jueves, 23 de julio de 2009

CALLE SOLEDAD




La noche permanece silenciosa en la calle soledad, el reflejo rojo de la luna se proyecta en los maniquíes -muestras de lo que una vez fueron personas y se quedaron estáticas en el tiempo-, las paredes grises son cadáveres de rocas ígneas que no encontraron asilo para sus almas. El asfalto suelta el llanto de cuando en cuando, se vuelve un río de lamento líquido que está varado, no corre hacia ningún lado, el viento hace eco de los pasos que alguna vez resonaron sobre la calle.

Ana nació y creció en esta calle, oyendo a los güises que cantaban por las mañanas postrados sobre los almendros. Sus papás se mudaron en vísperas de su nacimiento buscando algo más apacible dentro de la ciudad. Tuvo dos hermanos, Javier y Sergio, quienes murieron juntos cuatro años después. De niña Ana tenía el pelo castaño y los ojos color miel, le gustaba comer pasteles de vainilla con sirope, jugar rayuela por las tardes, disfrutaba el olor a gasolina y a cosmético, correr bicicleta hasta el cementerio y contar cuentos para las tumbas de sus hermanos. Ana adoraba los días grises y las noches sin luna.

Ella tuvo un oscuro presentimiento ese día, sucedió algo y lo supo porque al buscar su tijera de baño ésta no estaba por ninguna parte, pasó toda la mañana con una sensación de nausea en el estómago. Ana lo intuía todo, al volver a casa a mediodía había un olor a algo húmedo y rancio, caminó de la entrada a la cocina con pasos aterrados y débiles y en un espacio entre una mesa y otra encontró el terrible espectáculo de su madre envuelta en un manto de sangre, enterrada en su muñeca derecha estaba la tijera de baño de Ana. Su papá la abandonó, empacó maletas y huyó de aquella casa que desde las dos primeras muertes se presumió maldita. Ana no volvió a ir a la escuela, Ana olvidó al mundo y enmudeció. Se sucedieron una serie de eventos paranormales y poco a poco los vecinos se fueron huyendo del aura sombría que emitía la casa. Ana empezó a poblar por temporadas cada una de las casas abandonadas, llevando consigo la maldición a cada espacio. Sus ojos y su pelo se fueron tornando opacos, su piel se arrugó y perdió la noción del tiempo porque éste se había detenido en aquella calle muerta. La vegetación dejó de crecer, el sol dejó de entrar, la vida dejó de ser vida en aquella calle.

Ana despierta desconcertada, cubierta su piel de sudor helado, se lleva la mano al pecho y respira muy suavemente, mira el brillo de los zapatos de charol que lleva puestos, piensa en el tenebroso sueño que acaba de tener. Llora un poco del susto pero se siente aliviada de volver a su realidad. Abajo en el comedor la espera su familia para cenar bajo el confort de un hogar cálido y feliz. Duerme de nuevo y en el fondo, más allá de su conciencia, de su recuerdo y su delirio Ana sabe que es la diosa y vigía de la calle soledad.

[+]Arte visual, James Jean

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