Estuve ahí,
entre mazmorras, grietas y tufo a peste. Invocando a la muerte y que, al fin,
cuando la tuve tan a mi alcance, no la quise.
O más bien,
no acabé de morir, sino que fui devuelto. El mar tampoco acabó de engullirme. Sólo
se posó sobre mí con sus yemas, bosquejando posibles salidas para la frágil humanidad.
Se dio una sucesión
de elementos. Poblé mi mente de incertidumbre, luego de desesperación, de ahogo,
de aceptación, y ya en el umbral, de un extraño confort, casi que de paz.
Desistí de
moverme y observé lo que pensaba eran mis últimas fotografías: una pareja de
extranjeros viendo atónitos en dirección mía, mi amiga gritando por ayuda, un
perro entrando y saliendo del agua, la hilera de rocas cubiertas de lama, troncos
sobresaliendo de la playa que brillaba apenas por el crepúsculo. Los sonidos se
formulaban huecos, como ecos lejanos o como un lento compás saliendo de una
grabadora vieja. Todo eso formó una película que revisito, más que con terror,
con cierto cariño.
Nuestros cuerpos
se convierten en cruces que brotan del suelo. En mi caso no hubo suelo, sino
una fosa oceánica, abierta, fría y oscura, invitándome a redescubrir el amor desde
la soledad. Desde la distancia corpórea entre mi ser y otros seres que se me
hacían cada vez más lejanos, cada vez más extraños.
La única
verdad hecha agua.
Realicé que
mis brazos eran remos rotos, que mi masa corporal es absurdamente menor a la
del océano y que entonces podía flotar. Eso reactivó algunos mecanismos. El torso
de la chica a la que intentábamos salvar también flotó y entonces alcancé a
decirle algunas palabras, no recuerdo cuáles, supongo que alguna clase de
aliento o de esperanza que fue motor para que ambos empezáramos a mover los
pies mientras flotábamos de espaldas.
A ese punto,
me tragó una ola voraz. Entré en un remolino violento lleno de espectros
verdosos jalándome y estrujándome. Y pude sentir cómo mis vértebras se
quebraban y volvían a su sitio como resortes. Luego el segundo round. Fui eyectado
como un corcho sin tener poder de decisión sobre nada. Un corcho poroso a la
deriva.
Un segundo
remolino me hizo tocar tierra. Salí a rastras, humanoide jadeante volviendo a
casa de sus ancestros, al nido primitivo violado por el ego. Vomité, lo vomité
todo, la basura, el miedo, el agua salada, la arena, la culpa, las ganas de
morir. Hasta que el cuerpo me quedó vacío.
Y luego
Hugo. Hugo fue salvado.
Estoy claro.
Estoy cubriendo con flores mi cuerpo vacío. Estoy generando palabras que me
conmueven porque el mar me mostró lo que hay debajo del tapete, ese oscuro y
universal silencio en que todas las cosas levitan.
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