viernes, 9 de julio de 2010

LA SELVA INCENDIADA (primera parte)



Recuerdo la noche en que conocí a este hombre que tengo ante mí y no me reconoce. Fue en 1984, estábamos cinco contras, (cinco hijos de puta para ellos) arrinconados al fondo de una champa en algún lugar entre Wani y Siuna. A él lo tenían amarrado a una estaca que usaban de pilar y de colgadero de cosas, lo amarraron de las manos y de las patas por peleón y se las jugaba él solo para no venirse abajo, el resto no hicimos nada, sabíamos que si cooperábamos probablemente nos iban a procesar y condenar pero conservaríamos la vida. Pues sí, nos agarraron en una emboscada porque en aquella selva uno aprende a mimetizarse con los colores, olores y sonidos del entorno y los aparatos y la logística militar no sirven de mucho, aún y cuando teníamos coordenadas supuestamente precisas de la posición del enemigo. Yo recién llegaba de Danlí, donde fui adiestrado por la armada gringa y los paisanos, de ahí nos cruzaron al este hasta caer al Coco y venirnos a bajar por la parte del río que viene revuelta con la masa mineral, río al que chupé su sangre por tantos días, y me crecieron lombrices y la panza se me hinchó y las expulsaba casi todo los días hasta que mi cuerpo se acostumbró al sabor de agua sucia, de río con piedra. A estos tres los conocía poco, apenas sus nombres y el perfil de sus caras porque de frente todos me parecían lo mismo, para ellos yo era El Turco por tener rasgos de musulmán, acentuados por la barba y por usar un pañuelo verde olivo amarrado a la frente para agarrar el mechal. Nadie hablaba mucho excepto el sargento Briceño, oriundo del departamento de Olancho. El sargento no tenía razón concreta para pelear, quizá ese no era fenómeno aislado de este lado de la línea; fue alejado de su compañía compuesta de unos treinta soldados para mandarlo acá, en misión de reconocimiento del enemigo, éramos pues los sabuesos de la contra. Briceño era más mercenario que otra cosa, no sé si haya sido el deseo de aventurarse a algo distinto a su vida diaria o si se comió el discurso grasoso y zonzo de los gringos y de los tristes paisanos que a todo asentían, no sé pero era mi compañero y eso bastaba, además hablaba, aunque con pausas como si reflexionara a cada idea dicha o se arrepintiera cada vez que decía algo pero al menos tenía la decencia de hablar. Fácil, en la guerra impera la locura, el sadismo por la sangre, por los juegos salvajes, la paranoia, la esquizofrenia y los excesos así que hablar para mí era una válvula de escape para al menos saber que no era el único cuerdo o el único loco en el peor de los casos.

Briceño hablaba de su pueblo como si no iba a verlo de nuevo, con una añoranza eterna, mientras el follaje se nos enraizaba en la piel y los mosquitos nos rayaban los huesos. Una finquita de dos manzanas fue lo que heredó de su padre, un viejo y mujeriego hacendado de El Paraíso, al que nunca dirigió palabra y para su sorpresa salió su nombre escrito en el testamento, su nombre entre veintitantos nombres más. Su madre, ante tanta insistencia lo llevó a que conociera de largo al señor y desde ahí él siempre, aunque nunca fue capaz de presentarse, lo veía con fascinación, como a una estrella de cine, sobretodo en la fiesta patronal, cuando el viejo salía con su sombrero de piel y su camisa a cuadros, montado en su caballo bretón que llevaba ropa bajo la albarda, al estilo corcel medieval. De ahí el rigio del Briceño por las bestias, “el mío es un cuarto de milla americano” me decía “¿qué, qué no sabés que es un cuarto de milla americano? hombre vos si sos bruto, entonces no sabés nada, te ilustro” y entrecerraba sus ojos cuadrados como hilando un pensamiento: “el cuarto de milla americano es el caballo más veloz que existe, más veloz que esos chitas y esos liones de monte y el mío es el más veloz de todo el Olancho, te lo digo yo y mi palabra vale, a ese jodido nada le llega ahí lo vas a ver un día y vas a saber porque te lo digo, se llama Elvis Trueno.” Nunca pregunté el porqué de tal nombre pero no hace falta ser mago para deducir que es un nombre común para un animal. Briceño tenía dos esposas, así me lo planteó, una del pueblo y una del campo. Yo que crecí en León, un seudourbano digamos, no comprendo la diferencia entre la una y la otra pero me explicó que como su oficio era el de transportar lo que fuera por una buena paga, vivía de nómada la mayor parte del tiempo entre los caminos y aunque Juticalpa fuese su ciudad natal y el hogar de Elvis Trueno sentía poca pertenencia por esta, “entonces me hice de una mujercita ves, me tiene dos retoños y uno que viene en camino, que te digo a como llevo el tiempo acá que no sé cuando es día ni noche capaz que ya soy papa de nuevo entonces me merezco un trago de eso que andás en la cantimplora huevón”. Así era el Briceño, ramplón, patanazo y bandido, hombre de vida yerma, duro como un callo pero a la vez noble, sencillo, que no dejaba morir, una buena compañía a tal punto que a veces oyendo sus locuras me abstraía, salía del camino negro de esta guerra de mierda. Los otros tres solo oían, caminaban cabizbajos a metros de distancia, se acercaban lo suficiente cuando era necesario y luego retomaban su posición de indiferencia. Fueron duros esos tiempos, la gente no nos quería, nos llamaban contras asesinos y hasta hubieron casos de compañeros que fueron atacados por la propia población, yo no los culpo ni los disculpo, todo era tan difícil, un clima revuelto de huracán enmontañado donde todos eran tus enemigos hasta que no demostraran lo contrario. Briceño me decía que no me alertara tanto, que a cualquier mate solo disparara. A mí a estas alturas me parecía sumamente despiadado rafaguear civiles pero claro no éramos soldados de convicción, incluso yo que creí tenerla luego caí en cuenta de que no lo era, no éramos más que mercenarios contratados por los peores mercenarios del mundo, una élite de megalómanos que se masturbaban sobre nuestros pequeños pueblos andrajosos. De niño admiraba a Somoza, no lo niego, recuerdo que me iba a meter junto con todo el chigüinero donde los Delgadillo, que eran los únicos con televisor en toda la cuadra para esos tiempos; todos querían ser amigos de Diego (el niño de la casa) para poder entrar a ver imágenes en aquella caja cuadrangular puesta sobre la mesa más alta, vale decir que el chavalo era un hijo de puta bribón que nos cobraba quitándonos las chibolas; ahí se me fueron mis bienes más preciados, mi colección de trompos de guayacán, todo por ver en el televisor la figura de aquel hombre elegante y rígido, de tupido bigote dibujado y lentes de gran marco, dando discursos a la nación en un podio cubierto de micrófonos y cables enredados, era mi estrella de cine como lo fue para Briceño su papá.

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