sábado, 5 de marzo de 2011

PARA ARRANCAR LAS LUCES



Temía matarla de una mala emoción pero debía decírselo, así, de la manera más pronta y sin sopesar si era la circunstancia adecuada; al instante revisé mi correo electrónico esperando respuesta y pensé, ¡puta, que las relaciones humanas nunca han sido mi fuerte! Salí a la calle como cegado por un asombro indescriptible, un perro enano me atacó a los pies y guiñaba con su dentadura de piraña hasta que logré suspenderlo tres o cuatro metros en el aire con el empeine. Los animales son el reflejo de las personas, de todas sus iras y sus temores. En la esquina cogí un taxi y le pedí que me dirigiera a un lugar que no supo entender, le di la dirección al revés y ahí si entendió. Qué extraño soñar despierto mientras se escucha bachata a todo volumen en una cabina de luces fluorescentes y hedor a moho, de pronto desperté y me vi diciéndole al taxero que sólo andaba cinco pesos para la carrera pero le podía dejar dos tilas de marihuana para compensarle porque sé que su trabajo es arduo y mal remunerado y probablemente sufra de hemorroides encima de que el taxi no es suyo sino que se lo cadetea a su hermano mayor que es un vivazo que le da en la nuca cotidianamente; también le expliqué que había dejado a mi abuela con el corazón pendiéndole de un hilo porque los hijos lejanos son los que más duelen y que había cortado con mi novia y el amor flotante me hacía muchas veces divagar y olvidar las cosas, tal así que dejé mi cartera y no podía pagarle más. El taxero me vio por el espejo retrovisor, frenó en seco, extendió la mano para coger las tilas y me gritó ¡va a la mierda!

Salí hacia el segundo episodio de la noche. La avenida era tremendamente oscura y me percaté que llevaba un reloj que podía llamar mucho la atención; los carros avanzaban frenéticamente y daban vueltas en U, el cielo se partía en dos por un potente haz de luz que oscilaba de un lado a otro, de vez en cuando se divisaban chispas y pequeñas columnas de humo avanzando rápidamente. La cuneta estaba plagada de mendigos y buscapases[1] apestosos, eran los mismos de siempre pero no desde mi óptica, yo suelo verlos desde un carro como figuras tristes adheridas a la avenida, sin prestarles demasiada atención, pero ahora me parecen tan cercanos, tan vivos y aun más miserables. Me dieron nauseas y ganas de correr, no por su miseria sino por la imagen que se me vino a la mente: mi tío cayendo al piso gélido de alguna calle de Minneapolis, su breve historia grabada en la nieve de forma tan efímera como lo que le puede llevar a una llanta de carro borrarle el rastro, ahora mi abuela, esa es otra cosa, esa sí duele de veras y yo ingrato dejándola así, sola y con el corazón en la mano, intoxicada de un dolor por un motivo que ni siquiera puede explicarse. Ahora me acuerdo que entre el instante de la noticia, el llanto y lo que me tomó ponerme un pantalón toqué la armónica, quizá motivado por el cliché de que es un buen sonido para despedir almas difuntas…algo, un impacto en mi nariz, el piso, no, no el piso, menos mal mi mano actuó por mí y mis pies respondieron bien mientras me seguían un par de sombras veloces, en ese momento empecé a figurarme a las luces de los carros  como una lluvia de llamas difusas en amarillo y en rojo y decidí que lo mejor era cortar la trayectoria recta y lanzarme a la calle. Las bocinas sonaron, eso y el fondo de Ectasy of Gold resonando en mi mente, creaban una pieza alucinante. Había que imaginarse a los perseguidores, aunque solamente fuesen un par de pintas había que estimular a la mente, opté por perros doberman negros que, después de unas cinco cuadras me alcanzaban y se me abalanzaban encima demostrándome que no tenían dentaduras, y movían sus pequeños rabos cercenados, entonces yo me sentiría imbécil por haber aplicado tanto esfuerzo por un par de bestias inermes.
El pito los detuvo, el cpf era enano y regordete, salió en mi defensa y me dijo que siguiera mi camino, yo no tenía nada que darle más que las gracias, ¡si hom! me dijo. Una bandada de pájaros desnudaba un roble mientras un ejército de comejenes absorbía sus entrañas. Sentí mi nariz helada, me ardía, sentí sabor a sangre en la boca. No me preocupó mucho, volví a pensar en mi tío que murió de muchas formas, como maquinando un acto premeditado para que se fabulen distintas versiones, eso es aberrado, pensar así en la muerte de manera tan maquillada no hace más que comprobar que sos una persona falsa y que coronás tu último acto como la obra maestra de las falsedades. Muchos preferimos una muerte franca.

