miércoles, 30 de diciembre de 2020

Vomitar la muerte

 

Estuve ahí, entre mazmorras, grietas y tufo a peste. Invocando a la muerte y que, al fin, cuando la tuve tan a mi alcance, no la quise.  

O más bien, no acabé de morir, sino que fui devuelto. El mar tampoco acabó de engullirme. Sólo se posó sobre mí con sus yemas, bosquejando posibles salidas para la frágil humanidad.  

Se dio una sucesión de elementos. Poblé mi mente de incertidumbre, luego de desesperación, de ahogo, de aceptación, y ya en el umbral, de un extraño confort, casi que de paz.

Desistí de moverme y observé lo que pensaba eran mis últimas fotografías: una pareja de extranjeros viendo atónitos en dirección mía, mi amiga gritando por ayuda, un perro entrando y saliendo del agua, la hilera de rocas cubiertas de lama, troncos sobresaliendo de la playa que brillaba apenas por el crepúsculo. Los sonidos se formulaban huecos, como ecos lejanos o como un lento compás saliendo de una grabadora vieja. Todo eso formó una película que revisito, más que con terror, con cierto cariño.  

Nuestros cuerpos se convierten en cruces que brotan del suelo. En mi caso no hubo suelo, sino una fosa oceánica, abierta, fría y oscura, invitándome a redescubrir el amor desde la soledad. Desde la distancia corpórea entre mi ser y otros seres que se me hacían cada vez más lejanos, cada vez más extraños.  

La única verdad hecha agua.

Realicé que mis brazos eran remos rotos, que mi masa corporal es absurdamente menor a la del océano y que entonces podía flotar. Eso reactivó algunos mecanismos. El torso de la chica a la que intentábamos salvar también flotó y entonces alcancé a decirle algunas palabras, no recuerdo cuáles, supongo que alguna clase de aliento o de esperanza que fue motor para que ambos empezáramos a mover los pies mientras flotábamos de espaldas.  

A ese punto, me tragó una ola voraz. Entré en un remolino violento lleno de espectros verdosos jalándome y estrujándome. Y pude sentir cómo mis vértebras se quebraban y volvían a su sitio como resortes. Luego el segundo round. Fui eyectado como un corcho sin tener poder de decisión sobre nada. Un corcho poroso a la deriva.

Un segundo remolino me hizo tocar tierra. Salí a rastras, humanoide jadeante volviendo a casa de sus ancestros, al nido primitivo violado por el ego. Vomité, lo vomité todo, la basura, el miedo, el agua salada, la arena, la culpa, las ganas de morir. Hasta que el cuerpo me quedó vacío.  

Y luego Hugo. Hugo fue salvado.

Estoy claro. Estoy cubriendo con flores mi cuerpo vacío. Estoy generando palabras que me conmueven porque el mar me mostró lo que hay debajo del tapete, ese oscuro y universal silencio en que todas las cosas levitan.



No hay comentarios: