, descendiente de encomenderos y uno de los más destacados escritores de la época y el iniciador del movimiento de poetas y narradores mediocres que pervive y que es el opio de la sociedad a gran pesar de Tercero, quien se dirige hacia las hordas iracundas. Ahí todo se volvió confusión, los puñales salían de las mangas y de las bolsas para entrar al cuerpo y volvían a salir, sino mataban con el filo mataban con el óxido de los tiempos. Al final quedó atravesado entre las patas del caballo de concreto en el que iba montado el inmortalizado Aparicio, estatua que era una réplica del grabado de Pizarro en tiempos de la colonia.

Años después entré a esa propiedad en la cúspide de la montaña desde donde se divisaba la ciudad vetusta. Aferrada a un portapapeles encontré una carta extensa dirigida a un tal señor Borges, parafraseo un párrafo que me prestó especial atención:

Señor Borges: ¿qué es el tiempo sino un espejismo en un glaciar? He salido a buscar mi muerte, no a sabiendas porque la descubrí en el transcurso pero no por ello dejó de ser menos deliberada. La encontré sí pero a medias, como si el revólver que disparo se atasca y no impactase en mi contrincante sino, al cabo de un tiempo, en mí. La frustración es mía y me sobrecoge, no estoy dispuesto a nada que se me otorgue con tiempo, sería la peor bajeza. Aquellos seres deplorables no pudieron trabajar bien siquiera, no he tenido la dicha de morir bien, deambulo odiándolos y odiándome por ser nada. Le afirmo contundentemente que el tiempo no existe.



viernes, 24 de septiembre de 2010

LOS MONSTRUOS DE VIENTO

Ya he creado falsas identidades, por placer, por burla, por fanatismo, porqué sí. Pero lo que el interlocutor relataba me parecía de lo más fantástico, más bien sacado de una ilusión de vida corta que de la historia tangible. Le inquirí, arrojé todas mis preguntas como dardos en un ataque de curiosidad precoz, él respondió con templanza y sutileza. El lugar era un bar café en la intersección entre Colón y Libertadores, resultó ser primo hermano de Andrés, mi mejor amigo, quien inexplicablemente nos abandonó y salió perdido entre la lluvia. Su aspecto era desaliñado, su barba estaba recortada de la forma más dispareja posible, como si no contó con la ayuda de un espejo, su tabique era de un grosor grotesco y la nariz le bajaba como un bastón colgante, llevaba unos lentes de un inmenso tamaño, es más, acaparaban la mitad de su cara, no entraré en detalles con su ropa porque me es tan banal como insólito. El resultado fue su historia, contada al calor de boquitas y cervezas, una tras otra hasta contar las diez por persona; todo esto en medio de una lluvia gruesa e inclemente. No niego mi ebriedad pero aún y con todo he tratado de recordar la base de su engaño, fue algo así:

Verás, tu nombre es Bruno ¿no? exacto, Bruuuuno, pues bien revolución no es como Bruno, tu nombre es real y se canaliza en vos, la palabra revolución vendría a ser más bien un artificio, un mito, sea donde sea, un plato adobado con propaganda, idealismo o con lo que uno quiera agregar (eructos). Pues bien, aquí donde me ves yo creé una revolución, sin una bala, sin salir a la calle, sin gritos. Yo hice estructuras de hombres, modelos de hombres, los monté a un pedestal para que el pueblo los adorara, creyera en ellos, luchara por ellos, rezara por ellos, matara por ellos. Fue hace mucho tiempo pero no olvido. No soy un charlatán, no me cuesta dormir por el peso de conciencia, creímos hacer lo debido y la historia nos recordará por ello ¿qué mejor cosa qué eso? Era 1971, hacía tres años que me había graduado como periodista, de inmediato ingresé a la facultad de derecho pero lo más grueso de la guerra me impidió seguir. Ya desde antes era militante, mi labor era la de reclutar más adeptos. En el ´69 tuve que huir a México porque corría mucho peligro, ahí conocí a Filadelfio Rodríguez, hombre nítido y duro como la superficie del acero inoxidable, Filadelfio impartía la cátedra de antropología política en la UNAM y había llevado a Alemán al poder a punta de espejismos. Yo, identificando su genio me le acerqué y rápido me acogió como un acólito. Regresé en el ´71, en ese momento el gobierno empezaba a impulsar sus políticas que aunque renovadoras y radiantes de esperanza se aplicaban con timidez, las leyes se gestaban ruborizadas como niños con pena ante la población que aún estaba sobrecogida por el espectro de una guerra que había durado veinte años. Afirmo incluso que la población se volvió masoquista, se habían acostumbrado tanto al conflicto que lo añoraban, y en esta transición fueron varias las veces que salían a las calles a crear un caos porqué sí. Suena muy raro, yo sé, pero es más raro analizar el comportamiento estando ahí. Pues bien, Ángel, mi hermano mayor para ese tiempo trabajaba en Presidencia, me consiguió una plaza, por mi palanca y mi curriculum fui nombrado director de prensa de Presidencia.

Al llegar y ver mi alrededor no había más que un buró de funcionarios agotados, incompetentes para sus acciones en su mayoría. Por desgracia el gobierno perdía credibilidad rápidamente y ya estaban surgiendo las primeras huelgas generalizadas, las primeras asociaciones políticas de oposición, le recalco esto sólo para que recuerde que era un estado sui generis. Yo mismo hablé con el presidente, le expuse sin pelos mi visión del problema y la estrategia que se debía tomar para no ahogarnos antes de tiempo. Aceptó.

Al día siguiente las radios y televisoras amanecieron con la noticia de que cuatro comandantes habían sido secuestrados por hombres del ex general, eran sujetos muy conocidos y queridos por el pueblo, uno un cura que agarró el fusil y que, aunque por el hecho de actuar en contra las normas de la iglesia jamás renegó de su fe, el segundo hijo de un hacendado rico que prefirió luchar para liberar a su pueblo que amasar la fortuna familiar, el tercero un profesor de montaña, el cuarto el hermano menor de un mártir. Aquello tomó su rumbo y rindió los primeros frutos: la unidad ante la tragedia. Al cabo de veinte días (tratando de no hacerlo largo para que la expectación no terminara en aburrimiento) los secuestrados fueron rescatados en una misión heroica de suma importancia. El pueblo cargó en hombros a sus comandantes devueltos, hecho que fue aprovechado para lanzar una reforma agraria, una nueva ley fiscal, una constituyente que parió una nueva constitución, entre otras maniobras a gran escala. El presidente sintió que me debía mucho y me entregó una libreta de banco con un saldo de siete cifras ¿qué iba a hacer yo? ni modo. Pero a la vez me veía con cierto temor o recelo, como se le ve a un sujeto peligroso, pero eso aun no me quitaba el sueño. Los comandantes siguieron haciendo noticia, se ganaron las elecciones del ´75, fue en ese mismo año que fui relegado de mi cargo para ocupar otro que decidí no aceptar. El presidente se había librado de mí, había aprendido todo lo que tenía que aprender para permanecer en el poder. Lo más duro de todo fue el reencuentro con Filadelfio, al contarle los hechos me aniquiló el espíritu con una bofetada, te podés imaginar Bruno, a como yo lo veo la bofetada de tu mentor por haber fallado es más dura que la de una madre, que la de una esposa, que la de cualquiera. Ese pueblo está sumido en la tristeza, allá se alimentan del recuerdo, yo prefiero el exilio.

