lunes, 26 de abril de 2010

TRAGICOMEDIA

*Este es un episodio autenticamente inconcluso en la memoria de alguien tras el espejo*
Era una de esas reuniones de familia donde los niños son la principal diversión.

- ¿Qué querés ser cuando seas grande Goyito?

- Quisiera ser un gran bacalao tía.- Todo el círculo se queda consternado.

- Pero ¿porqué un bacalao Goyito? Si podés ser astronauta, bombero, médico o abogado como tu tío Marvin.- El tío Marvin, al aludírsele, mueve su cuerpo bovino hacia adelante y lo mira inquisitiva y fijamente al tiempo que asiente con la cabeza. Aquello del bacalao era una metáfora, aunque Gregorio no supiera que es una metáfora y los presentes que sabían vivían demasiado cerrados, angustiados y ensimismados para comprenderlo. - No sé tía, mi papá decía que hay cosas que se quieren sin saber porqué.- Con esto último Gregorio sentaba su posición de una vez por todas y el tío Marvin (aquel inmenso buey parlante) lo miró aun más fijamente frunciendo el ceño.

Don Gregorio Romero fue uno de los mejores, sino el mejor psiquiatra del país por muchos años hasta que perdió la cabeza un día de tantos. El solía decir que las cosas ansiadas no tienen por qué tener explicación conocida, que están más allá de cualquier propósito consciente, que son materializaciones energéticas del universo hacia la existencia humana. A su primogénito Gregorio (a quien le había escogido Segismundo como su segundo nombre por Freud) le explicaba sus pensamientos tal y como los exponía en la universidad, es más, ensayaba con él y lo llevaba a las ponencias para que presenciara el fruto de su esfuerzo conjunto. En su último año de vida el viejo se había convertido en un misántropo, se hizo construir una ranura en la pared a manera de ventanilla de banco para retirar sus alimentos, dar a lavar su ropa y para todo aquello que resultare estrictamente necesario para vivir cómodamente en su estudio. No decía nada, no daba ninguna explicación, simplemente pensaba que ya no tenía nada que hacer con la raza humana. Doña Sandra jamás comprendió a su esposo, pero aun así era incapaz de cuestionarle su postura.

Don Gregorio Romero había luchado un millón de veces contra una gotera que se filtraba en el techo de su estudio-dormitorio, había probado con parches de zinc, tape eléctrico y demás. Un día llovió por seis horas seguidas, en el piso empezó a caer una gota cada diez segundos, luego fueron ocho y luego cinco hasta que se creó un chorro ininterrumpido que bajaba como cascada colándose por un hoyuelo, socavando el piso cada vez más. Don Gregorio Romero estaba de cuclillas en su cama, aterrorizado. Media hora después murió de aneurisma, acribillado por el mortal sonido de un ejército de gotas cayendo aplastadas en el piso. Plaf plaf plaf. Lo último que se oyó de él fue una secuencia de gritos apagados: - ¡Metamorfosis Segismundo, metamorfosis!

Nadie jamás volvió a llamarlo así, se acostumbró al Gregorio y al Goyo (aunque este último le resultara un sobrenombre totalmente estúpido, ridículo y burlesco).

Sintió aquel rebautizo como una maldición, como un presagio de la simpleza que le iría a deparar en la vida, alimentado aun más por el maleable y frágil carácter de su madre que escuchó los viles consejos de la familia, Que tené sumo cuidado con el muchachito, que la locura es genética y se puede degenerar, siguiendo los pasos de su padre o aún peor. Y se persignaban, subiendo la mirada hacia el cielo ¡pero con su barbilla sucia! y al pobre de Gregorio lo ponían a rezar tres avemarías y unos diez salves, más la dosis cotidiana del himno nacional y de padrenuestros en la escuela, muy a las siete de la mañana. A sus cortos ocho años estaba totalmente sometido a solemnidades y plegarias totalmente sin sentido para él. Pensaba para sí, si me preguntaran algún día qué es lo que me gusta hacer, bueno, diría con cierto orgullo, no ir a la escuela, disfrutar los días soleados que se vuelven lluviosos, tragar bolsas de glu-glu de un solo tiro, quedarme hasta noche viendo tele, juntar frutitas tostadas de laurel de india y pisarlas todas a la vez, oler el olor de la grama mojada. Nadie le preguntó, por eso imaginaba respuestas a las preguntas que se hacía a sí mismo.

