El indio testarudo cargaba
una tea apagada en sus manos ásperas, yo iba tras de él, no como su perseguidor
ni verdugo. La luna iluminaba doblemente las gotas del sudor copioso que caía
por su espalda ancha y hacía mágicamente brillante la negrura de su cabello
luengo que corría por toda su espina dorsal. Atrás dejamos la selva espesa y el
tufo a animal podrido, ahora empieza a aparecer la hierba, enclavada en esta
planicie que parece inacabable, pero que el indio asegura que no lo es y que él
conoce el camino en el que se bordea la laguna y se baja por unas cuevas hasta
llegar al lugar, porque (según sus sonidos que mi traductor transmite en un
castellano enrevesado) todo tiene un fin menos aquello a lo que sus dioses
paganos deparan. Él mismo ha relatado tres veces la misma historia del cacique
que traspasó la muerte portando sólo una lanza de pedernal y regresó a la aldea
y fue alabado como a una deidad en un areyto que duró lo que dura la luna desde
nacer hasta menguar. Esta orgía estaba dotada de ritos inimaginables para nosotros
los descubridores que somos seres civilizados y, por sobre todas las cosas,
temerosos de Dios. Cuando el indio vuelve sobre el tópico es como si recitara
poesía a los creadores del universo, es como si confeccionara la Teogonía de
Hesíodo en su versión vernácula. Pero no era tal cosa, para mi lamento. Los pormenores
del relato del indio, con todo y la imprecisión con la que era transmitida por mi
traductor, estaban plagados de actos impíos y hasta diabólicos para nuestro
entendimiento: luego que el cacique indio traspasara la barrera de la muerte se
dice que un brillo resplandeciente (como un velo compuesto de polvo estelar) le
cubría en todo su ser; al ver que los indios se agolpaban ante él con semblante
de estupefacción o espanto se dispuso a despojarse de su lanza de pedernal para
demostrar que aún seguía siendo humano, por temor a que sus dioses paganos se
enfurecieran con él y sus vástagos. Luego, el relato del indio giraba en torno
a la lanza de pedernal del cacique, misma que fue heredada de su padre y con la
que carneaba las mejores bestias que alimentaban a toda la tribu y con la que
había ganado muchísimas xochiyáoyotls
o guerras floridas y desollado miles de cuerpos que se sacrificaban para saciar,
aunque sea mínimamente, la cuota de sangre que exigen sus dioses paganos. Entre
otras cosas aseguró que una vez el cacique, enfurecido o enrabietado, enterró
la lanza con las dos manos con tal fuerza que partió la tierra por espacio de varias
leguas y la punta creó un agujero de tal profundidad que se podían ver las
lenguas de fuego del infierno (de nuestro infierno por supuesto, ya que
desconozco si ellos conciben un infierno como tal). Dicho esto habría que
comparar tal artefacto con el tridente de Neptuno o el cayado de Moisés, cosa
que sólo puedo pensar para mis adentros porque tales símiles podrían granjearme
el calificativo de herético ante mis congéneres. El indio prosiguió con los
hechos: los indios demostraron regocijo por la venida de vuelta de su cacique y
se juntaron todos en círculo y le alabaron a sus dioses paganos por largo rato,
acto seguido alguien (o quizá todos a la vez) se embadurnaron las pieles con
tintes rojos, negros, verdes, azules, blancos y se ataviaron de plumajes, acomodándolos
en sus cabezas, en sus cuellos, a la altura de sus muñecas y tobillos. Las mujeres
iban asidas de las manos o de los brazos, reían vulgarmente, sacaban sus
lenguas resecas, los hombres giraban en torno a ellas, dejando un espacio deliberado
de cinco pasos para que pasaran otros dando de beber a todos los danzantes, de
tal manera que nadie cesara de bailar ni de tragar ese su vino pagano. Los hombres
imponían el ritmo, meneaban las cabezas y progresivamente el resto del cuerpo, a
lo que las mujeres replicaban. Un coro grave hacían los hombres con su voz y a
cada espacio las mujeres estiraban sus lenguas resecas. Luego de dos o más horas
de bailar los indios se detuvieron ante el cacique, quien caminó hasta situarse
frente al templo que coronaba la plaza principal y emitió un grito ensordecedor,
un grito que hizo retemblar la tierra y sacudir a las aves de sus nidos, por
ende. De inmediato los hombres rompieron fila y salieron agrupados mientras las
mujeres proseguían su baile. El cacique vio venir con placer el fruto de la
última caza: sus hombres llevaban ante él a quince indios (hombres y mujeres) escuálidos,
provenientes de una tribu vecina. Los rehenes iban amarrados con una especie de
cabuya y ésta iba entretejida a su vez a un palo inmenso. Tomaron al más alto
de todos, lo montaron sobre un montón de piedra, el cacique lo observó
fríamente a los ojos y ordenó con una seña que lo abrieran de un costado, y así
lo hicieron sus hombres, para sacarle luego el corazón como la primera sangre
sacrificada al Sol. Luego descabezaron a ese hombre y a otros cinco más que estaban
ya dispuestos en ese montón de piedra para justamente eso, y ofrecieron sus
sangres y todas las sangres a sus ídolos y dioses paganos, y se untaron de ella,
y se untaron también y por sobre todo sus interceptores o sacerdotes, mejor
dicho aquellos verdugos infernales; y así echaron a rodar los cuerpos
decapitados desde la cúspide de aquel montón hasta abajo, que eran recogidos y
comidos como preciado manjar. Al momento que acabaron aquel maldito sacrificio
las mujeres, ya saciadas sus hambres de carne, lanzaron un grito portentoso y
echaron a huir al monte, cada una por su parte o en compañía de otras. Esto lo
hacían sin consentimiento de sus maridos, quienes las perseguían y las hacían
regresar con dádivas o con la fuerza del palo y las ataban hasta que se les
pasara la beodez. Aquella que lograba escapar tenía que perderse por mucho
tiempo, ser rasgada y carcomida por las bestias y aprender a dominar sus
pedimentos terrenales, tenía además que cerciorarse de ser irreconocible. Una
vez lista retornaría a la tribu para tomar su trono a la par del cacique. Hecho
todo esto los sacerdotes cogieron muchos manojos de maíz atados y los situaron
en contorno al montón de piedra sacrificial. Acto seguido el cacique salió de
su aposento situado en el templo, ahora ataviado con nuevas y más vistosas plumas,
y ordenó a sus súbditos que con sus navajas de pedernal sacrificaran y sajaran
lenguas y orejas y todo el cuerpo de los restantes ofrecidos en sacrificio,
hasta hinchar de sangre aquel maíz, para después repartirlo en buena cantidad a
todos, que otra vez lo comerán como cosa muy bendita.
Todo esto yo lo supe y lo supuse
de la voz del indio al que sometimos para enseñarle nuestra riquísima lengua (aunque
sea precariamente), y que después, se rebeló junto a los otros indios contra
nosotros, ante Dios y ante la cruz. Se rumora que el cacique ha vuelto a
traspasar la muerte y ha vuelto con su pedernal, el asunto es que ya no hay más
indios de las tribus vecinas, y los infames nos acusan de ser culpables de tal
hecho. Dicho esto, que el destino de mi alma esté a voluntad de Dios.
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