Se empinó largamente la botella, las gotas corrían por su brazo pálido, había más de veinte colillas aplastadas contra el cenicero, la lluvia enturbiaba los reflejos de las luces, el mesero agitado venía cada diez minutos a inspeccionar la mesa en señal de que es hora de cerrar. No respondió a mis preguntas, sólo se despidió alertándome del peligro de crear monstruos que pueden desarrollarse tanto que será imposible erradicarlos.
Grabado: El sueño de la razón produce monstruos, por Francisco de Goya

martes, 21 de septiembre de 2010

UN CROQUIS DEL CIELO


Quedaría inconcluso. Sería muy injusto dejar que el lector imagine el resto de antemano, aunque no niego el placer de pronosticar sus cavilaciones. Trataré de seguir lo que nunca he iniciado. Trataré de relatar la historia del mentado Silva de Sabana Grande y sus tristes peripecias.

1958 es un año poco memorable para los anales de la historia nacional, para él lo es mucho menos, bien podría situar las fechas en órdenes aleatorios para traicionar su costumbre: 8591, 1598, 5918 y así sucesivamente. El muchacho lleva el Silva por su padrastro que tiene más de intruso que de padre, su madre es planchadora y cocina por encargo en fechas especiales, él a capricho propio lleva el “de Sabana Grande” como baluarte de su procedencia. Silva de Sabana Grande al parecer detestaba su nombre de pila, quizá esa sea la razón por la que se hacía llamar de una forma tan poco práctica.

Un día de octubre salió a pasear por los campos con su primo Simón, llevaban un cholenco encintado a duras penas y con la baba reseca en su trompa de tan sediento, aún así la bestia echó a andar con ellos por mera misericordia. Cruzaron la barda de los Suarez, robaron piñas, guayabas, melocotones y pitahayas y así se las echaron, corrían arriando risotadas, durmieron bajo la escuálida sombra de un jícaro, se llenaron de la polvareda meridiana, descubrieron un nido de ratoneras y no las dejaron en paz hasta sacarlas a todas. El día discurría en la apacibilidad de un cielo de trazos blancos que se tornaban ligeramente grises cuando el sol atravesaba. Al fondo estaba el lago turquesa chispeando tilapias, del otro lado la cordillera pelona y oscura como la bota del Silva de Sabana Grande que esta vez no se ha escapado de la bendición de una gran plasta de mierda, se echaron a reír tiernamente, pensó para sí que uno no debe pensar tanto las cosas, después de todo lo mejor le ha salido así al bolsazo. Su niñez fue una vejez prematura, a sus trece años vio venir un limbo de actos incomprensibles que a duras penas lo dejaron vivo. Decidió al fin creerle a las figuras del cielo. No hay persona que no lo crea loco pero para su primo Simón (amnésico a la sazón) él solo razonaba de forma muy peculiar. Pues bien, en Nicaragua se vive en una burbuja y la gente sabe muy poco de todo pero Silva de Sabana Grande (si corriera con la venia de su pueblo) sería un prodigio, un visionario, un iluminado que lee el lenguaje de los cielos. Ahora que nos hemos alejado de la fecha me logro dar cuenta que pocas veces erraba y, de habérsele escuchado para estas fechas sería un mesías.

Por eso afirmaba (con cierta mofa) que daba igual 1958 que 8519, porque para él existía una constante que lograba paralelismos en el tiempo: la lectura de los cielos. Así supo quienes eran los azotes del abigeato en la zona, señaló al culpable de la violación de la niña Cándida cuando venía de vuelta de Tipitapa, previó incluso el terremoto de la Centroamérica en el ´68, avisaba cuando iba a haber llena del Xolotlán, se atrevió a afirmar (algo increíble para aquellos tiempos) que habría una Nicaragua sin Somoza, pero jamás sus declaraciones fueron tomadas en cuenta más que como balbuceos disparatados.

Su incapacidad de pronunciar correctamente hubiera sido corregida por su primo y al fin poder llegar a los oídos de los incrédulos de no ser que el pobre Simón olvidaba todo cuando ni siquiera lo había terminado de digerir. Fue así como en su incomprensión por el mundo decidieron engavillarse olvidando hasta el mínimo resquicio de realidad existente, para así no pecar de inconscientes.

Silva de Sabana Grande por un capricho también adivinó su muerte, eso fue horas antes, el cielo era pálido, de unos cirros interminables que coronaban la llanura, el fondo tenía un tono rojo tierno que a veces bajaba a un amarillo apagado hasta terminar en ocre, allá donde se divisan los picos chancomidos de los Maribios. Un zumbido inquietaba a las aves que ya no se sentían a gusto en las copas de los arboles, hubieron toneladas de hormigas tiesas ese día, uno caminaba y escuchaba el crujir de sus cuerpos bajo los plantas de los zapatos, de pronto teníamos al lago a la orilla. Ya el mentado Silva había cerrado los ojos.

Foto tomada de la web "Nicaragua actual"

domingo, 22 de agosto de 2010

DUALIDAD


El sujeto me invitó a ver sin ningún compromiso, yo muy presto a hacerlo pero no llevaba espacio en mis manos que cargaban tanta bolsa con compra. “Disculpe señor yo sé que esto está fuera de rutina pero ¿podría guardarme mis compras mientras ojeo a gusto?”. Claro, el sujeto accedió y yo me sentí impelido de inmediato a comprar al menos un libro por la gentileza.

Cuatro de la mañana, la alarma. La vibración del aparato suena fuera del compás de la música, la oscuridad inunda el cuarto y despierto con temor no sé a qué pero siento una presión fuerte en el pecho que me eyecta. Enciendo la luz y la súbita claridad me golpea la vista, en ese momento uno es muy sensible, puede botar cosas e incluso marearse. La inevitable pereza, duermo recostado a la pared o al lavamanos. Debo estudiar para un examen que será cuatro horas después.

El puesto de libros usados está a la par de una parada de buses, el sujeto es un buen localizador de sus libros aunque no tenga idea de lo que está escrito sobre ellos. Le pregunto si están ordenados y me hace una seña como quien dice que cada cosa está en el lugar debido. Ciertamente: Engels combinado con un tomo de cocina oriental, Ficciones de Borges a la par de el código de instrucción criminal, las portadas de los archienemigos Vargas Llosa y García Márquez puestos frente a frente, Nietszche codeándose con una obra de autosuperación, la pasta desollada de un papa Goriot naufragado en el mar del viajante Hemingway, Azul jincando a Othello y este a una Ilíada mutilada y debajo de estos el paraíso cálido de las polillas.