La sangre ya no sale copiosamente, hay luna en el cielo pero está escondida, es triste, está cuarteada y recostada a un edificio gris de tres pisos. En la esquina hay un bar atestado de peces y sirenas fofas y viejos borrachos lanzándoles monedas a las mesas para que ellas se pelen las tetas por un par de segundos. De un carro deportivo salen unas chavalas de tacón alto, son largas como fideos y sus caras muy lindas, hablan del rímel y de la nueva miss Nicaragua. Decido sentarme en la acera para tratar de digerir lo que ha pasado en media hora. Talvez, después de todo, mi tío no habrá muerto, talvez mi abuela esté muriendo en este momento y mi ex novia esté rezando por mi alma perdida o vaticinándome los peores destinos. “Y ahora verás lo que es tener las alas rotas.” Convenientemente, al sentirme a la deriva diviso a una hormiga que carga una migaja diez veces más grande y más pesada.

Cierro los ojos, estoy muerto, mi cuerpo desnudo está en la avenida, los mendigos y buscapases lo torturan, le prenden fuego, lo patean y le tiran pedos en la cara. No los culpo, ellos también quieren ser libres pero no lo logran porque se aferran a su miseria.

Me queda una última tila en el calcetín y una boleta que siempre guardo en la tapa del celular, camino al parque oscuro y me siento en una banca manchada por completo por las cagadas de zanates. El celular suena, sólo logro escuchar gritos ininteligibles luchando contra un estruendo de música electrónica.  Me concentro en el churro, contemplo como el papel se va quemando despacio con cada jalada. Mañana a esta misma hora voy a hacer lo mismo, lo digo con la certeza de un adicto. El ardor en la nariz cesa y tengo ganas de reclinar mi cabeza en algún lado pero a media cuadra me esperan.

El lugar está sellado por una manta negra, cobran 100 y eso es un gran inconveniente hasta que me decido a probar las debilidades de la seguridad cruzando la malla por el lado derecho. Caigo en una mesa, boto unas botellas, una mujer me escupe barbaridades  y me jala de la camisa, yo retiro su mano y me pierdo entre la gente. Estoy dentro. Este es otro sistema. La sociedad de chavalos drogos en plan de seudo-rebeldía contra algo que no comprenden. La música está bien, el local es amplio, las luces son si bien no una experiencia alucinante al menos decentes. En las jardineras prescindieron de las matas y colocaron una capa de piedra pómez, lo cual me parece una excelente representación del panorama de una sociedad hueca. Ahí están las chavalas largas como fideos, las feas que conspiran contra la belleza de las de la otra mesa que beben ansiosamente de sus latas de Red Bull mientras le hacen cosquillas disimuladas a un viejo que las patrocina. Hay un tipo que juega con una barra con fuego en los extremos, hacen una rueda para contemplarle mientras, estimulados por la droga, recrean cualquier imagen. Adentro un chele con acento de inglés australiano o neozelandés me ofrece éxtasis a veinte dólares: “You, take it or leave it fella, your ass won´t regret this trip, I can sure you”. Ahora tengo sed, ya el buen efecto de la marihuana ha pasado y siento un temblor extraño en mis fosas nasales. Mi cuerpo le dice a los mendigos y buscapases que todos buscamos la felicidad de las formas más inauditas, que quisiera estar con ellos para sentir sus padecimientos como propios, a lo que uno me responde “tu madre chavalo, viva Daniel Ortega.”

Volviendo al sitio, es inevitable ponerme a analizar el comportamiento colectivo, sentir cierto pánico por el futuro del país, aunque no estemos mucho más allá de los malos pronósticos. Esta sociedad vive en constante sobredosis. Sobredosis del vacío, de la miseria, de la política sucia, de corrupción, del fraude, del desempleo, de putas feas, de ladrones desnutridos que no corren lo suficientemente rápido para alcanzar a su presa, de muertos inventados, de malas noticias, del ardid de los mediocres. Sobredosis de la sobredosis. “Y ahora verás lo que es tener las alas rotas/ y ahora verás lo que es sufrir por la derrota/ lo que me hizo tu maldad no tiene nombre/ pero ha llegado sin piedad el contragolpe.”

Siento que disparan, que las luces laser emiten sonidos de ecos de bombas, que Managua tiembla por enésima vez y de una vez por todas para enterrarse a sí misma y luego devorarse las cenizas. Caigo, no de un solo sino lentamente, me voy consumiendo despacio como el churro del parque, llueven chispas y pedazos de dientes, aquí estoy amor, en el fin de todas las cosas, ya viví mucho, ya maté todo lo matable. Mi tío es un cobarde y está vivo, esa es su desgracia, ve a mi abuela y después olvidate de mi nombre. “…pero ya es tarde para cargos de conciencia, y en el pecado llevarás la penitencia”.
  


[1] Buscapaces: callejeros dualistas (ladrones y honrados a la vez) que hacen cualquier trabajo que se les delegue; se les reconoce por expeler un hedor particularmente tóxico. 

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