martes, 20 de julio de 2010

LA SELVA INCENDIADA (tercera parte)


Me gustaba mucho ir a la playa, un tío tenía un rancho en Poneloya y para semana santa siempre me iba con él a ayudarle a vender frito, guaro y cervezas pero esa era la excusa para ir a ver muchachas. Siempre pensé que las leonesas son como mojigatas, no sé talvez sea una percepción errada pero me parece que las crían bajo la línea que les dejó la historia colonial, de pueblón grande y antigua capital y cuna de profesionales, intelectuales y poetas. A mi poco me importaba, igual eran guapas; yo nunca me enamoré porque no me dio chance, además mi papa me decía que eso de andar pegado era para los que tenían tiempo y podían, mi destino era otro, seguir sus pasos y fue lo que hice por eso estoy aquí. Pero eso sí, seré virgen del corazón pero no del pellejo, en una de esas semana santas conocí a Olga, era prima de Lázaro mi segundo mejor amigo. Olga me llevaba dos años y estaba en escuela de señoritas, tenía el pelo crespo y unas pestañotas que me encantaban, pero lo mejor de todo eran sus grandes chichas; le gustaba coquetear con los chavalos, era bien bandida y en una semana santa todos nos emborrachamos en la playa y ella fue mi pareja de esa noche. Después me agarró algo que yo pensé que era amor porque no dejaba de pensarla y pensarla pero me dijeron que eso era pura brama o rigio, como el del niño que duerme todas las noches durante semanas con su juguete nuevo. Fueron buenos tiempos, hablo en pretérito porque no sé si iré a volver y si vuelvo no sé si seré capaz de reconocerme en ese entorno en el que crecí, la guerra es como el infierno ¿cómo podría uno seguir su vida normalmente cuando ha estado en el infierno?

Pero lo que más pesar me da del Briceño son sus hijos, dejaría a seis chavalos con el que le viene o ya le nació, muy inconsciente él al haberse metido a esto con tanta responsabilidad a cuestas. En la champa nos han dado de comer, guineo con arroz, un tiempo al día, nos han dado agua y a uno de los tres mudos le pusieron un cigarro en la boca como para ser magnánimos. Uno en la montaña se acostumbra a comer cosas que jamás pensó, esto que me dieron no es nada del otro mundo pero ya he comido boas, monos, cusucos, zorros y toda clase de hojas, hemos destazado chanchos, vacas, gallinas, cuando nos salían conejos y venados era un manjar exquisito, nosotros no somos como los cachorros que tienen prohibido meterse con los animales que la gente cría, nosotros tomamos lo necesario sin importar de quien sea o no. Sí, vivimos en un pasado insólito en pleno siglo XX, anclados en el ostracismo que el mundo dispone hacia nosotros, pero eso no está del todo mal porque todo lo hacemos, nada se nos viene dado ni preparado siquiera. Los gringos nos suplen con comida de astronauta pero eso se va rápido, a veces ni lo vemos porque se pierde de mano en mano, lo que no nos falta son cigarros y pornografía, que nos la dan para evitar las violaciones hacia las civiles.

Briceño me contó que una vez encontró a uno de su compañía encaramándosele a una ternera, el animal no estaba en terreno de nadie por lo que decidió dejar que el soldado hiciera sus necesidades. Al día siguiente les tocaba levantar el campamento y bajar por el río y aquel soldado amaneció con una fiebre elevadísima, con el pellejo brotado y delirando. El sanitario recomendó que se lo dejase ahí y que alguien lo cuidara porque probablemente no iba a aguantar el trecho de piedras escarpadas y guindos. Las probabilidades de vivir se acortan tanto en esto que uno se deja de hacer la idea del futuro, como ya lo había dicho nada es más valioso que el momento y la capacidad de aferrarse a la vida. La muerte es un monstruo ubicuo, una sombra o más bien un ejército de sombras invisibles que atacan desde todos los flancos posibles, puede venirte en forma de una bala, de una ráfaga de balas o de una granada, puede ser instantánea y condescendiente con tu dolor o puede someterte a la peor tortura, invadiendo lentamente cada órgano, cada espacio hasta podrirte. La selva está inundada de muerte, hay malaria, paludismo, las bacterias se filtran por las heridas y te agangrenan, te descomponen en vida y esto es un escenario terrible, un cementerio sin perímetros establecidos.

Ya es de noche, tarareo una estrofa del Beatle que fue asesinado por un fanático, los mudos no ven más que para el suelo, han apagado los gritos de Briceño con un pañuelo, lo desataron de los pies y ahora está aplastado sobre el barro rojizo, con los ojos cerrados. De repente los abre como si se despertara de un letargo pesado y me dispara directamente con ellos, con sus ojos rojos de toro incendiándose por dentro. Me siento culpable no sé por qué razón, talvez porque coopero con los cachorros y no opongo resistencia como él o porque sí, en algún momento, aunque me dé vergüenza, acaricié la posibilidad de desertar, despojarme de este traje gringo, de los pertrechos, del animalero pegado a la piel y las botas hundidas en lodo y salir huyendo para parar no sé donde pero irme de esta guerra de mierda y revivir.

Mi mama es fiel religiosa, coopera con la parroquia, enciende veladoras e incienso por toda la casa, bendice los tres tiempos de comida, sale a la calle cubierta con velo y un escapulario entre sus puñitos frágiles y artríticos y a mí siempre me repite que debería acompañarla y buscar al señor. Yo nunca creí ni tuve esa clase de fe, a los once años me metió de monaguillo pero aquello no resultó ni por un mes porque me escapaba a vagar, a bajar mangos, robar helados y buñuelos o a la casa de Diego, el hijo de puta bribón a ver en el tele a mi otrora ídolo. Pero ella no desiste e intenta inculcarles sus valores cristianos al menos a los más pequeños para que mediante ellos se logre salvar el alma de la familia labrada en metal por las filas de la EBBI.

Se escuchan ecos de hélices tajando al viento, serán dos o tres helicópteros Mi-17, tecnología rusa de avanzada, dibujados en un cielo opaco y tercermundista. Quizá vamos a ser transportados por esas máquinas pero es improbable dada nuestra calidad de prisioneros, a no ser por el mérito que nos otorga el cargo. Briceño al escuchar los zumbidos sube la mirada hacia el techo de la champa con odio visceral, como si sus ojos fueran la cavidad por donde saldrán un par de misiles antiaéreos. La champa se llena de noche, hay entre treinta y cuarenta cachorros que nos ven con desdén, con ganas de patearnos la cara o de mearnos como nosotros hacemos con ellos, en honor a la verdad yo jamás participé de esos juegos hoscos de iniciación. El encargado aquí es el teniente Martínez, hombre de unos treinta años, de piel clara, recio y con una boina en la cabeza, se le ve que es preparado, talvez llegó a la universidad o ya será profesional. Ordena con firmeza pero con la templanza de alguien que no ha olvidado la sobriedad en este perpetuo estado de demencia; no nos ha dirigido palabra, solo mandó a que nos dieran de comer. El que sí le habló al Briceño fue uno que imagino es su subalterno inmediato, un cubano barbudo que lleva unos anteojos gruesos como almejas traslúcidas adheridas a un marco de bambú. Le dijo a mi amigo que le iba mejor si se calmaba, que a los chavalos se les hierve la sangre, andan paranoicos como animales ciegos y tienden a disparar a la loca, me lo imagino al Briceño suelto y frente a él, le hubiese escupido la cara y clavado los vidrios de sus anteojos en la retina.

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