Es difícil mantener el equilibrio en un bus en movimiento, es necesario apoyarse a las barandas y llenarse del germen cotidiano. Llego al lugar, urbanísticamente la calle es la división entre uno de los barrios más peligrosos de la ciudad y otro pero para un maleante esas fronteras no existen. En la sala de espera hay muchos vendados, mucho olor a sangre y podredumbre mezclado con tela, el televisor empotrado a la pared está ahí para abstraerlos del dolor. “Busco al doctor Benito Espinoza, soy un alumno suyo y nos toca clase”, el vigilante asintió y me invitó a esperar mientras lo buscaba. Uno trata de ver al piso como si fuera el televisor, las miradas te disparan, te recostás y están sobre esa pared, te volteás y te atacan de cualquier forma. El problema sería que yo no sea lo que ellos creen entonces no sabrán porque estoy aquí, en lo general no me interesa qué piensan pero sintiendo como siento sus miradas accedo a que atinen que soy lo que ellos piensan, no en balde cargo con mochila. Camino hacia la puerta interior escoltado por el vigilante chaparro, entro a un laberinto de pasillos blancos con rodapiés grises y él me va indicando qué dirección tomar. “Hasta aquí lo dejo, el doctor está tras la puerta de vidrio”. Entro, una leve claridad polarizada, tan ideal para los ojos recién abiertos ¿cómo es que me doy cuenta hasta ahora? el piso está alfombrado, hay olor a ambientador y el aire es frío, las paredes están plagadas de diplomas, placas y fotografías de grupos posando para las memorias de los congresos. Lo único que quiero es exponer y ver muertos.

Los libros están puestos uno sobre otro, la mayoría tiene las pastas desvencijadas o arrancadas pero el interior se preserva intacto, muchos fueron de colecciones personales o son el desecho de bibliotecas, los demás han venido a parar por coincidencia o la necesidad misma del espíritu del libro por sentir el tacto de unas manos. Sí señor lector, los libros son putas exquisitas y bien arropadas pero putas al fin, usted deje impresa su huella en él y lo sabrá. Entretanto tengo que hacer malabares para fijarme en los títulos de los libros que están la parte superior de los estantes, hasta el momento no he visto nada que me cautive pero como expresé anteriormente mi obligación con el sujeto ya está consagrada. Una pareja llega buscando un libro de enfermería con el autor apuntado en un papel, él es bastante más alto que ella y se inclina con esfuerzo para jugar lenguas. Relaciones temporales, romances de discentes, un día él va a dejarla por haber amanecido con tanto dolor en la espalda que no va a poder ni levantarse. Tengo la maña de pensar en panoramas sombríos para las cosas, pienso en que hay demasiado sol en esta parte del mundo y por eso se me encuentra tan huraño y grotesco. De pronto huelo sangre y tela, como si tuviera de frente un lampazo empapado en un charco de sangre desparramada, esa claridad súbita de nuevo, estoy frío y tengo en mis manos un libro en vías de extinción: La envoltura del silencio por Bruno Zavala. Sí, lo recuerdo, este libro llevó un año y otro más para publicarlo, a regañadientes del editor que sufría de pudor. Recuerdo que tenía la promesa de que sería un “libro de cuarto”, es decir que no podría escribirse ni en la sala ni en el patio ni en parques ni en cafés, sólo me permití escribirlo en el cuarto y hablar sólo de ese espacio ¿por qué no? si todo parte de un punto, hay obras que refieren a una sola palabra, tendaladas de páginas que analizan una sola cosa. Después de terminada la obra el cuarto fue forrado de tela y quemado vivo.

No miento, no niego sentir en mi alma el llanto suplicante del cuarto que fue mi propia envoltura no de un año sino de toda mi vida pero el espacio ya era algo pernicioso para mí, había cobrado vida y hablaba, todo el tiempo hablaba, aún cuando no estaba en él, me mandaba mensajes de aire pidiéndome o encomendándome cosas que no sé como hacía, me sentía sustraído de mí mismo entonces llegué a la conclusión de quemarlo. Al terminar la clase le rogué al doctor nos llevara a ver muertos, él sonrió con la sonrisa que un sacerdote le hace a alguien que acaba de confesarle sus peores pecados. Caminamos por el mismo laberinto de pasillos blancos, uno fácil se pierde acá donde todo huele y sabe a nada, donde me parece que voy a volver a la sala de espera y otra vez aquellas miradas sofocantes pero ya no solo a mí sino al resto de estudiantes. Llegamos a una sala con amplios armarios y gabinetes, nos dan máscaras y guantes, nos piden silencio, discreción, si es nervioso o padece del corazón por favor no entre. Tras la sala está el cuarto principal, el frío colma hasta los tuétanos, los labios tiritan y hay un asfixiante tufo a formaldehido, en una camilla de metal alguien cubre mi cuerpo desnudo con una tela verde. Me repito a mí mismo que estoy muerto. Estoy desnudo, tendido en una placa metálica a una temperatura que te hela los párpados, estoy en un matadero a la espera de que otro animal que goza de vida me diseccione. Entonces no fue coincidencia encontrar ese viejo ejemplar en el puesto de libros usados como tampoco lo es estar aquí viéndome. Claro, esa obra no llegaría a mis manos sino póstuma, pero ahora me embargan las preguntas ¿qué tal habrá sido la crítica? ¿creería la gente que es una historia personal? ¿quién es mi mayor lector si acaso existe? porque debería ser yo en todo caso pero admito que no leo ni dos veces lo que he escrito. Mis últimos manuscritos murieron de asfixia en un verano rojo. Se debe existir para crear y he matado más allá de mi muerte, he matado el tiempo que pensé estar vivo. Ahora me reconforta el hecho de haberme librado del compromiso de comprar a la peor de las putas, un libro usado.
[+] Mujer con cajones. Salvador Dalí

