Nunca he
dicho que dejaré de renegar de esta ciudad mini-falda que jamás debió ser
ni que no escupiría
sobre sus arterias maltrechas, junturas de adoquines amalgamados con sangre y
arena
ominosos
meandros de polvo que reposa sobre la capa de basura que es nido de miserables
cuentacuentos y saltimbanquis
Nunca he
negado que en algún momento vomitaré sobre los grumos de grama maní plantados
en los bulevares de Carretera a Masaya
mientras
una pareja de monaguillos me observará pero no a mí sino a su propio reflejo de
ángeles haciéndose sexo oral en un altar luminoso
mientras
los niños en la acera opuesta se aprestarán a amontonar sus exiguas humanidades
frente a un vaso de pega/ caliz que en algún otro momento ha nutrido al más reciente
de los bebés de una familia de clase media de Los Robles, quien irá a natación
y estudiará sociología, mercadeo o diseño en la UCA, quien viajará en Aventón y
comprará sus calzoncillos en Pull & Bear y se quejará de la mesada que el codo de su papá le dará.
Mientras tanto
caen las primeras lluvias de mayo, y La Deibid reposa entubado en una camilla
del Manolo Morales. A la par suya, dos enfermeras intentan sellar el abdomen de
Maiquel, su exterminador fallido, a quien no le cesa de manar petróleo tibio de
la herida.
Batalla de
flores y chuzos entre los callejones del Dimitrov. Tope de pedreros danzantes,
lisiados de guerra y eunucos. Hordas de calaveras subiendo desde los
alrededores de la Hormiga de Oro. Tropas de zombis chirizos sacando rimas en
escaliche, llevando del brazo a una edecán que porta un estandarte y a un escribano
que anota las erratas para luego publicarlas en el semanario del oprobio.
Del otro
lado de la city, los chavalos se la han pasado en farra bebiendo aguardiente
adulterado en los campos de fútbol de la UNAN. De ahí ha surgido un nuevo
líder, uno que en la ceguera provocada por el metanol no sabrá distinguir entre
partidarios y contrincantes e impartirá pan y circo por igual a los citadinos.
El santo ha
salido a bailar antes de tiempo y ha regresado desfigurado. Sus restos de yeso están
cubiertos de contil y lleva un dedo metido en el culo. El dueño del dedo es el
mismo sacrílego que le baila y el mismo devoto que baja de rodillas desde las
Sierritas hasta sumergirse en la baba cenagosa de Tiscapa, en cuyo anfiteatro ruinoso
las ninfas del conservatorio tocan el arpa so pena de muerte. Alguien les ha
prometido la eternidad o el cielo. Por su parte, el santo se ha metido en un
manjol a descansar y a juntar sus pedazos, intenta infructuosamente encenderse
una colilla húmeda mientras recita de memoria a Manolo Cuadra.
Una brisa
ácida apacigua los ánimos de los visitantes al malecón. En el ambiente hay zancudos,
sonido de cumbia, olor a fritura y a podredumbre. En la plaza hay una exposición
de fotos en blanco y negro: 1) varios cadáveres bocabajo en la Cuesta de Plomo;
2) un señor de pelo engominado y lentes de pasta dura saluda a la nada mientras
va montado sobre un convertible; 3) desfile de palillonas frente a una tribuna
llena de tipos trajeados, a uno de los extremos hay una pareja de meseros haciendo
equilibrio con sus bandejas colmadas de vasos; 4) una estatua ecuestre. El
caballo está solo y relincha con sus patas delanteras en el aire; 4) un
chinegro pepenando algo en una montaña de basura; 5) una gigantona solitaria en
alguna esquina; 6) la misma gigantona junto a un enano cabezón al que unos
niños le guiñan las ropas; 7) vista aérea del Hotel Intercontinental, el Campo
de Marte y Tiscapa; 8) un carretonero de Ben-Hur cruzando la línea meta.
