miércoles, 16 de marzo de 2011

CABOS SUELTOS

La historia no tenía porque acabar ahí, habían cabos sueltos como en cualquier historia pero en esta existía la posibilidad de dilucidarlos. Pedrarias López era descendiente bastardo de Pedro Arias de Ávila, Capitán General de Castilla de Oro y personaje atormentado por la historia frente a los tronos de Pizarro y Cortés. Pedrarias se sabía un guerrero sin conocer su muy lejana herencia de sangre, fue más de una vez la que escapó de las garras asesinas de la guardia, luchó en las columnas del Frente Benjamín Zeledón, luego se enmontañó e hizo retroceder a la contra hasta Honduras. Su carisma era incomparable, como enemigo ni quiera dios pero en las buenas era una miel, todos lo recuerdan por su sonrisa extendida y franca que dejaba ver su dentadura atrofiada por el refilón de una bala a como él mismo narraba, aquello podría ser bien una falacia pero nada costaba creerle y dejar que siguiera contando.  El último de sus días lo pasó en silencio, cabizbajo frente a un sol naranja que de vez en cuando se escondía tras una nube efímera. Presentía algo, el cielo y el viento le habían dado señas de un suceso del que no se podía más que intuir cierto malestar. Eran las 10 de una mañana de malos presagios, su cuerpo caminaba inusualmente lento y pesado por las colinas de Dulce Nombre, llevaba la mente en otro lado, iba atando los cabos de su vida, tratando de recordar con esfuerzo, con urgencia, los acontecimientos y las fechas, los escenarios, las caras y los nombres. Faltarían muchas cosas, mucho camino ha recorrido este Pedrarias, se decía a sí mismo. Una vez anduvo en Cuba, le dio la mano al propio Fidel y le obsequió una serie de 30 poemas escritos uno a uno al reverso de unas postales de la URSS, le dijo con voz ronca: tenga mi comandante, para que juegue cara o cruz. Cinco años después una editorial cubana publicó 1000 ejemplares del poemario de Pedrarias, obra que él jamás llegó a conocer. También la tuvo de cal. En la guerra se ganó un enemigo acérrimo, nunca supo su nombre, todos lo llamaban Jabón. Jabón apestaba más que cualquier carne en descomposición y las bromas casi siempre eran dirigidas hacia él, especialmente las de Pedrarias, que con humor patán, sorna  y creatividad extrema se bajaba en él día y noche, ideaba refranes, coplas, adivinanzas, chistes y cualquier invento para joder a Jabón, y el pelotón hacía rueda para escuchar, gozar y repetir los inventos. Jabón pensó, inevitablemente, en la venganza: matarlo aquí no voy a poder pero voy a seguir a este hijueputa donde sea. Y así fue, años después supo por alguien del pelotón que Pedrarias estaba viviendo en Jinotega, que se había casado y tenía dos hijos. No costó mucho dar con él, lo estudió durante dos días hasta que una vez preparado el terreno decidió dar la cara con pistola en mano, al verlo Pedrarias apenas lo reconoció y menos pudo al ver que Jabón apuntaba directamente hacia él gritando cabrón, cabrón, cabrón, vení reíteme ahora a ver cómo te va. Pedrarias logró cubrirse tras el tronco flaco de un pino, esa voz, sí, el pedazo de guerra que no ha acabado, no debí joderlo tanto a este loco. Los silbidos de bala trozando el tronco atormentaban los tímpanos, oe Jabón disculpá hom, nunca supe tu nombre, una ola de viento helado le respondió: Igor Macías para servirte cabrón, mientras Jabón avanzaba hacia él, ya no con la afrenta de su apodo y el recuerdo maldito de la guerra sino reivindicado, erguido con su nombre, Igor Macías, Igor, resonaba en su mente. Pero un grito agudo le hizo cambiar la dirección, un niño morenito y delgado, asido a un poste como al temor por lo desconocido  llamaba papa a Pedrarias. Craso error el de Jabón al hacer aquel disparo que impactó en el infante y perforó el alma de Pedrarias, quien embistió con la fuerza de una estampida de toros a Jabón y ahí le dio muerte, arrancándole la piel hasta donde pudo, saciando su sed de ira y venganza hasta donde alcanzó, al ver que ya no le quedaban más que los huesos entre las manos dijo: para mí siempre vas a ser Jabón porque hasta los huesos te apestan, ese es tu epitafio hijueputa.