Desde hacía un año Gregorio ya había empezado a sentir el abismo entre su papá y cualquier ser viviente, incluyéndole, pero a pesar de eso estaba la presencia, la conciencia de que tenía un papá maravilloso que le leía los libros que lee la gente grande (de esos que están forrados en un solo color, tienen pastas gruesas y huelen a cajones de cartón y moho), que lo llevaba a sus conferencias y lo presentaba al claustro de doctores como su colaborador necesario y autor intelectual de todo planteamiento que se evacuara en los salones. Acto seguido Gregorio, un tanto tieso por el rubor del halago, recibía las manos pesadas de aquellos pulcros señores sobre su cabeza, siempre acompañadas de consejos y paletas multicolores que sacaban de las bolsas de sus gabachas que a Gregorio le parecían alas de ángel. Sin contar que con papá podía dormir hasta tarde y con la puerta abierta para facilitarle la salida a los fantasmas que entraban por la ventana, y sobre todo preguntar de cualquier cosa que se le ocurriera sin temor a ser reprendido ni castigado ni silenciado. A la muerte de su papá sintió como si el mundo entero, aquella bola pesada, grasienta y fétida pesó sobre su cabeza, un abominable castigo impuesto primero a Atlas y ahora él era a quien le tocaba el relevo.

Días grises siguieron a la muerte, llovía mañana, tarde y noche y dentro de Gregorio habían huracanes, frentes fríos, borrascas, centellas y bolas de fuego. Nada lo animaba, doña Sandra lo intentó a su modo llevándolo a la calle, comprándole sus dulces favoritos y dejándolo dormir con el tele encendido hasta tarde. Nada de eso funcionó y ella, al ver sus intentos frustrados lo azotaba con un grueso fajón. Gregorio lloraba en silencio, sin queja, únicamente cerraba los ojos y ya no sentía el dolor, su mente no estaba más ahí. Doña Sandra descargaba toda su furia, su rencor y dolor en su piel para luego caer a sus pies, suplicarle perdón y emborracharse oyendo long-plays en la sala. Gregorio sentía que a cada día caía un pedazo de él en cualquier parte, un órgano, un sueño, un deseo, un litro de sangre. Sentía su cuerpo como esos árboles que ya vetustos se resignan a no poder crecer más y morir de a poco, botando hoja por hoja, rama por rama, tallo por tallo hasta que se pulverice.

[+] Imagen: Kate McDowell

miércoles, 14 de abril de 2010

ATROPELLO DE LAS PERCEPCIONES

Me llevaron a rastras, una mujer me frotaba un paño húmedo a la frente y se tapaba la boca como para no dejar escapar el llanto o una maledicencia. Yo no reconocía nada más que un calor inusual en el cráneo y el sabor de la tierra en mi boca; la veía borrosa pero logré distinguir su camisa negra y asedada, rota de la manga como si hubiese danzado con un lobo, un jeans manchado de sangre y unos tenis blancos de trapo. Creo que al haber distinguido su ropa me sentí mejor, más sugestionado en mi bienestar que otra cosa, claro porque no sabía nada.


Había salido más temprano del trabajo, empleando la usual excusa de compensar esas horas con horas extras no remuneradas que jamás llegué a realizar, confiado en que no había supervisión a esas horas. Pasé por el parque, me senté un momento para atarme los cordones, el sonido en ssss-ssss-sss del surtidor de la manguera irrigando las matitas, los zanates remojándose gustosos en el charco. Recordé la recurrente duda de Inti sobre si los zanates de tono café y más pequeños serán las zanatas de los grandes zanates negro azabache, sobre cuál será la especie proveniente de México y cual la especie endémica, y luego el muchacho cayendo en la inquietud de porqué se nombró como ave nacional a una especie tan raramente vista por escurridiza estando los zanates, aves tan comunes y características de la idiosincrasia nicaragüense ¡la idea tuvo que ser algún desubicado esnobista educado en Estados Unidos!

Contadas veces he sentido olores que me trastornan, y la mayoría me marcaron desde la infancia. Por ejemplo está este del cual no he logrado identificar su proveniencia precisa, no sé otra cosa más que es de una flor que explota por las noches, y digo esto porque solo así es como lo he percibido, agregaría que en temporada lluviosa, mayo más que todo que es la pequeña primavera tropical para muchos de los árboles del istmo. Pues bien, mis primeras experiencias con ese olor magistral fueron cuando era muy pequeño, de brazos de alguien y cubierto de una manta para protegerme del sereno…el aroma se condensaba en una nube lila, (imagino a la flor de ese color) moviéndose lentamente por su densidad, encantada de sí misma, como si estuviese gozosa de ser lo que era y transmitir el mensaje a la humanidad. Perduraba durante días, lo andaba sintiendo en todos lados, recordarlo me hacía reír, cosa que desde niño practiqué muy poco porque siempre fui enfermizo, hasta que me diagnosticaron el tumor y fui sometido a la quimioterapia y a los olores más fuertes que probablemente nunca vaya a oler el resto de mi vida y que espero así sea. Había uno muy común por cierto, nada más desagradable que un mix de ambientador de piso combinado con el olor a la medicina, al perfume dopante de las enfermeras, los alimentos y los vómitos de los niños en la sala de espera…si no me creen les invito a que preparen uno con ingredientes caseros. He pensado en patentarlo como un supertufo provoca-nauseas y aniquilador de apetitos. Lejos de esas primeras experiencias olfáticas antagónicas seguía en el parque, las parejas empezaban a llegar a medida que iba bajando el sol, ya el viento corría menos presionado hacia el suelo y lograba fluir entre las ramas de las palmeras y las paredes faciales.

