jueves, 14 de mayo de 2020

Reloj de pared


Todo, las estatuas, las maceteras, los gatos, las plantas, los tallos que salen de esas plantas, sus hojas y sus flores y los pétalos que componen dichas flores… todo es puro gris ante mis ojos. Fumo el medio churro que M ha dejado en el cenicero hace ya seis meses, lo sorbo con placentero dolor, intentando aletargarlo…

Es el único objeto que conservo de ella –pienso-
estoy ensortijando este vacío entre mis dedos –pienso-
soy el vacío que he construido para mí y que ahora me consume –pienso-
té de arena, cal y azufre en la estufa, para alivianar mis entrañas –existo, apenas existo-

Salgo a la sala a encender el altar. La expresión bucal de una máscara de jade es de espanto, o al menos eso denota, como si su expresión emulara el espanto de un indio huyendo en algún punto inhóspito de la selva lacandona, no huyendo de nadie en específico sino de sus propios demonios. Enciendo varias velas. Me lleno las yemas de los dedos de espelma que me unto en la cara. Soy una máscara de mí mismo, una máscara quebrada, como ese indio que huye despavorido de sus propios miedos, de su propia existencia al borde del peldaño más alto de la pirámide tropical. Estamos unidos de forma equidistante e irremediable en el espacio-tiempo, él y yo somos esa máscara que otro –otro que ya no soy yo- compró alguna vez como souvenir en las afueras de Teotihuacán.

La hora es indescifrable. No es ni de día ni de noche, el tiempo también es gris, el clima está en estado de sitio, como si sobre el tejado se postrara una barrera nubosa que no se materializa más que en esa masa grisácea que lo cubre todo allá afuera. Hay 3 relojes de pared a lo largo de la casa. Ninguno de ellos funciona. Los segunderos se mueven hacia atrás y hacia adelante, como si temblaran vencidos ante el tiempo que alguna vez pretendieron leer o alcanzar. Los gatos saltan de un lado a otro. Tienen hambre. No están de humor y se pelean en el piso, dejan bolas de pelo. No tengo comida para ellos ni para mí. Sólo latas de cerveza y botellas de conserva. En la despensa hay una mezcla de viejos polvos, de hojas vencidas, de papas de las que han brotado raíces. No tengo hambre. Los gatitos pueden comerse entre ellos. El color de este sitio está bajo llave.

Reproduzco una armónica melancólica y subterránea en mi celular. El espejo proyecta una figura antropomorfa pero incierta, algo así como un espectro. Me meto a la ducha para sacarme la tierra de encima. Mis recuerdos se doblan como brazos que sostienen mangos poderosos y a punto de caer. Mis dientes saben a hierro. Escupo cemento y trozos de carne. Mi desnudez temblorosa se proyecta, mis manos no son manos sino ramas que cargan frutos pesados de carne. Los gatitos se acercan a olerlos, pero no les apetece. Se deciden por lamerse entre ellos y echarse sobre la cerámica húmeda.

Piedra hecha de grietas
poros espinas moldeadas por el cincel oxidado
Las grietas responden a la raíz del tiempo
que se ha detenido ante la tumba
cubriéndolo todo
la selva, los cantos, las espaldas de los obreros y de los manifestantes, las calvicies de los burócratas, la acritud de los políticos
la xenofobia, el machismo arraigado
y las cláusulas leoninas de los préstamos bancarios
las sotanas de los sacerdotes pedófilos y de las sores, vecinas y encubridoras
las burbujas en la bañera, las manos entrelazándose al punto del orgasmo
las sequías y las tolvaneras. Los surcos hechos llagas por décadas de monocultivo
mi llanto, el tuyo y el nuestro, corriendo a toda velocidad por una cañería de pevecé
instalada por un albañil al que le temblaban las manos.  

Salgo a la terraza, así, desnudo y mojado. Me encaramo sobre la hamaca. Salto hasta engancharme al techo con mis ramas, me sacudo, gruño, juego equilibrio con mis dedos. El quinteto de gatos me ve con extrañeza. Me poso ante ellos, quiero quebrar el piso con mis pisadas, enterrarme y resurgir en otra cosa más plácida y menos nociva para este mundo. Junto mis manos y doy un salto mortal. El último de los alientos. Soy una bestia, una gárgola a punto de petrificarse por siglos, para ya no hacer daño. 

     
       Imagen: El chaman de la selva, por Enar Cruz