Ahora, en este último día, recordó a su primogénito y a aquella presencia, nublada por el odio, que se lo había arrancado. Lloró amargamente, besó la tierra y la bendijo mientras se iba ahogando en un llanto pausado y doloroso. Recordó también que después de ese hecho abandonó a su familia, la policía lo seguía pero no era ese el motivo, se sentía perdido, el sufrimiento profundo, como suele pasar, lo había extraviado hacia caminos sombríos y polvorientos. Estuvo en Managua por un tiempo, durmiendo en cartones en las aceras de los mercados. Probó el trago y se sumergió en él de cabeza y sin saber nadar fue absorbido por un vórtice del que apenas salió vivo, conoció los abismos y los demonios de la dipsomanía y ahí, en el averno etílico decidió emerger. Conoció y entabló amistad con una mercader del Oriental, quien le dio trabajo y se enamoró perdidamente de él, pero su corazón ya estaba tomado y su carne también. Ella lo presentó con su hermano que jefeaba una cooperativa de pescadores en Masachapa y así es como Pedrarias tuvo su episodio en el mar. Ahora también recuerda el mar, zarpaban religiosamente a las 4 de la tarde y a eso de medianoche se quedaban quietos y en silencio aspirando la inmensidad del Pacífico, a veces acompañados por la luna, los astros, a veces en una oscuridad perpetua. Ninguno hablaba, aquel era el momento para palpar de veras el ritmo cardíaco del océano, al final Pedrarias metía en una botella un papel en el que había escrito poemas o cartas de amor a su mujer e hijos. Lloró, ya no amargamente sino como un leve sollozo, el aire le susurraba como para consolarlo. Rezó tres avemarías, besó mil veces la imagen del Papa Chú que llevaba en la bolsa y lo enjugó en su llanto. Una pala empezó a enterrarse y expulsar tierra fértil hacia un lado. Nació en Dulce Nombre y ahí debía morir, en la comarca de gencianas dibujadas en acuarela, entre las colinas cubiertas de un altísimo zacate, con caminitos en sus contornos, en los que apenas cabe la llanta de una bicicleta, en donde la mañana aparece, muerta de frío, escabulléndose de la brisa. Siguió cavando, ahí debía morir. Mientras cavaba veía las venas que resaltaban de sus brazos velludos, la raíz adherida a la tierra, amarrándola, luchando por sobrevivir, por perdurar, como nosotros, pensó, no todos ni todo el tiempo. Sonrió con su sonrisa extendida y franca que dejaba ver su dentadura atrofiada por el refilón de una bala, las lágrimas se le escurrían de entre los senderos que le hacían las arrugas, reía, lloraba y se estremecía mientras el hoyo iba cada vez más profundo. Al cabo de un rato sintió que algo en medio del hoyo que iba cavando le impedía el paso, bajó, rasgó con sus manos y descubrió una matita con unos tallos salientes coronados por flores negras. Eran diminutas pero ahí estaban, enterradas bajo tres cuartas de tierra, inmóviles, como a la espera de algo. Pedrarias se irguió y dejó de llorar y reír al ver que el sol había cambiado de naranja a plateado y el cielo estaba totalmente despejado y celeste. Muchos cabos quedan sueltos, se dijo, pero si los ato ya no va a valer la pena pensar en mí. Cortó la matita, junto un pequeño montículo de tierra a un extremo del hoyo y se acostó, miró al sol de plata, se llevó la mata a la boca y cerró los ojos.  

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