Habían dos opciones: A) estaba sumido
en la completa irrealidad, B) no era él mismo sino que estaba viendo las cosas
a través de otra persona, que asistía a sucesos tan genéricos como desdichados e
incomprensibles. Sintió un impulso interno que se dejaba venir desde el
estómago, pasando por el alargado y estrecho conducto que desembocaba en una
arrojada inacabable de arena hecha lodo. Todo era gris, la arena, el agua, el
cielo, las paredes cuarteadas, los pedazos de troncos, los mojones, las barcas
que yacían reventadas sobre las rocas, incluso sus manos y sus pies. Se
angustió al percatarse que todo estaba enteramente vacío; se levantó, sintió
calambres en sus piernas y en su cuello, caminó tres pasos y cayó tan gris y
pesado como el plomo, resistió a la desesperación y resolvió ir a rastras, así,
adonde fuera.
El mar lo había vomitado después de
estar tres días a la deriva a una distancia mayor que el horizonte en el que
termina el mundo concebido por los antiguos y los retrógrados. Habían sacado
buena pesca, todos cantaban muy alto y bebían de la misma botella, ritual de
victoria que sólo hacían cuando las cosas salían mucho mejor de lo planeado;
comunicaron por radio que al amanecer llegarían cargados y que probablemente
requerirían de algún bote que les ayudara a llevar la carga para no encallarse por
el peso al acercarse a la playa, vieron el reflejo tenue de la luna en el mar y
lo siguieron hasta que el oleaje lo fue desdibujando poco a poco para
aniquilarlo por completo.
Había una discusión estéril y
acalorada sobre la conversión exacta en metros de la milla náutica, uno
defendía fieramente su valor exacto expresado en 1852 metros, otro en que es el
equivalente a la milla inglesa, uno planteó que era el equivalente a la
trayectoria en línea recta de un cuerpo flotante hasta que éste empezara a
girar y desviarse, otro lo refutaba enérgicamente alegando que el postulado era
ridículo ya que eso dependía de la masa y el volumen del cuerpo, a lo que, el
postulante lo retó con plena convicción a que se practicara el experimento al
día siguiente, con los primeros rayos del sol. Incluso hubo uno que introdujo
la idea de que la milla náutica era el equivalente a dos mil brazadas humanas.
La cabina parecía incendiada entre los vocerrones, el humo, el calor y el
crujir de las tablas. Eran marineros audaces, hombres que iban de los veinte a
los treinta años, herederos de un legado histórico de retadores del mar, entre
sus dichos estaba el que podrían
sobrevivirlo todo después de trabajar en el mar, pero no querrían otra cosa
más que la vida que llevaban, no porque fueran a ser inútiles dedicándose a
otros hábitos (reafirman en coro: “podrían sobrevivirlo todo después de
trabajar en el mar”) sino que ese era su fundamento. Había otro dicho que se
repetía: “somos como barcos, necesitamos
de la tierra apenas brevemente pero es aquí donde fluye nuestro espíritu”.
La cabina se quedó en silencio un poco después de la medianoche, cuando la
controversia sobre la milla náutica fue a parar en la imagen que de niños todos
presenciaron: aquel monstruo marino moribundo, que abarcaba la mitad de la
playa y que a cada exhalación hacía temblar a la tierra. Natan Salitas (aquel
borracho charlatán) les hizo creer que el monstruo era un cementerio gigante y
que si le abrían sus entrañas encontrarían los restos de sus padres, tíos,
abuelos, bisabuelos, tatarabuelos hasta llegar a los iniciadores del mundo.
Curiosamente ese viejo moriría diez años después, engullido por un animal
veinte veces más pequeño que el monstruo marino que los hizo pasar en vela por
meses enteros. Aquellos meses, valga decirlo, también son memorables, si bien
es cierto las noches eran terribles se veían compensadas por los días en los
que podían salir todos juntos sin ningún retén porque sus padres prefirieron
dejarlos al garete como terapia de sanación y de olvido. Así se lanzaron al mar
por sí mismos, construyeron arpones, lanzas y trampas, conocieron las cuevas
submarinas y descubrieron que los tesoros de las leyendas se resumían a una
pila de maderos podridos que la naturaleza había sabido aprovechar al máximo.
La inseparabilidad del grupo consistía en su conexión con el mar, fuera de ahí
podrían ser otros, seres hoscos, perpetradores de violencia en las tabernas,
desgarradores de la sociedad, animales con sed insaciable de caos; podrían
pasarse al lado y no reconocerse o reconocerse como enemigos acérrimos que se
baten en duelo hasta la muerte o hasta tocar las olas de nuevo, pues estas
serán las únicas dos cosas por las que volverán a ser hermanos de nuevo. Sus
mujeres son las más bellas y aguerridas del pueblo, sumamente fuertes, aunque
sus ojos reflejan la añoranza de quien observa el mar esperando algo. En todas
las casas de los pescadores hay un lienzo en acuarela del mar, el sol se
refleja pobremente de entre las nubes y al fondo, apenas se vislumbra una
sombra en el horizonte, la sombra que es a la vez una esperanza y un dolor
aniquilador. Todos los lienzos son iguales, pintados por la misma persona en el
mismo día, la única diferencia, casi imperceptible, es una leve discrepancia en
la tonalidad de los mares.
