jueves, 29 de julio de 2010

LA SELVA INCENDIADA (cuarta parte)

La vida en la champa no es tan jodida en términos de amenaza porque todo el territorio está tomado por ellos, cosa de la que no nos habíamos enterado. Juegan cartas, ajedrez, beben guaro, se tatúan con tinta de lapicero, unos cuantos leen o escriben, limpian sus armas, las manosean mientras nos acechan con la mirada, comen bien, pero a la vez hay una alerta constante, una emoción inquietante que los mantiene en vilo todo el tiempo, ya me imagino yo metido en sus cabezas de soldaditos de plomo, porque estos chavalos pasaron de jugar tierra a empuñar las armas. Lo más curioso es como el teniente Martínez se preocupa mucho por adoctrinarlos, por mantenerlos fieles a la convicción y ligados al fanatismo que prospera en sus cabezas como espiga en un buen invierno.

El sonido es ensordecedor y las hélices mecen la champa con violencia de un lado a otro, entran cuatro soldados, saludan y uno de ellos les pide a Martínez, al cubano y a otro que se acerquen mientras saca de su bolsa un mapa y lo desdobla. Se oye el ruido de estática de un radiocomunicador, uno de ellos saca el aparato y empieza a llamar “Topo 5 a Topo 6, Topo 5 a Topo 6 ¿me copia?” Topo 6 le responde y le da unas coordenadas que no logré oír por el ruido ensordecedor de esos moscos gigantes.

“¿Ellos son?” le pregunta el teniente Martínez al más chaparro de los recién llegados, que ahora se acerca hacia nosotros y nos ve inquisitivamente con ojos de sapo, con unas ojeras topadas de insomnio –“estos dos no, los otros son míos”- y dice mientras el cubano empieza a desatar a los mudos que me ven y se sonríen. Me sentí ínfimo, menos que hormiga, mi cuerpo no daba más que para pensar en mi propia estupidez, en qué la ingenuidad es quizá el pecado más peligroso y abominable que existe y de inmediato, inevitablemente nació en mí un sentimiento de culpa infinita al no haberme imaginado que los mudos eran mudos porque estaban de infiltrados ante nuestras narices. Como caí, un total imbécil ¡como caí! Briceño empezó a menearse violentamente como culebra sujetada de la cabeza y de la cola, mordía el pañuelo que le habían puesto en la boca para ahogarse de rabia y me veía con esos ojos saltones de toro iracundo. Le tuvieron que echar un balde de agua para que se calmara un poco. Caminamos más de veinte días por la montaña, tiempo suficiente para conocer y reconocer, bebimos de la misma agua, cazamos juntos y comimos del mismo animal, todavía venimos acá capturados y ya llevamos dos días, y aún así no nos dimos cuenta de que aquellos tres hacían un trabajo encubierto. Si alguien más de la contra hubiese sabido y mi ejército se rigiera por códigos y reglas mi omisión hubiera ameritado una caliente meada colectiva y la baja deshonrosa.

En mis sueños el terror me persigue por aquellos callejones de un León bombardeado, las push-pull planean en círculos como buitres que merodean carne corrompida hasta que deciden atacar con rockets de 500 libras. Nosotros esperamos un rato hasta que se disipa un poco la nube de escombros, en ese momento entra el silencio terrible y agobiante que solo se percibe en cementerios o en momentos previos a una ejecución, el nervio me congela la nuca y el Galil tiembla como lo hace mi mano. Las calles son un espectáculo dantesco de fuegos, de cuerpos tiesos, mosqueados y apestosos, de sesos, de brazos y piernas completamente separadas del resto de miembros, la pestilencia es insoportable sin embargo hemos educado bien a las nauseas. Si hay guerrilla ellos no darán el primer paso a menos que estemos descubiertos porque tienen que ahorrar municiones, entonces tenemos que entrar, tirar un par de balas para que el panal se alborote y cuando los tenemos posicionados es cuando sale lo lindo de sentir como se descarga un magazín en tus manos. Avanzamos trotando y agachados, siempre fijándonos en los tejados y en las ventanas, son las mismas calles que aplané cuando niño, las mismas que me rasparon la piel en mis barridas de juegos, nada más que ahora lucen irreconocibles como espectros de algo que una vez me fue tan cercano.

Tenía un amigo en la Guardia, el único que podría denominar como tal: Payo. Venía de Chinandega, tenía como que veinte años, era chaparro y redondo pero ágil además que era un sanguinario de mierda, de esos que disfrutaban entrar en las casas, torturar a la gente y dejarlos mal muertos, con las uñas arrancadas o con los piernas y brazos mutilados. Eran civiles, gente que nada tenía que ver o talvez en realidad sí pero era muy difícil determinarlo cuando todo mundo colaboraba para sacarnos, precisamente esa era la excusa de Payo para joderlos. Aun así tenía su lado bueno. No sé, fue una etapa de mucho instinto, como si el país entero viviera en un permanente estado de karma.

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