viernes, 6 de noviembre de 2009

LA MUERTE ES UN JUEGO DE NIÑOS

No era una carta de una niña malcriada sino una advertencia, una invitación formal al duelo, con mensajero y todo. El papel tenía manchas rojas que, a juzgar por sus arranques obsesivos podía ser tanto de salsa de tomate como de sangre. Me había citado a las tres de la tarde en la rotonda, avisó a todos los vecinos para que presenciaran la batalla cuerpo a cuerpo, no tenía escapatoria. No pude ni quitarme el uniforme del colegio, no almorcé, las piernas me temblaban del nervio.

Pero no todo el tiempo fue así, entre persecuciones y amenazas, antes de eso fui feliz. Mi mamá me permitía salir del cautiverio de tres a seis de la tarde, y me daba gusto retozando con la pandilla, jugando al escondite, comiendo de casa en casa, manipulando los juguetes de última tecnología de alguno de los niños más pudientes de la cuadra, de esos privilegiados que dormían con edredón, aire acondicionado y pijama de cuello elástico.

Eran los inicios de los ´90, época de transición, cuando con un peso uno hacía maravillas (la cotidiana merienda del glu-glu más polvorón en la venta de la cuadra), en esos tiempos la mitad del año pasábamos la noche a oscuras y las plantas eléctricas eran demasiado caras (aun para los más pudientes), por lo que a nosotros se nos facilitaba la escapatoria. Nos reuníamos en las gradas de una oficina que quedaba en la rotonda, donde el guarda, con su voz ronca y sus dientes enchapados, nos contaba historias fantasmagóricas de carretas naguas, hombres sin cabeza y demonios con cuerpo de bisonte. Al volver la luz salíamos despavoridos cada quien a su casa, cuando se percataban de nuestra ausencia venían las guiñadas de oreja, los fajazos y el andá acóstate ya, que era lo peor de todo por el temor a encontrarse con una sombra o un diablo maléfico en el cuarto.

La casa 321 estaba deshabitada desde hacía tres meses, los últimos inquilinos eran unos ecuatorianos antipáticos. Esa tarde salimos como de costumbre, cargando juguetes, semillas y bodoques de tierra en las bolsas de los shorts. Al ver movimiento en la casa nos quedamos espiando tras el carro leproso de Chale (que poco faltaba para que el asfalto se tragase a aquella inservible máquina), eran dos señores, un niño y algo que se parecía un muchacho por la forma del cuerpo pero no pudimos dilucidar porque llevaba falda y una muñeca de trapo en la mano. Necesitábamos socializar, quizá ellos traían juguetes innovadores o la mamá preparaba ricas tortas por las tardes, si, sería realmente provechoso porque en ese caso uno se queda hasta que lo inviten a comer o a salir, y quien quita que no tengan membrecía en algún club y luego se lo llevan a uno a jugar tenis, comer y bañarse en la piscina de gratis. Después de la misión de reconocimiento se decidió nombrar a alguien para que se presentase en nombre de todos, inmediatamente me lancé, no podía perder la oportunidad ante tantos potenciales privilegios. El niño parecía de unos seis o siete años, llevaba una camisa a cuadros dentro de un pantalón que subía hasta la altura del ombligo (típica vestimenta de niño pegado a la falda de su madre), -¿Querés jugar el escondite con nosotros?- se quedó viéndome un rato y replicó que debía ayudar a sus padres en la mudanza.

Al día siguiente me llegó a buscar a la una, le expliqué que no podía salir hasta las tres. Ya a esa hora los encontré a todos agrupados jugando pelota, rápido se me vino a la mente lo ave de rapiña que éramos, que alguno de la pandilla seguramente ya me había aguado la fiesta con los nuevos. Pero no, en realidad ellos dos estaban solos, los demás solo reían y se veían con ojos de mono que acaba de hacer travesura, al instante entendí porqué. Aquello que parecía un muchacho llegó hacia mí, era inmenso como un gigante de película, tenía bigotes y pelos en los brazos, la cabellera negra y tan enmarañada que apenas dejaba ver una que otra traba, llevaba un vestido rosado con paletones y zapatos tenis, me plantó un beso en la mejía con tanta fuerza que por poco me derriba, de inmediato un coro de carcajadas resonando en mi oído y el asco de mi piel que se erizó al momento, - Ella es mi hermana Adela- me dice el niño de pantalón hasta el ombligo, quien se presentó como Paco.

Esa tarde jugué a desgana, Adela (a quien pensé producto de un mal sueño luego de escuchar al guarda contar sus historias) no paraba de verme, solo a mí me pasaba el balón. Todos se hacían señas y las risas a mis espaldas que me caían como bloque de hielo. Esa tarde entré a mi casa más temprano. Al día siguiente llegaron a buscarme Adela y Paco, me hice el enfermo, por primera vez le encontré sabor amargo a los juegos callejeros. Recibí una llamada, después otra y otra, eran los de la pandilla cantándome El monstruo te dio un beso con su lengua de trapo y te convirtió en sapo y se van a casar. Estaba desolado, me convertí en el hazmerreír de mis amigos por culpa de un monstruo, solo me quedaba la esperanza de que como todo mal inquilino se fuesen pronto.

Pasó una semana, pensé y pensé hasta que decidí salir de nuevo como si nada hubiese pasado, aguanté las burlas e incluso me reí de ellas, jugamos a la guerra con semillas y triquitracas y todo pareció moverse en su cauce hasta que salieron los ya repudiados hermanos. Ella (más bien Eso o Aquello porque aún no se sabía a ciencia cierta que era), su mirada fija hacia mí, su semblante enfermo y atemorizador, me dio un papel con una bolsa de caramelos, le agradecí y hui a mi casa, aquella presión era incontenible. Se quedó viéndome con rencor.

Pasó otra semana sin que pusiera un pie en la calle, me acechaba, me esperaba en el porche de la casa y la empleada que decía que no la podía echar porque Ay si es una criatura, por fea que sea, andá no seas malo hablá con ella. Mi mamá, preocupada me llevó donde un psicólogo, -Que no está bien doctor, si a este niño le encanta la calle, yo le digo que es un aplanacalles incurable y ahora no sale del todo.
Paco me estaba esperando al mediodía, viéndome con desprecio me entregó la carta y salió corriendo. Una feísima letra de molde salpicada de manchas rojas, la sentencia escrita, tres de la tarde, todos van a estar ahí, vamos a arreglar esto de una vez por todas. Llegué, ya estaban todos sentados sobre las cajuelas de los carros, ella (eso o aquello) de pie, al verme exhaló como un rumiante, como un toro que se prepara a embestir al torero desarmado, - Mariquita, mariqueta, maricón, mariconazo- de su boca salía la baba que caía al asfalto y gritando se me vino encima y me agarró a golpes, uno tras otro mientras todos coreaban alrededor, y Paco riendo, chupando paleta y gritando – ¡Es tu fin maricón! El adefesio paró, puso sus garras en señal de alto y todo mundo en silencio, me plantó un inmenso y asqueroso beso, esta vez en la boca. Se oyó el ¡uyy, auch, guacala, boahh! Me desmayé, estuve en coma durante dos días, luego una terrible fiebre acompañada de vómitos consecutivos. Al recuperarme supe que ella (Adela, eso o aquello), había muerto de tristeza, inducida por su hermano menor, aparentemente inocente, quien le repetía lo horrible y monstruosa que era.

1 comentario:

Anónimo dijo...

clase loquera brother