Al caer en la hamaca cerró los ojos,
escuchó la respiración y los ronquidos de sus compañeros e hizo una canción con
eso, una canción sencilla, un corito que se colaba entre las respiraciones y
los ronquidos, alternado con chiflidos breves y la imaginación de un acordeón
de fondo. Sonaba triste o melancólica. Una cancioncita de entierro. Pensó en
que le gustaría que le cantasen algo así cuando le llegare su hora, imaginó a todos
cantando alegremente mientras lo despiden con el agua a las rodillas y lo dejan
irse, cubierto de flores, en una hoguera flotante que lo llevará hasta el fin
del mundo de los antiguos y los retrógrados. En esa imagen plácida logró el
sueño. El temblor no lo sintieron, eso pasó mar adentro, aun más allá de lo que
ellos ya estaban; la radio había sido apagada, el viento dejó de soplar, una
bandada de pelícanos sobrevoló la embarcación sin coordinación alguna, unos
cuantos se posaron en la proa por un instante y cayeron muertos en la cubierta,
el resto se suicidó cayendo en picada hacia el mar.
Lo que se vino no pudo ser procesado
bajo ninguna concepción concebible, los instantes de creación y destrucción
están desprovistos de cualquier lógica, sólo pasan. Cualquier idea
predeterminada es inútil. No sólo no supieron lo que pasaba sino que fueron
arrastrados a ese primer instante de vida en el que uno abre los ojos y lo ve
todo, malditamente, espeluznantemente todo lo que podría haberse visto. El mar
les dio la vida y como recompensa se las quitó. Todos vivieron y murieron en ese
primer instante, todos salvo él, que ahora se arrastraba hacia algo rojizo que
divisó en la playa, probablemente sus piernas estaban rotas, la piel le hervía,
su visión era como la de ver las cosas tras un vidrio empañado, no lograba
distinguir nada preciso a la distancia; el olor a sal y a carne en
descomposición era asquerosamente penetrante, volvió a vomitar el lodo arenoso.
Siguió arrastrándose entre la arena y los escombros grises, pasó entre leños y
árboles enteros, pedazos de embarcaciones, vigas de acero, tucos de pared, plásticos,
esqueletos, todo era una sola masa casi informe y sólo quedaba ir hacia la
mancha rojiza que rompía la monocromía de esa imagen abominable. No pudo
recordar nada después que fue vomitado por el mar, siguió arrastrándose como
reptil moribundo hasta que logró llegar a la mancha rojiza y descubrir que era
lo que él inconscientemente temía: un cuerpo. En realidad no era un cuerpo
formado sino un promontorio de carne roja y pestífera, la cabeza estaba
despegada del resto del cuerpo y yacía a un par de metros de distancia, los
costados y el pecho estaban totalmente abiertos y cundidos de gusanos y sólo
había una pierna sin el pie. El horror lo tomó, lo hizo correr un par de metros
y darse cuenta de que estaba físicamente estable, pensó en que no podía, no
debía morir ahí y que tenía que buscar a alguien que le explicara todo aquello,
alguien que lo reconociera a él, que lo llamara por su nombre (un nombre que
también desconoce) y le dijera “estás a salvo”, porque por más que lo intentaba
no podía recordar absolutamente nada. Cayó muchas veces, como el ejercicio de
los primeros pasos, se percató que si seguía impulsando su cuerpo hacia
adelante caería mucho más y logró andar erguido, llegó hasta donde la arena es
candente y se hace dunas, se enterró vidrios en los pies y tuvo la sensación
del dolor, vio y bebió de su propia sangre y sintió el pálpito en su pecho,
descubrió que la respiración consta de dos actos, uno hacia dentro y rápido y
otro hacia afuera y pausado, vio sus lágrimas caer y colarse en la arena,
sintió hambre. Vio su reflejo en un charco, se quedó observándose no muy
convencido de lo que veía y movió su cabeza de un lado a otro para convencerse
que era él mismo quien coordinaba los movimientos que veía en el reflejo. El
camión pasó ante él, un hombre con casco rojo lo observó con perplejidad, atrás
habían voces, decían cosas que él comprendía ligeramente, como si alguna vez
las había escuchado. Lo tocaron, lo tomaron de los brazos, le echaron una
toalla en la cabeza para que evitara ver a los muertos que iban apilados en el
volquete y lo montaron a la camioneta. En el radio una voz hacía repaso de la
cifra de muertos, que hasta el momento ascendía a 550, el terremoto había sido
de 8.5 grados de magnitud sobre la escala de Richter, a una profundidad de 13
kilómetros y a una distancia considerable en mar abierto, la ola había
alcanzado los 9.5 metros. Al llegar al hospital alguien lo llamó por su nombre
pero él no volvió a saber porqué le llamaban así.
1 comentario:
"Lo que se vino no pudo ser procesado bajo ninguna concepción concebible, los instantes de creación y destrucción están desprovistos de cualquier lógica, sólo pasan". Así es Johann, cualquier sobreviviente de catástrofes que no haya quedado desmemoriado como tu protagonista, no te refutará. La vorágine de tu cuento, describe el horror y la fatalidad a que estamos sometidos todos los mortales en cualquier instante, en cualquier esquina.
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