Esta ciudad está tan dada a la contemplación que uno se puede quedar absorto en los más mínimos detalles, menos mal que la vida no es tan acelerada y aun no sufrimos de ese “mal de urbe” en el que nada vale la pena como para detenerse un momento, donde el verbo contemplar está fuera de contexto, es cosa de débiles y de holgazanes que pierden su tiempo contando carros rojos o viendo pajaritos y palmas curvas mecerse. Voy en línea recta hacia la principal, en una marginal que casi desconoce a los peatones; llego a la bahía de los buses. Hay algo raro en todo esto, algo de más que me empuja, algo similar a un color tras los colores, como si hubiese un telón monocromo tras lo que uno logra ver normalmente, una sensación de un olor indescifrable, como si aquel Jean Baptiste Grenouille de la novela de Suskind hubiese destapado esa esencia formada de todas las esencias, y me sigue empujando, como si Dios me tomase de la mano izquierda y Luzbel de la derecha, ambos a la vez, como un niño que va a la escuela por primera vez, como música que dirige a un ave melómana hasta su origen, como…un taxi blanco placas M 0979 233 marca Hiundai que me expulsó a dos metros, por cuestiones de suerte el semáforo estaba cerca y el sujeto no le había metido la pata –que te salvaste por nadita chavalo. Decidí dejar de confiar en cosas difíciles de descifrar, siendo generalmente para nosotros, amantes de la incertidumbre, uno de los mayores deleites. Ella llegó, mi consciencia estaba a medias, juró no volver a dejarme solo.

sábado, 10 de abril de 2010

I MET THE WALRUS (BUCEANDO EN LA MENTE DE LENNON)



En 1969, Jerry Levitan, un chavalo de 14 años se coló en la habitación de un hotel en Toronto para entrevistar a John Lennon. Casi 3 décadas después, el otrora adolescente en colaboración con Josh Rashkin (encargado de la dirección), James Braithwaite y Alex Kurina (ambos ilustradores) elaboraron esta genial interpretación animada. ***

COCTEL

El señor C. había probado mucho de todo en esa tarde, un compuesto alucinógeno que lo tenía al borde del colapso. No había comido desde hacía tres días, igual no lo requería porque había dejado atrás al estómago en el proceso. Chispas, humo y estrellas fugaces que explotan en el horizonte difuso, agujas, rayas y fármacos, tiembla el cuerpo por la presión, y el señor C. jamás se había sentido tan bien, tan vivo y liviano. A su lado H. la doncella de piedra, desnuda, fría y salvaje, cubierta de moho y anestesiada por el coctel alucinógeno que el señor C. le daba sin parar, quería mover los ojos, agitarse y que le saliera sudor por los poros, sentirse liviana y levitar como una hoja o una bolsa polvosa y olvidada, llorar y orinarse de risa, defecar en el pasto y llenarse los pies. La señorita F. meditaba, filosofaba en el balcón con los brazos abiertos y una inmensa sonrisa impresa en sus labios de musa, había llegado de muy lejos y se prometió no volver al lugar de donde venía, ahí donde todo era alerta y sirenas, reflejos grotescos de día y de noche, y el clima, el clima de mierda que lleva a la gente al suicidio. El señor M. yacía convulso en el piso, todo da vueltas y vueltas, no para ¡para, puta, para! de su boca salía espuma negra y de sus dedos humo amarillo, era su dios ácido que lo tenía poseído y le iba consumiendo la vida...en balde era médico el señor M., en balde le salieron seis años de estudio porque no podía salvarse a sí mismo. Alguien estaba a su lado, la niña S. con su pelo rosado en la cara, inhalando, fumando, rayando, cortando y carcajeándose, retorciéndose de la risa. Había abierto los ojos en ese mundo desconocido antes para ella, alguien la trajo y la puso ahí al lado del señor M. para que inhalara, fumara, rayara, cortara y se retorciera de risa. Llevaba números escritos en la piel, un vestido verde y zapatitos de charol. Allá en el cielo no es muy distinto, cada luz es un universo estelar, gaseoso y alucinógeno. H., la piedra tiesa recobró la vida, dejó sus temores y esquemas, salió a levitar como una hoja, como una bolsa polvosa y olvidada, y se fue a habitar en un pedazo del cielo.
[+] Imagen: Zhou Fan

lunes, 5 de abril de 2010

HACIA CAMINOS ALTERNOS (PARTE I)