jueves, 20 de mayo de 2010

GULA

Estábamos soplados, derramados de grasa, con los dedos y la boca brillantes, yo había pensado en una cena modesta pero con éste nunca se sabe que va a pasar y el antojo que lo persigue y uno que termina accediendo aunque sabe que después le cae la moral (aquella vieja cruel y pesada) por la glotonería, porque tanta gente muerta de hambre y vos pagando solo en vos lo que alcanzaría para una familia los tres tiempos de un domingo, que se sabe por cultura que es el día que más se come. Aplastados como estábamos en la banca de madera, inmóviles, se nos acerca una muchacha vestida de oficina, nos pregunta por la hora. Saco mi reloj escondido tras la manga y tratando de esconder la pronunciada panza le respondo que son las ocho menos quince. Dago trataba de alertarme que llevaba migajas de pan en la barba, cosa tan repugnante que horas más tarde me regañaré enérgicamente frente al espejo. Disimuladamente, haciendo como quien ve un detalle del que no se había percatado volteé la cara hacia un lado y me pasé la parte del hombro por el mentón, cayeron las migajas que ahora tenía sobre la camisa. –Tenga– dijo la muchacha extendiéndome un pañuelo, -a mi marido también le pasa y me da mucha risa, tanta que a veces no le digo para poder reírme más. Muy apenado rechacé el pañuelo y sacudí la camisa. Mi colega era una estatua, más bien un oso disecado, petrificado en la banca, inhabilitado completamente por el chamol, no decía nada, sólo emitía sonidos extraños, tosiendo hacia dentro o ladeando la boca para tantearse con la lengua algún resto de carne atrapada entre los dientes. La muchacha se resignó a tomar el pañuelo y guardárselo, se sentó en la banca de enfrente, cosa que me incomodó por nuestro estado de hastío, porque lo único pensado era descansar un rato para proseguir el camino; uno no piensa en planes para que no salgan bien, de por sí me cuesta hacer los mismos planes, ahora los anti-planes sería mucho trabajo. Ella llevaba una camisa blanca, una bufanda enrollada al cuello, la camisa tenía un logo bordado en azul a la altura del pecho izquierdo, pantalón crema de lino, tacones altos y uñas pintadas en color piel que es el color neutral que usan las oficinistas. Nos veía (más bien me veía a mí porque el de al lado era como un ser inanimado) con ternura, como si fuera al zoológico y encontrara a uno de esos marsupiales de aspecto sedoso, cara bonachona y ojotes negros. Quería no estar ahí o estar imaginando que no la tenía de frente, ¿por qué tener que verla, sonreírle por el hecho de haber preguntado la hora y ofrecido su pañuelo? Opté por ver hacia los lados, al puesto de palomitas de maíz y la muchacha tras el mostrador, sentada, solitaria, leyendo una revista para matar el aburrimiento, o la tienda que está a la izquierda, con los escaparates mostrando bolsos y zapatos de cuero, un maniquí masculino vestido con una chaqueta de corduroy con camisa celeste por dentro, un pantalón kaki y descalzo. Por un momento la olvidé pero ya me dolía la nuca de estar de lado y el reojo me la recordó de nuevo, ahora hablando por celular con su esposo que le decía que iba a tardar un poco porque el tráfico en la Norte está horrible. Vi hacia mis tenis, los tenía desde hace diez años, no miento, los compré en un viaje que hice a Panamá, allá esas cosas son más baratas. El secreto es guardarlos en cajas, usarlos solo por temporadas, yo por ejemplo solo los uso un mes al año, - ¡señor, su amigo ¿él está bien?- su voz me era familiar, pero irreconocible al fin en el mar de voces que he escuchado a través de los años, - no señora, pierda cuidado, es como él descansa, pierda cuidado- y al momento de haber terminado la frase mi colega rezongó, como el perro que sabe que hablan de él pero que no puede comunicarse más que en modo perro que para nosotros no es más que ruido. - ¿usté es de por aquí?, retardé la respuesta, no me gusta contestar a preguntas necias, preguntas que se hacen para romper el silencio que a la gente le parece incómodo, yo que lo disfruto tanto, - si señora, vivo a un par de cuadras, mi amigo es de más para allá pero igual le sale cerca ¿y usté es de por acá?- pensé, maldita educación, maldita costumbre de alargar pláticas banales que no llevan a ningún sitio, me arrepentí de inmediato de haber hecho esa pregunta que traería como consecuencia alguna respuesta boba como en efecto pasó. – No, pero trabajo aquí cerca, en aquellos módulos- y señaló con su índice hacia un edificio al otro lado de la calle. No, carezco de paciencia para estas cosas porque ya sé lo que me viene, más preguntas, comentarios acerca de las ventajas de este lugar con respecto al suyo y viceversa y alguna anécdota estúpida de algo que le pasó en su trabajo, además esa voz me era familiar y me torturaba el hecho de pensar que la conocía. Las personas pasaban por el pasillo que separaba las bancas, interrumpían nuestras miradas, era como si se pausara la cinta a cada rato y tenía la esperanza que en una de esas el esposo llegara y presionara el botón de stop de una vez por todas. Siguió preguntándome cosas, me mareé un poco, le respondía de mala gana, con los dientes cerrados, quería irme, salir corriendo, pero estaba Dago y su estado de hibernación y no podía dejarlo ahí solo, no me lo perdonaría. Pero estoy viejo y los viejos pueden argumentar cualquier cosa y se les tiene que comprender porque son viejos, al menos me conviene pensarlo así. Tenía las manos aferradas al borde de la banca, toqué con el pie el bastón que estaba debajo para tomarlo lo más rápido posible y huir. Los puños se me enrojecieron, como si todo el cuerpo se concentrara en ellos y en la acción que me impulsaría hacia arriba arriba en cualquier momento, sentía el sudor acumulándoseme en la frente, me lo imaginé como un grupo de gotas pegadas a un cristal. Volví a ver a Dago que seguía inmóvil, le codeé varias veces pero ni se inmutó, - señor ¿está usté bien? lo veo pálido- ahh su voz de nuevo, quería decirle que no le importa, que no es su problema, que por el hecho de ser viejo no implica que necesite ayuda de nadie, que me dejara en paz e hiciera el favor de desocupar el asiento porque me incomoda tenerla de frente, pero le contesté con un “no señora, está todo bien, pierda cuidado”. Entonces fue cuando lo decidí, lo hice mientras me levantaba del asiento apoyado en el bastón, me acercaba a ella viéndole su nariz delgada, su boca despintada y pequeña, sus ojos café oscuros y achinados, el surco que dividía su pelo, que era una línea limítrofe entre un lado y otro de su abundante pelo negro que le caía a los hombros, igualita, idéntica a mi hija -Mire señora yo no la he invitado a sentarse aquí, el hecho de que le di la hora no le da derecho de nada y ya, ya, ya (cerré los ojos y deslicé la lengua por los incisivos para frenar el tartamudeo) ya me tiene con los güevos hinchados, inflamados, enquistados con su presencia. Caminé ligero para salir de su radio de visión pero la tensión, la excesiva cena y el cansancio me mataban, las piernas me flaqueaban y me atormentaba la idea de que fuera ella mi hija en realidad.

miércoles, 12 de mayo de 2010

GAJES DEL OFICIO

Alguien dijo una vez: si me place pagaré por morir


La oblicuidad de la luz se prolongaba hasta el lecho de los charcos, iluminaba las frentes, encendiéndolas, prendiéndolas en fuego como a cerillos. Se encendían las primeras bujías de los comercios en el malecón, la cara del mar se rompía, y ahí deformada, bruscamente sedimentada, hecha lodo, se volvía a erguir para luego caer en una especie de tortura cíclica y perpetua. Malena corría por la acera y viendo hacia la peña pensaba en lo exhausta que se sentía, demasiado para llegar allá. Se detuvo, se llevó las manos a la cintura y exhaló con la misma intensidad pero en forma inversa del que da la primera inhalada luego de haber estado amordazado. La banca estaba aún caliente por el sol, sus manos ensangrentadas hervían. Lloró un poco y en silencio, respiró profundamente y en repetidas ocasiones y cerró los ojos. Del otro lado la esperaban tres sujetos montados en un carro largo, de esos lanchones con llantas que van navegando pesados por las calles. Hombres sombríos, con barbas mal afeitadas, botas sucias de puntas metálicas y chaquetas deshilachadas. Uno de ellos fumaba mientras veía nerviosamente alrededor, otro abría y cerraba una cajita metálica y el último manoseaba la figura cromada de su Colt 45. Malena abrió los ojos, se levantó y siguió caminando en dirección al carro y entró.