Las parejas
acuden a la plataforma para montarse al disco-boat
que es como una versión tropical-psicodélica de aguas estancadas del Titanic. Todas
las noches se hunde y sale justo en frente de la Isla del Amor.
En la plaza
del kilómetro 0 hay un asta portentosa y tan vacía como la patria anhelada. Está
el frontispicio de un palacio neoclásico saqueado por los paladines de la
libertad, y están también los esqueletos negros de una catedral cuyos pasadizos
subterráneos conducen a la guarida de Quetzalcóatl. Al noroeste, la estatua de
un Darío observando al horizonte y, detrás suyo, un ángel (quizá una de las
ninfas andróginas de Tiscapa, que ascendió a los cielos después de la
canonización apócrifa y express que le hizo el arzobispo para que fuera acompañar
al bardo). Hay guardas de seguridad cada 10 metros; y putas imaginarias
cogiendo con conscriptos imaginarios; y mariachis imaginarios; y lavanderas
imaginarias empeñadas en buscar las piedras lisas y enormes de la ribera para
lavar ropa ajena; y patinadores y cleteros imaginarios sacando trucos en los
bordes de los muros; y jugadores de ajedrez imaginarios; y damnificados imaginarios
de la imaginaria crecida del lago; y una marcha imaginaria del 6% que termina a
balazos; y un desfile hípico imaginario que termina a balazos; y un concierto imaginario
de música testimonial que termina a balazos; y un 19 de julio imaginario que
termina a balazos. Y los balazos –fuera de todo lirismo- son reales.
Un taxero
se orilla en algún punto de la Norte. La chatarra echa humo, su frente sudor
helado. Al costado hay un predio baldío cercado con alambre de púas. De pronto
unos pasos, destellos, hojas filosas jugando equis cero en su piel. Epílogo:
una pasajera encinta sufre contracciones.
Una chica
sale de clases. Son las 6:30 pm. Decide esperar a que sean las 7 sentada en una
banca frente a la facultad. A esa hora los buses ya no van tan llenos, se dice.
Quisiera una moto, se dice. A las 7 camina a la parada, el trayecto no excede
los 200 metros, pero es oscuro y solitario a esa hora. Recibe toda clase de figuras
verbales de los tipos a los que no ve sus rostros, -quizá por miedo, quizá por
asco o por ambas-, uno de ellos la hala del brazo, ella se suelta y sigue el
camino con determinación. El bus llega y va a tope, se la piensa, pero ya
quiere llegar a su casa. Se apretuja entre el montón de gente. Es observada, es
aludida, empujada y manoseada. Las piernas le tiemblan al bajar. Otras 3
cuadras de distancia. Escucha un tzz tzz a su lado y apenas vislumbra a las
sombras que se acercan. Corre. Un golpe en su cabeza la detiene. Lo último que
logra ver es un tipo con piel de reptil agazapado frente a ella.
El microbús
de la móvil de Canal X se desplaza raudo por la Portezuelo. Hay una riña entre
vendedores ambulantes. Al llegar al punto, el reportero salta por la puerta del
pasajero y al ver que no hay noticia, decide fabricarla azuzando a los
vendedores al punto de declararse el segundo round. El camarógrafo no dice
nada, sólo manipula con destreza la cámara mientras masca el chicle de la
victoria.
En lo
personal, tengo claro que mientras viva en Managua nunca podré decir que no a
una tertulia esquinera junto a los vecinos, ni a la sensación placentera de
hablar de cualquier paja o simplemente de hacerme el sordo y escoger el mejor
sitio para apoyarme sobre el busto rojinegro de quienquieraquesea mártir en
serie de esta ciudad telúrica y decadente; o perder la vista en algún punto
brillante esperando que en ese preciso momento un terremoto o un lago de lava nos
trague.
Esta ciudad
se va a paralizar, a anegarse en mierda o a extinguirse. Sólo nos queda buscar un
soundtrack apropiado para la ocasión.
* imagen tomada de internet por Alvaro Cantillano
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