Conozco muy poco del Norte del país como para hablar con propiedad, pero soy muy atrevido y oportunista en ciertas ocasiones. Fuimos en grupo, con buen equipaje como para acampar durante una semana o más, en mi mente había expectación, espíritu de aventura e impaciencia por ya querer llegar, combatía conmigo mismo para borrarme de la mente el recurrente dibujo imaginario que uno se hace cuando no conoce algo. Bruno me dio la mágica idea de alivianar la carga urbana y ruidosa y de repente, en aquella carretera plana, rodeada de arbustos secos y pastizales, encontré la diferencia entre el hombre atribulado por sí mismo y el atribulado por sí mismo y su entorno. Kilómetros adelante el relieve fue cambiando, de monstruos enanos y pelados, chamuscados por un sol inclemente que les receta fuego por doce horas a cerros escarpados cuyas cimas albergan troncos robustos, alternando con los arrozales y sus infaltables gaviotas y uno que otro árbol extraviado en la anciana primavera. El clima se refresca con la vista y el aire que choca ya no es un vaho asfixiante sino que se va acomodando poco a poco con la altura. Más montañas, mas indios gigantes dormitando boca abajo, con su espina dorsal abrupta y florida; ay del humano que emplea la quema para un beneficio, del que abarrota los predios baldíos con inmensos trastos de chatarra oxidada y deja a un poblado sediento para irrigar su ego. La calle se vuelve un gusano gris de curvas cerradas, los letreros prevén colisiones, los oficiales ejercen su acostumbrada labor dualista. Imaginé el sufrimiento del peatón en la carretera, sacudido por las ráfagas de viento frío y seco que raja tejidos, marginado de cualquier derecho que se le brinda solo a quien transita sobre ruedas; aún así la gente camina largo trecho para hacerse de una vida más factible estando cerca de la carretera.


Luego todo fue subida, empecé a olvidar a la gente, quizá por ese olor que despide el pino joven o el silbido del viento pasándole por en medio en un serpenteo invisible, o el clima cada vez más frío. Era lo que quería, sentirme cada vez más lejos de lo que me es cercano, no tener idea de donde estaba y sentirme feliz por eso. El camino se hizo polvoso, tapizado con piedras blancas y amarillentas, me di cuenta que todo aquello se trataba de cuestas y abismos como la vida de uno, un subeybaja permanente. La vegetación es distinta allá, responde al código de altura y soledad en el que se encuentra; los cementerios pareciera que fuesen colgantes, muestras aéreas de tela blanca desgajándose de las ramas como frutos seniles; empezamos a conjeturar: una gran telaraña, no, es un gajo de seda construido por una oruga, no, un panal barbudo a la intemperie. De todas nadie logró inclinarse al fin por ninguna lo que lo hizo aun más fascinante.

Llegamos al primer mirador, el cucurucho de un peñascón que caía hacia un abismo romboide donde más allá se divisan el lago y las protuberancias volcánicas más altas, cuestión para llorar de alegría pero con qué objeto sabiéndose uno tan ínfimo como la lágrima salada. Me senté con cuidado de no escalofriarme por la altura, saqué de mi bolsa una caja y de la caja mi armónica que desde ahora me acompaña como mediadora entre el aire y mi boca, cerré los ojos y soplé, sintiendo como todo yo fluía entre los diez orificios de aquella cajita de resonancia. Sí, me había vuelto parte de la naturaleza de nuevo, en un glorioso renacer entre aquellos pájaros que bailaban la tímida polka que salía desde lo profundo de mi diafragma. Para mientras la tarde, las nubes altas y recargadas de energía blanca y negra, combinadas con las copas rojas, doradas, cobrizas, lilas, con miles de verdes en aquellos árboles mozos o centenarios. Ahí fuimos cantándole a la flor del pino, mientras el astro más triste que otra cosa sucumbía como un dios gacho hacia su acostumbrado crepúsculo, preguntándose hasta cuándo será esto. Menos mal que ya no hay mas conquistadores que ven pura plata en aquel lago lejano.


[+] Imagen: Roberto Guillén