Horas más tarde Duval se percató que el chorro de la ducha llevaba demasiado tiempo sonando, mucho más de lo que el señor se tarda en hacerlo con una puta. Después de haber sopesado la idea de perder el empleo por un presentimiento o por algún evento extraño decidió no tocar a la puerta. No fue hasta las once de la noche cuando, con el apoyo moral de Faustino, Duval decidió llamar a su jefe, al que encontraron desnudo y desangrado en su cama; el viejo murió con los labios estirados como haciendo una U. Para esas horas Malena ya estaba a cien kilómetros de distancia, con un tinte negro de pelo que hacía ver más pronunciados sus pómulos. Tomaba el timón con las manos vendadas, la sensación de lejanía la hizo sentir segura y provocó que disminuyera el dolor. Pero tenía nauseas de aquella escena que estaba fija en su mente, quizá (pensó) se había extralimitado, ciertamente que sí. El golpe con la culata había sido suficiente, no había necesidad del vidrio en el cuello ni de presenciar el espectáculo de la sangre brotando abundantemente. Pero pagaron bien por eso y había que tener certeza, por eso lo vio desangrarse, que el torrente cesase y sus venas se secaran como pajillas que se quedan goteando apenas. La sábana era una inmensa toalla sanitaria. Duval no dejaba de gritar, marcaba números mientras lloraba; le tenía pavor a la sangre y era débil de corazón.

De inmediato la mansión se llenó de peritos: sujetos con guantes, cintas métricas, cuadernos de anotaciones, cámaras y olor a cloro en sus ropas. Sergio Marenco era un aficionado a las mujeres, catador incurable de trabajadoras sexuales, de hecho uno de los pocos negocios que no aparecían en su vasta lista era el de prostíbulos porque prefería obtenerlas por fuentes externas. Talvez haya muerto de la mejor forma, muchos desean una muerte sin dolor, instantánea, muerte de cama limpia, de ropa impecable, muerte sin lamento, pero a la larga y no era la opción de Sergio, quizá el quería morir lo más vivo posible, al punto del coito o de un paro cardíaco mientras la jovencita le restriega el culo de arriba hacia abajo.

Aunque en realidad nadie espera morir en la cama y menos a manos de una bella mujer, talvez le hubiera perdonado la vida si él le hubiese pagado más de lo que le pagaron por liquidarlo. Así se encuentran los destinos labrados en sangre. Nadie comprenderá el porqué del crimen, volarán suposiciones, conjeturas, el motivo de la muerte se convertirá en leyenda y Duval será el afortunado heredero del inmenso y bienhabido (mientras no se pruebe lo contrario) caudal de don Sergio Marenco, que en un arranque de locura nombró como único heredero a su sirviente predilecto, como quien nombra a su caballo o a su perro como beneficiario del trabajo de toda una vida.

martes, 4 de mayo de 2010

CEGUERA

Todo cabe en un instante. Aldo se restriega los dientes con el juego de cerdas y tiene la impresión de que el espejo proyecta espacios más oscuros que otros, como si fuese un reflejo hipócrita refractándose en la cornea color canela. Tiene que sacar la basura invadida de chayules y hormigas negras, salir a la calle en calzoncillos y con la espuma de afeitar untada en su cara afilada de los Muñoz. Pensó en su padre, estará haciendo lo mismo mañana a la misma hora porque por esos lados el tren de aseo pasa en martes y jueves. La cama aun huele a su piel húmeda y a sus vellos, la ve a dos metros y siente que viene hacia él. Diez para las siete, lista de actividades: entrega de reporte, recibir correo tras correo pidiendo aclaraciones, tener que darlas, ser paciente mientras el analista rumea y se rasca la cabeza porque, por mucho que se le explique no entiende, resulta ser un animal apto únicamente para recibir órdenes.

Por la noche, si el cuerpo se lo permite podrá ir a ver una película, saciar su antojo con grasa o con un par de cervezas mientras observa como el humo se va perdiendo en la pantalla blanca muerte del techo. Recorrerá con sus ojos a los comensales, la manera en como esperan y ordenan en el mostrador, la cantidad de bacterias de las barandas, las barandas en sí. Pensará en ¿porqué barandas? la primera excusa sería como medida práctica para inválidos y viejos, pero en un lugar de comida rápida lo menos que hay son los de estos gremios. Conclusión: los restaurantes de comida rápida son el auténtico intento del hombre por domesticarse a sí mismo, de estandarizar hasta sus movimientos, de convertir a esta especie en canes o reses “encausadas por las barandas” como si se pretendiera convertir la vida en un permanente túnel donde el poder es el que, “deo gracias”, pone los bordes para evitar desbordarnos. Probablemente así será su noche, una noche cualquiera, felizmente para él.

Baja las gradas mojadas por la brisa de anoche, los peldaños apenas caben en la extensión de su tacón. En la calle hay humo, bolsas plásticas que se aferran a la malla como si temieran extraviarse. Su recorrido tiene la forma de una gran ese de doce cuadras; siempre prefirió irse a pie, aunque sudara la camisa, se le gastase el zapato de un lado o tuviese que declinar las proposiciones de aventón de algún conocido que luego le dirá impertinentemente que ya es hora de comprar un carro. La miseria y la opulencia caminan de la mano por las calles. A tres cuadras de la oficina una señora en delantal pone elotes en la parrilla de una estufa improvisada, mientras el zinc de la triste casetita cruje por el humo tibio. Se detiene, son diez pesos por el elote asado y envuelto en hoja, otros diez por el cacao. La muchacha que está sentada en el caramanchel de al lado está apetitosa, trabaja en el banco de en frente, eso es notable por el uniforme, también tiene miedo que la roben porque lleva zapatos bajos por si le toca correr. Aldo se sienta con el cuerpo hacia ella, que se lleva a la boca un tumulto de tortilla con repollo y queso y limpia tímidamente sus labios con una servilleta. Se percata que él la ve, baja la mirada hacia el alimento y se lo lleva a la boca de nuevo. Tiene las piernas cerradas, selladas a presión como le ha enseñado la práctica de años. Fue una primera impresión de tres minutos, después alcanzó a verle las uñas y el tinte que llevaba en su pelo abundante y algo le disgustó enormemente, tosió como renegando de sí mismo, de su morbo errático. En este barrio el comercio ha venido desplazando a la gente que vende para mudarse a la periferia, hay vehículos y guardas por todos lados, la inseguridad es mayor, el ruido incontenible, el entorno cada vez más impersonal.

Recordó el espejo de medio pelo que tiene en el baño, lleva años ahí y primera vez que le da una imagen como esa, como si le transmitiera algo, como si le diera a entender que es poca cosa, que es como el reflejo, ni enteramente claro ni oscuro sino un ser mediano, mediocre, que no ha logrado materializar ni dilucidar su función de existencia. El cielo es un inmenso reflejo hipócrita también, aquella intensidad del sol que de niño le causaba tanta curiosidad, que jamás vio directamente sino a través de negativos de fotografías o cintas de diskettes de repente sintió que lo llamaba. Pensó que también llevaba soles en sus ojos, soles color canela y vio hacia arriba intensamente. Fueron más de cinco minutos ahí parado, una batalla campal del universo. Al volver a la tierra no entendió nada, la visión se le puso en sepia y fue adquiriendo tonalidades de verde, amarillo y naranja muy fuertes. Los objetos y las personas no eran objetos o personas sino manchas, formas indescifrablemente oscuras que se movían, daban saltos o se quedaban estáticas. De pronto hubo un impacto indescriptible, entrecerró los ojos y todo era negro o gris excepto la sangre que brotaba de sus ojos y le caía a los pies. Entonces supo que era el primer castigo por retar a Dios.

lunes, 26 de abril de 2010

TRAGICOMEDIA

*Este es un episodio autenticamente inconcluso en la memoria de alguien tras el espejo*
Era una de esas reuniones de familia donde los niños son la principal diversión.

