jueves, 21 de mayo de 2020

Acoi Penefi


Nunca he dicho que dejaré de renegar de esta ciudad mini-falda que jamás debió ser
ni que no escupiría sobre sus arterias maltrechas, junturas de adoquines amalgamados con sangre y arena
ominosos meandros de polvo que reposa sobre la capa de basura que es nido de miserables cuentacuentos y saltimbanquis

Nunca he negado que en algún momento vomitaré sobre los grumos de grama maní plantados en los bulevares de Carretera a Masaya
mientras una pareja de monaguillos me observará pero no a mí sino a su propio reflejo de ángeles haciéndose sexo oral en un altar luminoso
mientras los niños en la acera opuesta se aprestarán a amontonar sus exiguas humanidades frente a un vaso de pega/ caliz que en algún otro momento ha nutrido al más reciente de los bebés de una familia de clase media de Los Robles, quien irá a natación y estudiará sociología, mercadeo o diseño en la UCA, quien viajará en Aventón y comprará sus calzoncillos en Pull & Bear y se quejará de la mesada que el codo de su papá le dará.  

Mientras tanto caen las primeras lluvias de mayo, y La Deibid reposa entubado en una camilla del Manolo Morales. A la par suya, dos enfermeras intentan sellar el abdomen de Maiquel, su exterminador fallido, a quien no le cesa de manar petróleo tibio de la herida.

Batalla de flores y chuzos entre los callejones del Dimitrov. Tope de pedreros danzantes, lisiados de guerra y eunucos. Hordas de calaveras subiendo desde los alrededores de la Hormiga de Oro. Tropas de zombis chirizos sacando rimas en escaliche, llevando del brazo a una edecán que porta un estandarte y a un escribano que anota las erratas para luego publicarlas en el semanario del oprobio.  

Del otro lado de la city, los chavalos se la han pasado en farra bebiendo aguardiente adulterado en los campos de fútbol de la UNAN. De ahí ha surgido un nuevo líder, uno que en la ceguera provocada por el metanol no sabrá distinguir entre partidarios y contrincantes e impartirá pan y circo por igual a los citadinos.

El santo ha salido a bailar antes de tiempo y ha regresado desfigurado. Sus restos de yeso están cubiertos de contil y lleva un dedo metido en el culo. El dueño del dedo es el mismo sacrílego que le baila y el mismo devoto que baja de rodillas desde las Sierritas hasta sumergirse en la baba cenagosa de Tiscapa, en cuyo anfiteatro ruinoso las ninfas del conservatorio tocan el arpa so pena de muerte. Alguien les ha prometido la eternidad o el cielo. Por su parte, el santo se ha metido en un manjol a descansar y a juntar sus pedazos, intenta infructuosamente encenderse una colilla húmeda mientras recita de memoria a Manolo Cuadra.

Una brisa ácida apacigua los ánimos de los visitantes al malecón. En el ambiente hay zancudos, sonido de cumbia, olor a fritura y a podredumbre. En la plaza hay una exposición de fotos en blanco y negro: 1) varios cadáveres bocabajo en la Cuesta de Plomo; 2) un señor de pelo engominado y lentes de pasta dura saluda a la nada mientras va montado sobre un convertible; 3) desfile de palillonas frente a una tribuna llena de tipos trajeados, a uno de los extremos hay una pareja de meseros haciendo equilibrio con sus bandejas colmadas de vasos; 4) una estatua ecuestre. El caballo está solo y relincha con sus patas delanteras en el aire; 4) un chinegro pepenando algo en una montaña de basura; 5) una gigantona solitaria en alguna esquina; 6) la misma gigantona junto a un enano cabezón al que unos niños le guiñan las ropas; 7) vista aérea del Hotel Intercontinental, el Campo de Marte y Tiscapa; 8) un carretonero de Ben-Hur cruzando la línea meta.

Las parejas acuden a la plataforma para montarse al disco-boat que es como una versión tropical-psicodélica de aguas estancadas del Titanic. Todas las noches se hunde y sale justo en frente de la Isla del Amor.   

En la plaza del kilómetro 0 hay un asta portentosa y tan vacía como la patria anhelada. Está el frontispicio de un palacio neoclásico saqueado por los paladines de la libertad, y están también los esqueletos negros de una catedral cuyos pasadizos subterráneos conducen a la guarida de Quetzalcóatl. Al noroeste, la estatua de un Darío observando al horizonte y, detrás suyo, un ángel (quizá una de las ninfas andróginas de Tiscapa, que ascendió a los cielos después de la canonización apócrifa y express que le hizo el arzobispo para que fuera acompañar al bardo). Hay guardas de seguridad cada 10 metros; y putas imaginarias cogiendo con conscriptos imaginarios; y mariachis imaginarios; y lavanderas imaginarias empeñadas en buscar las piedras lisas y enormes de la ribera para lavar ropa ajena; y patinadores y cleteros imaginarios sacando trucos en los bordes de los muros; y jugadores de ajedrez imaginarios; y damnificados imaginarios de la imaginaria crecida del lago; y una marcha imaginaria del 6% que termina a balazos; y un desfile hípico imaginario que termina a balazos; y un concierto imaginario de música testimonial que termina a balazos; y un 19 de julio imaginario que termina a balazos. Y los balazos –fuera de todo lirismo- son reales.

Un taxero se orilla en algún punto de la Norte. La chatarra echa humo, su frente sudor helado. Al costado hay un predio baldío cercado con alambre de púas. De pronto unos pasos, destellos, hojas filosas jugando equis cero en su piel. Epílogo: una pasajera encinta sufre contracciones.  

Una chica sale de clases. Son las 6:30 pm. Decide esperar a que sean las 7 sentada en una banca frente a la facultad. A esa hora los buses ya no van tan llenos, se dice. Quisiera una moto, se dice. A las 7 camina a la parada, el trayecto no excede los 200 metros, pero es oscuro y solitario a esa hora. Recibe toda clase de figuras verbales de los tipos a los que no ve sus rostros, -quizá por miedo, quizá por asco o por ambas-, uno de ellos la hala del brazo, ella se suelta y sigue el camino con determinación. El bus llega y va a tope, se la piensa, pero ya quiere llegar a su casa. Se apretuja entre el montón de gente. Es observada, es aludida, empujada y manoseada. Las piernas le tiemblan al bajar. Otras 3 cuadras de distancia. Escucha un tzz tzz a su lado y apenas vislumbra a las sombras que se acercan. Corre. Un golpe en su cabeza la detiene. Lo último que logra ver es un tipo con piel de reptil agazapado frente a ella.              

El microbús de la móvil de Canal X se desplaza raudo por la Portezuelo. Hay una riña entre vendedores ambulantes. Al llegar al punto, el reportero salta por la puerta del pasajero y al ver que no hay noticia, decide fabricarla azuzando a los vendedores al punto de declararse el segundo round. El camarógrafo no dice nada, sólo manipula con destreza la cámara mientras masca el chicle de la victoria.

En lo personal, tengo claro que mientras viva en Managua nunca podré decir que no a una tertulia esquinera junto a los vecinos, ni a la sensación placentera de hablar de cualquier paja o simplemente de hacerme el sordo y escoger el mejor sitio para apoyarme sobre el busto rojinegro de quienquieraquesea mártir en serie de esta ciudad telúrica y decadente; o perder la vista en algún punto brillante esperando que en ese preciso momento un terremoto o un lago de lava nos trague.

Esta ciudad se va a paralizar, a anegarse en mierda o a extinguirse. Sólo nos queda buscar un soundtrack apropiado para la ocasión.


                                * imagen tomada de internet por Alvaro Cantillano

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