Todo,
las estatuas, las maceteras, los gatos, las plantas, los tallos que salen de
esas plantas, sus hojas y sus flores y los pétalos que componen dichas flores…
todo es puro gris ante mis ojos. Fumo el medio churro que M ha dejado en el
cenicero hace ya seis meses, lo sorbo con placentero dolor, intentando
aletargarlo…
Es el único objeto que conservo de ella –pienso-
estoy ensortijando este vacío entre mis dedos –pienso-
soy el vacío que he construido para mí y que ahora me
consume –pienso-
té de arena, cal y
azufre en la estufa, para alivianar mis entrañas –existo, apenas existo-
Salgo
a la sala a encender el altar. La expresión bucal de una máscara de jade es de
espanto, o al menos eso denota, como si su expresión emulara el espanto de un
indio huyendo en algún punto inhóspito de la selva lacandona, no huyendo de
nadie en específico sino de sus propios demonios. Enciendo varias velas. Me lleno
las yemas de los dedos de espelma que me unto en la cara. Soy una máscara de mí
mismo, una máscara quebrada, como ese indio que huye despavorido de sus propios
miedos, de su propia existencia al borde del peldaño más alto de la pirámide
tropical. Estamos unidos de forma equidistante e irremediable en el
espacio-tiempo, él y yo somos esa máscara que otro –otro que ya no soy yo-
compró alguna vez como souvenir en las afueras de Teotihuacán.
La
hora es indescifrable. No es ni de día ni de noche, el tiempo también es gris, el
clima está en estado de sitio, como si sobre el tejado se postrara una barrera
nubosa que no se materializa más que en esa masa grisácea que lo cubre todo allá
afuera. Hay 3 relojes de pared a lo largo de la casa. Ninguno de ellos
funciona. Los segunderos se mueven hacia atrás y hacia adelante, como si
temblaran vencidos ante el tiempo que alguna vez pretendieron leer o alcanzar. Los
gatos saltan de un lado a otro. Tienen hambre. No están de humor y se pelean en
el piso, dejan bolas de pelo. No tengo comida para ellos ni para mí. Sólo latas
de cerveza y botellas de conserva. En la despensa hay una mezcla de viejos
polvos, de hojas vencidas, de papas de las que han brotado raíces. No tengo
hambre. Los gatitos pueden comerse entre ellos. El color de este sitio está
bajo llave.
Reproduzco
una armónica melancólica y subterránea en mi celular. El espejo proyecta una
figura antropomorfa pero incierta, algo así como un espectro. Me meto a la
ducha para sacarme la tierra de encima. Mis recuerdos se doblan como brazos que
sostienen mangos poderosos y a punto de caer. Mis dientes saben a hierro. Escupo
cemento y trozos de carne. Mi desnudez temblorosa se proyecta, mis manos no son
manos sino ramas que cargan frutos pesados de carne. Los gatitos se acercan a
olerlos, pero no les apetece. Se deciden por lamerse entre ellos y echarse
sobre la cerámica húmeda.
Piedra hecha de grietas
poros espinas moldeadas
por el cincel oxidado
Las grietas responden a
la raíz del tiempo
que se ha detenido ante
la tumba
cubriéndolo todo
la selva, los cantos,
las espaldas de los obreros y de los manifestantes, las calvicies de los
burócratas, la acritud de los políticos
la xenofobia, el machismo
arraigado
y las cláusulas
leoninas de los préstamos bancarios
las sotanas de los
sacerdotes pedófilos y de las sores, vecinas y encubridoras
las burbujas en la
bañera, las manos entrelazándose al punto del orgasmo
las sequías y las
tolvaneras. Los surcos hechos llagas por décadas de monocultivo
mi llanto, el tuyo y el
nuestro, corriendo a toda velocidad por una cañería de pevecé
instalada por un
albañil al que le temblaban las manos.
Salgo
a la terraza, así, desnudo y mojado. Me encaramo sobre la hamaca. Salto hasta
engancharme al techo con mis ramas, me sacudo, gruño, juego equilibrio con mis
dedos. El quinteto de gatos me ve con extrañeza. Me poso ante ellos, quiero
quebrar el piso con mis pisadas, enterrarme y resurgir en otra cosa más plácida
y menos nociva para este mundo. Junto mis manos y doy un salto mortal. El último
de los alientos. Soy una bestia, una gárgola a punto de petrificarse por siglos,
para ya no hacer daño.
Imagen: El chaman de la selva, por Enar Cruz
1 comentario:
Hermoso hermano!
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