- ¿Qué querés ser cuando seas grande Goyito?

- Quisiera ser un gran bacalao tía.- Todo el círculo se queda consternado.

- Pero ¿porqué un bacalao Goyito? Si podés ser astronauta, bombero, médico o abogado como tu tío Marvin.- El tío Marvin, al aludírsele, mueve su cuerpo bovino hacia adelante y lo mira inquisitiva y fijamente al tiempo que asiente con la cabeza. Aquello del bacalao era una metáfora, aunque Gregorio no supiera que es una metáfora y los presentes que sabían vivían demasiado cerrados, angustiados y ensimismados para comprenderlo. - No sé tía, mi papá decía que hay cosas que se quieren sin saber porqué.- Con esto último Gregorio sentaba su posición de una vez por todas y el tío Marvin (aquel inmenso buey parlante) lo miró aun más fijamente frunciendo el ceño.

Don Gregorio Romero fue uno de los mejores, sino el mejor psiquiatra del país por muchos años hasta que perdió la cabeza un día de tantos. El solía decir que las cosas ansiadas no tienen por qué tener explicación conocida, que están más allá de cualquier propósito consciente, que son materializaciones energéticas del universo hacia la existencia humana. A su primogénito Gregorio (a quien le había escogido Segismundo como su segundo nombre por Freud) le explicaba sus pensamientos tal y como los exponía en la universidad, es más, ensayaba con él y lo llevaba a las ponencias para que presenciara el fruto de su esfuerzo conjunto. En su último año de vida el viejo se había convertido en un misántropo, se hizo construir una ranura en la pared a manera de ventanilla de banco para retirar sus alimentos, dar a lavar su ropa y para todo aquello que resultare estrictamente necesario para vivir cómodamente en su estudio. No decía nada, no daba ninguna explicación, simplemente pensaba que ya no tenía nada que hacer con la raza humana. Doña Sandra jamás comprendió a su esposo, pero aun así era incapaz de cuestionarle su postura.

Don Gregorio Romero había luchado un millón de veces contra una gotera que se filtraba en el techo de su estudio-dormitorio, había probado con parches de zinc, tape eléctrico y demás. Un día llovió por seis horas seguidas, en el piso empezó a caer una gota cada diez segundos, luego fueron ocho y luego cinco hasta que se creó un chorro ininterrumpido que bajaba como cascada colándose por un hoyuelo, socavando el piso cada vez más. Don Gregorio Romero estaba de cuclillas en su cama, aterrorizado. Media hora después murió de aneurisma, acribillado por el mortal sonido de un ejército de gotas cayendo aplastadas en el piso. Plaf plaf plaf. Lo último que se oyó de él fue una secuencia de gritos apagados: - ¡Metamorfosis Segismundo, metamorfosis!

Nadie jamás volvió a llamarlo así, se acostumbró al Gregorio y al Goyo (aunque este último le resultara un sobrenombre totalmente estúpido, ridículo y burlesco).

Sintió aquel rebautizo como una maldición, como un presagio de la simpleza que le iría a deparar en la vida, alimentado aun más por el maleable y frágil carácter de su madre que escuchó los viles consejos de la familia, Que tené sumo cuidado con el muchachito, que la locura es genética y se puede degenerar, siguiendo los pasos de su padre o aún peor. Y se persignaban, subiendo la mirada hacia el cielo ¡pero con su barbilla sucia! y al pobre de Gregorio lo ponían a rezar tres avemarías y unos diez salves, más la dosis cotidiana del himno nacional y de padrenuestros en la escuela, muy a las siete de la mañana. A sus cortos ocho años estaba totalmente sometido a solemnidades y plegarias totalmente sin sentido para él. Pensaba para sí, si me preguntaran algún día qué es lo que me gusta hacer, bueno, diría con cierto orgullo, no ir a la escuela, disfrutar los días soleados que se vuelven lluviosos, tragar bolsas de glu-glu de un solo tiro, quedarme hasta noche viendo tele, juntar frutitas tostadas de laurel de india y pisarlas todas a la vez, oler el olor de la grama mojada. Nadie le preguntó, por eso imaginaba respuestas a las preguntas que se hacía a sí mismo.

Desde hacía un año Gregorio ya había empezado a sentir el abismo entre su papá y cualquier ser viviente, incluyéndole, pero a pesar de eso estaba la presencia, la conciencia de que tenía un papá maravilloso que le leía los libros que lee la gente grande (de esos que están forrados en un solo color, tienen pastas gruesas y huelen a cajones de cartón y moho), que lo llevaba a sus conferencias y lo presentaba al claustro de doctores como su colaborador necesario y autor intelectual de todo planteamiento que se evacuara en los salones. Acto seguido Gregorio, un tanto tieso por el rubor del halago, recibía las manos pesadas de aquellos pulcros señores sobre su cabeza, siempre acompañadas de consejos y paletas multicolores que sacaban de las bolsas de sus gabachas que a Gregorio le parecían alas de ángel. Sin contar que con papá podía dormir hasta tarde y con la puerta abierta para facilitarle la salida a los fantasmas que entraban por la ventana, y sobre todo preguntar de cualquier cosa que se le ocurriera sin temor a ser reprendido ni castigado ni silenciado. A la muerte de su papá sintió como si el mundo entero, aquella bola pesada, grasienta y fétida pesó sobre su cabeza, un abominable castigo impuesto primero a Atlas y ahora él era a quien le tocaba el relevo.

Días grises siguieron a la muerte, llovía mañana, tarde y noche y dentro de Gregorio habían huracanes, frentes fríos, borrascas, centellas y bolas de fuego. Nada lo animaba, doña Sandra lo intentó a su modo llevándolo a la calle, comprándole sus dulces favoritos y dejándolo dormir con el tele encendido hasta tarde. Nada de eso funcionó y ella, al ver sus intentos frustrados lo azotaba con un grueso fajón. Gregorio lloraba en silencio, sin queja, únicamente cerraba los ojos y ya no sentía el dolor, su mente no estaba más ahí. Doña Sandra descargaba toda su furia, su rencor y dolor en su piel para luego caer a sus pies, suplicarle perdón y emborracharse oyendo long-plays en la sala. Gregorio sentía que a cada día caía un pedazo de él en cualquier parte, un órgano, un sueño, un deseo, un litro de sangre. Sentía su cuerpo como esos árboles que ya vetustos se resignan a no poder crecer más y morir de a poco, botando hoja por hoja, rama por rama, tallo por tallo hasta que se pulverice.

[+] Imagen: Kate McDowell

miércoles, 14 de abril de 2010

ATROPELLO DE LAS PERCEPCIONES

Me llevaron a rastras, una mujer me frotaba un paño húmedo a la frente y se tapaba la boca como para no dejar escapar el llanto o una maledicencia. Yo no reconocía nada más que un calor inusual en el cráneo y el sabor de la tierra en mi boca; la veía borrosa pero logré distinguir su camisa negra y asedada, rota de la manga como si hubiese danzado con un lobo, un jeans manchado de sangre y unos tenis blancos de trapo. Creo que al haber distinguido su ropa me sentí mejor, más sugestionado en mi bienestar que otra cosa, claro porque no sabía nada.


