lunes, 5 de abril de 2010

HACIA CAMINOS ALTERNOS (PARTE I)

Conozco muy poco del Norte del país como para hablar con propiedad, pero soy muy atrevido y oportunista en ciertas ocasiones. Fuimos en grupo, con buen equipaje como para acampar durante una semana o más, en mi mente había expectación, espíritu de aventura e impaciencia por ya querer llegar, combatía conmigo mismo para borrarme de la mente el recurrente dibujo imaginario que uno se hace cuando no conoce algo. Bruno me dio la mágica idea de alivianar la carga urbana y ruidosa y de repente, en aquella carretera plana, rodeada de arbustos secos y pastizales, encontré la diferencia entre el hombre atribulado por sí mismo y el atribulado por sí mismo y su entorno. Kilómetros adelante el relieve fue cambiando, de monstruos enanos y pelados, chamuscados por un sol inclemente que les receta fuego por doce horas a cerros escarpados cuyas cimas albergan troncos robustos, alternando con los arrozales y sus infaltables gaviotas y uno que otro árbol extraviado en la anciana primavera. El clima se refresca con la vista y el aire que choca ya no es un vaho asfixiante sino que se va acomodando poco a poco con la altura. Más montañas, mas indios gigantes dormitando boca abajo, con su espina dorsal abrupta y florida; ay del humano que emplea la quema para un beneficio, del que abarrota los predios baldíos con inmensos trastos de chatarra oxidada y deja a un poblado sediento para irrigar su ego. La calle se vuelve un gusano gris de curvas cerradas, los letreros prevén colisiones, los oficiales ejercen su acostumbrada labor dualista. Imaginé el sufrimiento del peatón en la carretera, sacudido por las ráfagas de viento frío y seco que raja tejidos, marginado de cualquier derecho que se le brinda solo a quien transita sobre ruedas; aún así la gente camina largo trecho para hacerse de una vida más factible estando cerca de la carretera.


Luego todo fue subida, empecé a olvidar a la gente, quizá por ese olor que despide el pino joven o el silbido del viento pasándole por en medio en un serpenteo invisible, o el clima cada vez más frío. Era lo que quería, sentirme cada vez más lejos de lo que me es cercano, no tener idea de donde estaba y sentirme feliz por eso. El camino se hizo polvoso, tapizado con piedras blancas y amarillentas, me di cuenta que todo aquello se trataba de cuestas y abismos como la vida de uno, un subeybaja permanente. La vegetación es distinta allá, responde al código de altura y soledad en el que se encuentra; los cementerios pareciera que fuesen colgantes, muestras aéreas de tela blanca desgajándose de las ramas como frutos seniles; empezamos a conjeturar: una gran telaraña, no, es un gajo de seda construido por una oruga, no, un panal barbudo a la intemperie. De todas nadie logró inclinarse al fin por ninguna lo que lo hizo aun más fascinante.

Llegamos al primer mirador, el cucurucho de un peñascón que caía hacia un abismo romboide donde más allá se divisan el lago y las protuberancias volcánicas más altas, cuestión para llorar de alegría pero con qué objeto sabiéndose uno tan ínfimo como la lágrima salada. Me senté con cuidado de no escalofriarme por la altura, saqué de mi bolsa una caja y de la caja mi armónica que desde ahora me acompaña como mediadora entre el aire y mi boca, cerré los ojos y soplé, sintiendo como todo yo fluía entre los diez orificios de aquella cajita de resonancia. Sí, me había vuelto parte de la naturaleza de nuevo, en un glorioso renacer entre aquellos pájaros que bailaban la tímida polka que salía desde lo profundo de mi diafragma. Para mientras la tarde, las nubes altas y recargadas de energía blanca y negra, combinadas con las copas rojas, doradas, cobrizas, lilas, con miles de verdes en aquellos árboles mozos o centenarios. Ahí fuimos cantándole a la flor del pino, mientras el astro más triste que otra cosa sucumbía como un dios gacho hacia su acostumbrado crepúsculo, preguntándose hasta cuándo será esto. Menos mal que ya no hay mas conquistadores que ven pura plata en aquel lago lejano.


[+] Imagen: Roberto Guillén

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