viernes, 10 de abril de 2020

SS - COVID - 20


Fotos brillantes, en sepia, acuosas, desenfocadas, fotos sublimes reveladas en polaroid. Cortadas asimétricamente. Hechas tuquitos. Freídas en una sartén a la intemperie y cuyas cenizas se esparcen entre el viento negro que se cuela en los extrarradios de la ciudad.

Cualquiera. El cocinero es un ciudadano cualquiera que viste una chaqueta de corduroy, unos shorts luyidos y unos tenis desiguales. Lleva puesta una mascarilla marca 3M y en su frente se distingue un estíquer con un unicornio rosa. Las fotos se las ha sacado del bolsillo y ha fraguado la operación, ahí, ante la presencia de nada más que las bolsas rotas que danzan por el aire hasta encontrar una malla oxidada a la cual aferrarse. Llora y moquea mientras les echa un último vistazo. De su pecho desnudo pende una piedra que alguien le dijo que es el resto de un asteroide y él se aferra tanto a esa idea como la piedra al enjambre de alambre de alpaca a la que está sujeta.

Anoche una banda de crueles lo conminaron a salir de su casa. Anoche el cocinero se decía a sí mismo que ya no podía más con el desconsuelo que llevaba enquistado. Entraron por la puertecita de metal que da al zaguán. Rompieron la cerradura. Eran 3, uno de ellos fachenteó su pistola. Bastaba más. Minutos atrás el cocinero repetía su acto de llorar mientras veía las fotos, o la pantalla quebrada de su celular, o el agua bullendo en una olla que no contenía más que agua bullendo, o a través de las persianas – un matorral y tras de éste, un descampado pintado de ámbar por las luminarias - ergo, un paisaje desolador a todas luces.

El misterio de lo que buscaban esos tipos ya quedó atrás. Definitivamente no a él. Pusieron todo patas arriba y en el acto él tuvo la presteza de meterse las fotos en el bolsillo de la chaqueta de corduroy que le había regalado su chica 2 años atrás. El tercero de los bárbaros le apuntó con la pistola para despedirse. El que iba delante de éste se volteó bajo el marco de la puerta y se quedó ahí parado mientras encendía un cigarro. Hubo un diálogo ininteligible entre éste y el primero, que estaba ya en el zaguán. El que fumaba le dijo, casi en tono de petición, que se arrodillara. El cocinero obedeció casi que por aburrimiento. Luego el pistolero lo lanzó bocabajo con brusquedad.

Viernes santo. Procesión de santo sepulcro en el barrio. Los bárbaros salieron por donde entraron. Uno se detuvo a unos metros a mear al pie de un mustio sardinillo empotrado a una jardinera. Modo nada peculiar de marcar terreno. La procesión no iba tan nutrida como de costumbre. Máxime unas 40 personas. El sacerdote despuntando el acto, 6 monaguillos cargando el féretro ataviado con flores de buganvilia; dentro, el cristo moreno envuelto en pañales, gotas tímidas de sangre recorriendo la corona de espinas hasta caer en el almohadón blanco de terciopelo, manchándolo irreparablemente. Y un puñado de feligreses a una prudente distancia de coronavirus. Todos portando mascarillas. Algunos usando guantes.

El cocinero intentó escribir en su cuaderno, pero le temblaba mucho la mano. Intentó cenar, pero el olor a comida le generó nauseas. Intentó leer cartas viejas. Intentó escribirle a su chica, pero en la pantalla aparecía que se había conectado la mañana anterior. Inútil. Nada. Se echó a llorar. El único acto que por tan patético y repulsivo que pareciese, se le daba natural. Se quedó dormido en el piso de la sala. Soñó con un paisaje árido y yermo, y con una flor verde en medio de la nada.

A la mañana siguiente se despertó cuando al estrechar su brazo, sintió que a la par suya en vez de piel había despojos. Sábado de Gloria. Se preguntó por qué no lo habían matado ahí mismo, en el acto. Al final y sí puede que lo anduvieran buscando a él, sólo no era su noche para morir. Resolvió que había cosas más esenciales que caer abatido a manos de 3 brutos. Buscó la chaqueta para desenfundar las fotos y contemplarlas por enésima vez, como si cada vez fuese la última. Resolvió en que debía irse de ahí cuanto antes. Dejó abierta la llave de la estufa.

Deambular errático. Avenidas que se convierten en calles, luego en andenes que vuelven a ensancharse para dar forma a caminos polvosos y malolientes & reprís que salta a un laberinto de cauces hasta dar a parar al lago donde todas las cosas tristes del mundo toman forma.

La ocupación del cocinero no es realmente ser cocinero. Es más bien un azar de apodos. Lo llamaremos Franco, - porque quizá en algún momento se llamó así, quizá ese nombre aparece escrito a máquina en un acta amarillenta chancomida por la polilla en el registro civil de algún municipio tragado por el mapa - junto a algún apellido rimbombante y decimonónico. Lleva en su frente un estíquer con un unicornio rosa. Su presente: dominado por la incertidumbre. Su pasado: una amalgama de recuerdos descascarados por la erosión, sólo el de ella permaneciendo férreo, incólume.

El contexto lo ha hecho perder el apetito. De todas formas la calle no ofrece más que sobras mosqueadas. Ahora está largo de casa. No tiene amigos a quienes acudir. Su familia debe estarse sacando la resaca de la procesión de anoche. Ella… Él tiene vedado el paso.

Nota mental:  

He conocido el silencio de las estrellas y del mar
y el silencio de la ciudad cuando pausa
y el silencio de un hombre y una mujer
y el silencio del enfermo
cuando sus ojos vagan por el cuarto.
Y pregunto: ¿para qué profundos usos
sirve el lenguaje?
Una bestia del campo se queja un poco
cuando la muerte se lleva a su cachorrillo.
Y nosotros nos quedamos sin voz en presencia de
                                             [las realidades.
Nosotros no podemos hablar.

Eso no lo escribió él sino Edgar Lee Masters, traducido por Salvador Novo y citado a su vez por Julián Herbert en su obra La casa del dolor ajeno. El gran Herbert, a quien estrechó la mano tras un conversatorio en la embajada de México en Managua de la misma forma en que él le estrechó una pala de coca en el baño de alguna mansión de Guadalajara en la que celebraban el after de la Feria del Libro. Vaya a saber por qué recuerda esos versos de memoria. 

Fotos con manchas en los bordes. Fotos con sombras tras las sombras. Fotos de monocromáticos relieves. Fotos reveladas entre besos y caricias que ya no son. Noticias: 1.5 millones de personas contagiadas por el virus. +94,000 muertes. 190 países con casos activos. Donald Trump ha ordenado a la 3M –la mayor fabricante de mascarillas del mundo- que abastezca y re-abastezca la demanda interna, dejando al resto del mundo desabastecido de mascarillas. 

Cualquiera. Es un sábado cualquiera. Hace 37°C bajo un sol abrasivo. Nicaragua es un paraíso distópico que mitiga el virus con abrazos. El cocinero (no podemos llamarlo por otro nombre hasta no poder corroborarlo) ahora es un indocumentado cualquiera. Ain´t no sunshine[1] resuena en su cabeza. Réquiem para un grande que ha partido. Se recuesta a un poste para resoplar y decide iniciar el acto de las fotos para ya acallar las voces en su cabeza
tbc…     
   



Imagen: Obra Ecce Homo, de Philipp Anaskin. Más sobre el artista en https://galeriaranchosantana.com/artist-bio/philipp-anaskin/

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