Había salido más temprano del trabajo, empleando la usual excusa de compensar esas horas con horas extras no remuneradas que jamás llegué a realizar, confiado en que no había supervisión a esas horas. Pasé por el parque, me senté un momento para atarme los cordones, el sonido en ssss-ssss-sss del surtidor de la manguera irrigando las matitas, los zanates remojándose gustosos en el charco. Recordé la recurrente duda de Inti sobre si los zanates de tono café y más pequeños serán las zanatas de los grandes zanates negro azabache, sobre cuál será la especie proveniente de México y cual la especie endémica, y luego el muchacho cayendo en la inquietud de porqué se nombró como ave nacional a una especie tan raramente vista por escurridiza estando los zanates, aves tan comunes y características de la idiosincrasia nicaragüense ¡la idea tuvo que ser algún desubicado esnobista educado en Estados Unidos!

Contadas veces he sentido olores que me trastornan, y la mayoría me marcaron desde la infancia. Por ejemplo está este del cual no he logrado identificar su proveniencia precisa, no sé otra cosa más que es de una flor que explota por las noches, y digo esto porque solo así es como lo he percibido, agregaría que en temporada lluviosa, mayo más que todo que es la pequeña primavera tropical para muchos de los árboles del istmo. Pues bien, mis primeras experiencias con ese olor magistral fueron cuando era muy pequeño, de brazos de alguien y cubierto de una manta para protegerme del sereno…el aroma se condensaba en una nube lila, (imagino a la flor de ese color) moviéndose lentamente por su densidad, encantada de sí misma, como si estuviese gozosa de ser lo que era y transmitir el mensaje a la humanidad. Perduraba durante días, lo andaba sintiendo en todos lados, recordarlo me hacía reír, cosa que desde niño practiqué muy poco porque siempre fui enfermizo, hasta que me diagnosticaron el tumor y fui sometido a la quimioterapia y a los olores más fuertes que probablemente nunca vaya a oler el resto de mi vida y que espero así sea. Había uno muy común por cierto, nada más desagradable que un mix de ambientador de piso combinado con el olor a la medicina, al perfume dopante de las enfermeras, los alimentos y los vómitos de los niños en la sala de espera…si no me creen les invito a que preparen uno con ingredientes caseros. He pensado en patentarlo como un supertufo provoca-nauseas y aniquilador de apetitos. Lejos de esas primeras experiencias olfáticas antagónicas seguía en el parque, las parejas empezaban a llegar a medida que iba bajando el sol, ya el viento corría menos presionado hacia el suelo y lograba fluir entre las ramas de las palmeras y las paredes faciales.

Esta ciudad está tan dada a la contemplación que uno se puede quedar absorto en los más mínimos detalles, menos mal que la vida no es tan acelerada y aun no sufrimos de ese “mal de urbe” en el que nada vale la pena como para detenerse un momento, donde el verbo contemplar está fuera de contexto, es cosa de débiles y de holgazanes que pierden su tiempo contando carros rojos o viendo pajaritos y palmas curvas mecerse. Voy en línea recta hacia la principal, en una marginal que casi desconoce a los peatones; llego a la bahía de los buses. Hay algo raro en todo esto, algo de más que me empuja, algo similar a un color tras los colores, como si hubiese un telón monocromo tras lo que uno logra ver normalmente, una sensación de un olor indescifrable, como si aquel Jean Baptiste Grenouille de la novela de Suskind hubiese destapado esa esencia formada de todas las esencias, y me sigue empujando, como si Dios me tomase de la mano izquierda y Luzbel de la derecha, ambos a la vez, como un niño que va a la escuela por primera vez, como música que dirige a un ave melómana hasta su origen, como…un taxi blanco placas M 0979 233 marca Hiundai que me expulsó a dos metros, por cuestiones de suerte el semáforo estaba cerca y el sujeto no le había metido la pata –que te salvaste por nadita chavalo. Decidí dejar de confiar en cosas difíciles de descifrar, siendo generalmente para nosotros, amantes de la incertidumbre, uno de los mayores deleites. Ella llegó, mi consciencia estaba a medias, juró no volver a dejarme solo.

jueves, 18 de marzo de 2010

PERRO DE CAZA

Su quijada temblaba repetidamente, se contraía hacia la izquierda y se doblaba hacia afuera en dirección inversa. Por su frente brillaban las gotas que caían con pesadez hacia el follaje negro del cachete barbudo. Ya no podía sentir más ese dolor, el sabor a incertidumbre que inundaba su garganta como zumo de lima que reseca y desertifica las paredes traqueales; el tic ocular y las palmas sudorosas en las manos. Masticaba concienzuda y lentamente, tal y como lo recetó su colega nutricionista, deglutía tratando de no respirar, tratando de no fijar los ojos en el bistec recalentado en el horno microondas, freído en aceite vegetal certificado por normativas internacionales de higiene, cuidadosamente servido por la doméstica en un plato rectangular. El teléfono sonaba, hacía pausa y volvía a sonar, la orden era no contestar bajo ningún motivo.


Un 14 de julio de 1789 acaeció la toma de la Bastilla, acto que en sí (lejano a su enorme implicancia simbólica) no hizo más que liberar a siete prisioneros que se encontraban en la fortaleza. 220 años después don Guillermo Álvarez Icaza presta juramento para ocupar el cargo de asesor de la Corte Suprema de Justicia. Se lleva el pañuelo a la nuca, desprendiéndose al aire un suave olor a colonia que le había impregnado su mujer luego de haberle tejido sus iniciales en el borde, firma papeles, posa con una sonrisa que le cubre la mitad de la cara, saluda calurosamente estrechando su mano derecha mientras mantiene su mano izquierda a sus espaldas, escondida.

En su despacho ya se han instalado dos líneas telefónicas, un aislante de sonido y una serie de pequeños aparatos que parecen interruptores o cabezas de hormiga gorda. Su asiento es amplio, con compartimentos para la ceniza y las bebidas en sus brazos. Adjunto hay un cuartito rectangular con un lavamanos, un inodoro, sin ducha. Al entrar cierra la puerta tras de sí, camina a zancadas, como reconociendo el espacio para futuras expediciones en ceguera, cinco pasos…pared…tres pasos…el teléfono del escritorio suena, la voz le dice que en la segunda gaveta a la izquierda están los papeles, que faxee a tal número, que luego use el triturador y queme las tiras con cautela de no dejar evidencia. Sonríe, se toca su cara engrasada y saca el pañuelo de nuevo. A las 2 de la tarde mira su reloj de pulsera, guarda una carpeta en su maletín, cierra con llave, se despide de su secretaria con un guiño y baja la escalinata del complejo mientras un chofer vestido de impecable guayabera blanca le espera con la puerta trasera de su Toyota Land Cruiser, full accesorios y ocho cilindros, abierta. La camioneta es asignada, así como el chofer, la secretaria, la oficina, el puesto, el pañuelo perfumado por su mujer, su propio mujer…a una cuadra de su casa se percata y siente nauseas de sí mismo, le pide al chofer que frene y se desviste a sus espaldas, se va corriendo desnudo a su casa como un bebé. Eso solamente pasa en sus sueños, antes de percatarse que falta una hora para volver a su vida asignada. Su sueño de desnudez se repite noche tras noche, y en este se va encontrando cada vez mas lejos de su casa, hasta que en una de esas logra cerrar con llave la puerta del despacho y desnudarse frente a su secretaria para luego correr hasta su casa.

