martes, 4 de mayo de 2010

CEGUERA

Todo cabe en un instante. Aldo se restriega los dientes con el juego de cerdas y tiene la impresión de que el espejo proyecta espacios más oscuros que otros, como si fuese un reflejo hipócrita refractándose en la cornea color canela. Tiene que sacar la basura invadida de chayules y hormigas negras, salir a la calle en calzoncillos y con la espuma de afeitar untada en su cara afilada de los Muñoz. Pensó en su padre, estará haciendo lo mismo mañana a la misma hora porque por esos lados el tren de aseo pasa en martes y jueves. La cama aun huele a su piel húmeda y a sus vellos, la ve a dos metros y siente que viene hacia él. Diez para las siete, lista de actividades: entrega de reporte, recibir correo tras correo pidiendo aclaraciones, tener que darlas, ser paciente mientras el analista rumea y se rasca la cabeza porque, por mucho que se le explique no entiende, resulta ser un animal apto únicamente para recibir órdenes.

Por la noche, si el cuerpo se lo permite podrá ir a ver una película, saciar su antojo con grasa o con un par de cervezas mientras observa como el humo se va perdiendo en la pantalla blanca muerte del techo. Recorrerá con sus ojos a los comensales, la manera en como esperan y ordenan en el mostrador, la cantidad de bacterias de las barandas, las barandas en sí. Pensará en ¿porqué barandas? la primera excusa sería como medida práctica para inválidos y viejos, pero en un lugar de comida rápida lo menos que hay son los de estos gremios. Conclusión: los restaurantes de comida rápida son el auténtico intento del hombre por domesticarse a sí mismo, de estandarizar hasta sus movimientos, de convertir a esta especie en canes o reses “encausadas por las barandas” como si se pretendiera convertir la vida en un permanente túnel donde el poder es el que, “deo gracias”, pone los bordes para evitar desbordarnos. Probablemente así será su noche, una noche cualquiera, felizmente para él.

Baja las gradas mojadas por la brisa de anoche, los peldaños apenas caben en la extensión de su tacón. En la calle hay humo, bolsas plásticas que se aferran a la malla como si temieran extraviarse. Su recorrido tiene la forma de una gran ese de doce cuadras; siempre prefirió irse a pie, aunque sudara la camisa, se le gastase el zapato de un lado o tuviese que declinar las proposiciones de aventón de algún conocido que luego le dirá impertinentemente que ya es hora de comprar un carro. La miseria y la opulencia caminan de la mano por las calles. A tres cuadras de la oficina una señora en delantal pone elotes en la parrilla de una estufa improvisada, mientras el zinc de la triste casetita cruje por el humo tibio. Se detiene, son diez pesos por el elote asado y envuelto en hoja, otros diez por el cacao. La muchacha que está sentada en el caramanchel de al lado está apetitosa, trabaja en el banco de en frente, eso es notable por el uniforme, también tiene miedo que la roben porque lleva zapatos bajos por si le toca correr. Aldo se sienta con el cuerpo hacia ella, que se lleva a la boca un tumulto de tortilla con repollo y queso y limpia tímidamente sus labios con una servilleta. Se percata que él la ve, baja la mirada hacia el alimento y se lo lleva a la boca de nuevo. Tiene las piernas cerradas, selladas a presión como le ha enseñado la práctica de años. Fue una primera impresión de tres minutos, después alcanzó a verle las uñas y el tinte que llevaba en su pelo abundante y algo le disgustó enormemente, tosió como renegando de sí mismo, de su morbo errático. En este barrio el comercio ha venido desplazando a la gente que vende para mudarse a la periferia, hay vehículos y guardas por todos lados, la inseguridad es mayor, el ruido incontenible, el entorno cada vez más impersonal.

Recordó el espejo de medio pelo que tiene en el baño, lleva años ahí y primera vez que le da una imagen como esa, como si le transmitiera algo, como si le diera a entender que es poca cosa, que es como el reflejo, ni enteramente claro ni oscuro sino un ser mediano, mediocre, que no ha logrado materializar ni dilucidar su función de existencia. El cielo es un inmenso reflejo hipócrita también, aquella intensidad del sol que de niño le causaba tanta curiosidad, que jamás vio directamente sino a través de negativos de fotografías o cintas de diskettes de repente sintió que lo llamaba. Pensó que también llevaba soles en sus ojos, soles color canela y vio hacia arriba intensamente. Fueron más de cinco minutos ahí parado, una batalla campal del universo. Al volver a la tierra no entendió nada, la visión se le puso en sepia y fue adquiriendo tonalidades de verde, amarillo y naranja muy fuertes. Los objetos y las personas no eran objetos o personas sino manchas, formas indescifrablemente oscuras que se movían, daban saltos o se quedaban estáticas. De pronto hubo un impacto indescriptible, entrecerró los ojos y todo era negro o gris excepto la sangre que brotaba de sus ojos y le caía a los pies. Entonces supo que era el primer castigo por retar a Dios.

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