Cumple su función a cabalidad durante un mes: atender teléfonos, ser “ojos” y “oídos” de algún ente misterioso, clasificar papeles, desaparecerlos, extorsionar a funcionarios, eyacular sobre los senos de la secretaria, ser buen padre, hijo, personaje probo, honesto y transparente ante la sociedad y llevar siempre la mano izquierda escondida. Alguien le dijo una vez que esa otra mano que no se ve no denota confianza, dos días después ese alguien murió en un dudoso accidente en la carretera.

De niño Memo no sabía mentir, se le ponían las orejas coloradas y le empezaba el tic del ojo, sino le daba comezón en los brazos y terminaba vomitándolo todo. El quería ser veterinario pero su papa ya le tenía predestinada la carrera de abogacía desde un inicio. La comunicación más cercana que existía entre él y otra persona era mediante perros, los consideraba almas sinceras y nobles que pedían una minucia con respecto a lo que daban. Les creó el hábito de alimentarlos por la tarde, cuando las señoras salían a los portones con sus mecedoras. Los bañaba y les quitaba las garrapatas los domingos (la cosa que más disfrutaba de eso era explotar grupos de garrapatas con la bota). Los llegó a querer tanto que se ganó el apodo del “men-can”, las familias llegaban a dejar a sus animales donde Memo para bañarlos, hacerles cortes de pelo, curarles heridas, inyectarlos contra la rabia y hasta para hacerles masajes. Así se ganó un oficio y cierto respeto en quienes antes le veían como un bobalicón. El contacto con los animales lo hizo más taciturno y silencioso, sensible a los sonidos y las vibraciones corporales, ágil. A través del ojo del can se veía a sí mismo como otro can de la jauría, se dio cuenta de sus dotes y peculiaridades, de como podía pasar desapercibido, de como analizar a fondo con una simple ojeada. A sus dieciocho su contextura había pasado de regordeta y floja a delgada y con rasgos puntiagudos. Era todo un perro de caza.

En su escritorio hay un sobre sellado, en su interior una hoja aparentemente en blanco, con letras en filigrana inteligibles a simple vista. Golpean a la puerta con fuerza, el teléfono empieza a sonar de pronto. Levanta en la otra línea, del otro lado la misma voz de hace un mes, la misma voz que delega, que es como un eco de múltiples voces extraviadas en un laberinto oscuro y húmedo: ya se sabe, no estás seguro. Huye por la pared que simula ser el respaldo de una ducha que no es más que un tubo ornamental. Suda copiosamente pero esta vez el pañuelo perfumado no surte efecto, el pasadizo es largo y estrecho, las paredes están pintadas en un blanco hueso que es color para moribundos y desquiciados. Sale a la calle, un par de guardas simulan no verlo y el agacha la mirada, extiende una mano para detener a un taxi, da la dirección por inercia y sube. Un magistrado no carga efectivo, mucho menos un asesor que a su vez es un espía encubierto del departamento de Seguridad del Estado. Entrega su celular, a gozo del conductor. Tira puertas, prepotea, y ante las preguntas desesperadas de su mujer solo responde: mujer, se cagaron en mí, se cagaron en mí, alistá tus cosas. Aquella tarde lluviosa de julio había prometido ser fiel a esa voz oscura y misteriosa, muchos habían perdido sus puestos, quedado en la calle, apresados, desaparecidos, muertos…una gran cola que pisar.

La punta de la Colt 45 le rasca el cielo de la boca, cierra los ojos y se ve a sí mismo desnudo revolcándose en el pasto, llorando de felicidad.

sábado, 16 de enero de 2010

EXTRA ROUND

Él sonrió con su boca quebrantada de dolor, los flashes se reflejaban en sus ojos inundados de la emoción palpitante de aquel momento eterno. Tenía una cortadura diagonal en su ceja izquierda que sacaba un arroyito de sangre tibia y bajaba hasta la depresión de su cuello ancho. Sentía que no podía dejar de caminar, daba vueltas erráticas como embriagado por la afición y el sabor dulcísimo de la victoria, el grupo lo seguía como moscos hipnotizados por el néctar, le limpiaban la frente, le sacaban fotos, lo cargaban en hombros y gritaban su nombre. Un presentador de esmoquin y alto copete entonaba un discurso de gallo eufórico, levantaba el brazo del muchacho mientras le decía cosas inaudibles porque nada podía distinguirse en aquel Babel cuadrilátero que flotaba sobre el suelo. Habían unos que agitaban pósteres (fans de última hora), otros habían nockeado en las apuestas desde la comodidad de sus asientos. El resto con saldos en rojo, furiosos, malos perdedores que no soportaban tanto ánimo. Millón y medio de televidentes se habían desembolsado veinte, cincuenta, cien dólares para el bill del pay per view. El peso del fajón se ceñía a su cintura, Campeón Mundial en letra mayúscula, la frase redoblándole en la cabeza, quien iba a pensar que de revoltoso de escuela y peleonero de barrio, (fajándose a lo “taco a taco” como lo disfrutaba) iría a llegar a ser el púgil más sonado del país.

El Zanate Rodríguez, desde su esquina miraba con tristeza las hendiduras de la lona que imaginaba como su propio reflejo en el suelo, el entrenador lo traía loco con la presión de la deuda que tenía con El Loro por una flota de deportivos que sacó al fiado de su autolote, además de la remojada que le tocaba de vuelta por la demanda de alimentos que le había montado su ex mujer. Estaba jodido, no quería ni levantarse del banco porque se vendría abajo por su propio peso. Qué paradoja la vida, anoche era un campeón con corona y cetro en algún casino de Las Vegas, adulado por mujeres que le meneaban las tetas en la cara y se le sentaban restregando con habilidad sus vaginas rasuradas. Hoy nadie le quiere, hoy fue una mala inversión, un farsante, siete rounds, un don nadie.
De pronto el ring y todo el salón se convierte en un mar de puños, alaridos y silletazos, alguien hace sonar la campana por error y el Zanate Rodriguez, por mero instinto, se levanta del banco y le propina tremendo upper a la quijada del Campeón Mundial que besa el suelo por primera vez. Ya incorporado se percata que ha perdido el fajón y de pronto se siente tan desprotegido y mortal como al inicio de la pelea. Un jab a la mejía le enturbia la vista, y se defiende casi a ciegas buscando la pantaloneta roja de su contrincante entre los animales iracundos. Cae de nuevo, esta vez en definitiva.

El promotor sale escoltado por la puerta de emergencia tarareando un “love is in the air” mientras se pasa la lengua por sus dientes de oro en señal de gozo. Lo han llamado para notificarle el saldo preliminar de las ganancias y ahora piensa armarse una juerga en su penthouse con muchachas importadas.

Los disparos al aire dispersan a la masa, el salón se vacía en un dos por tres y como si todo estuviese fraguado de previo los boxeadores se encuentran solos, sin saber si hay un vencedor y un vencido. Se ven a los ojos, se reconocen en su humanidad por vez primera, ajenos a las cámaras, al marketing de la rudeza, a la disputa por el título. Salen juntos, (uno apoyándose del hombro del otro) a emborracharse en honor a lo linda que es la vida.

[+]Imagen tomada del NYDaily News