jueves, 18 de marzo de 2010

PERRO DE CAZA

Su quijada temblaba repetidamente, se contraía hacia la izquierda y se doblaba hacia afuera en dirección inversa. Por su frente brillaban las gotas que caían con pesadez hacia el follaje negro del cachete barbudo. Ya no podía sentir más ese dolor, el sabor a incertidumbre que inundaba su garganta como zumo de lima que reseca y desertifica las paredes traqueales; el tic ocular y las palmas sudorosas en las manos. Masticaba concienzuda y lentamente, tal y como lo recetó su colega nutricionista, deglutía tratando de no respirar, tratando de no fijar los ojos en el bistec recalentado en el horno microondas, freído en aceite vegetal certificado por normativas internacionales de higiene, cuidadosamente servido por la doméstica en un plato rectangular. El teléfono sonaba, hacía pausa y volvía a sonar, la orden era no contestar bajo ningún motivo.


Un 14 de julio de 1789 acaeció la toma de la Bastilla, acto que en sí (lejano a su enorme implicancia simbólica) no hizo más que liberar a siete prisioneros que se encontraban en la fortaleza. 220 años después don Guillermo Álvarez Icaza presta juramento para ocupar el cargo de asesor de la Corte Suprema de Justicia. Se lleva el pañuelo a la nuca, desprendiéndose al aire un suave olor a colonia que le había impregnado su mujer luego de haberle tejido sus iniciales en el borde, firma papeles, posa con una sonrisa que le cubre la mitad de la cara, saluda calurosamente estrechando su mano derecha mientras mantiene su mano izquierda a sus espaldas, escondida.

En su despacho ya se han instalado dos líneas telefónicas, un aislante de sonido y una serie de pequeños aparatos que parecen interruptores o cabezas de hormiga gorda. Su asiento es amplio, con compartimentos para la ceniza y las bebidas en sus brazos. Adjunto hay un cuartito rectangular con un lavamanos, un inodoro, sin ducha. Al entrar cierra la puerta tras de sí, camina a zancadas, como reconociendo el espacio para futuras expediciones en ceguera, cinco pasos…pared…tres pasos…el teléfono del escritorio suena, la voz le dice que en la segunda gaveta a la izquierda están los papeles, que faxee a tal número, que luego use el triturador y queme las tiras con cautela de no dejar evidencia. Sonríe, se toca su cara engrasada y saca el pañuelo de nuevo. A las 2 de la tarde mira su reloj de pulsera, guarda una carpeta en su maletín, cierra con llave, se despide de su secretaria con un guiño y baja la escalinata del complejo mientras un chofer vestido de impecable guayabera blanca le espera con la puerta trasera de su Toyota Land Cruiser, full accesorios y ocho cilindros, abierta. La camioneta es asignada, así como el chofer, la secretaria, la oficina, el puesto, el pañuelo perfumado por su mujer, su propio mujer…a una cuadra de su casa se percata y siente nauseas de sí mismo, le pide al chofer que frene y se desviste a sus espaldas, se va corriendo desnudo a su casa como un bebé. Eso solamente pasa en sus sueños, antes de percatarse que falta una hora para volver a su vida asignada. Su sueño de desnudez se repite noche tras noche, y en este se va encontrando cada vez mas lejos de su casa, hasta que en una de esas logra cerrar con llave la puerta del despacho y desnudarse frente a su secretaria para luego correr hasta su casa.

Cumple su función a cabalidad durante un mes: atender teléfonos, ser “ojos” y “oídos” de algún ente misterioso, clasificar papeles, desaparecerlos, extorsionar a funcionarios, eyacular sobre los senos de la secretaria, ser buen padre, hijo, personaje probo, honesto y transparente ante la sociedad y llevar siempre la mano izquierda escondida. Alguien le dijo una vez que esa otra mano que no se ve no denota confianza, dos días después ese alguien murió en un dudoso accidente en la carretera.

De niño Memo no sabía mentir, se le ponían las orejas coloradas y le empezaba el tic del ojo, sino le daba comezón en los brazos y terminaba vomitándolo todo. El quería ser veterinario pero su papa ya le tenía predestinada la carrera de abogacía desde un inicio. La comunicación más cercana que existía entre él y otra persona era mediante perros, los consideraba almas sinceras y nobles que pedían una minucia con respecto a lo que daban. Les creó el hábito de alimentarlos por la tarde, cuando las señoras salían a los portones con sus mecedoras. Los bañaba y les quitaba las garrapatas los domingos (la cosa que más disfrutaba de eso era explotar grupos de garrapatas con la bota). Los llegó a querer tanto que se ganó el apodo del “men-can”, las familias llegaban a dejar a sus animales donde Memo para bañarlos, hacerles cortes de pelo, curarles heridas, inyectarlos contra la rabia y hasta para hacerles masajes. Así se ganó un oficio y cierto respeto en quienes antes le veían como un bobalicón. El contacto con los animales lo hizo más taciturno y silencioso, sensible a los sonidos y las vibraciones corporales, ágil. A través del ojo del can se veía a sí mismo como otro can de la jauría, se dio cuenta de sus dotes y peculiaridades, de como podía pasar desapercibido, de como analizar a fondo con una simple ojeada. A sus dieciocho su contextura había pasado de regordeta y floja a delgada y con rasgos puntiagudos. Era todo un perro de caza.

En su escritorio hay un sobre sellado, en su interior una hoja aparentemente en blanco, con letras en filigrana inteligibles a simple vista. Golpean a la puerta con fuerza, el teléfono empieza a sonar de pronto. Levanta en la otra línea, del otro lado la misma voz de hace un mes, la misma voz que delega, que es como un eco de múltiples voces extraviadas en un laberinto oscuro y húmedo: ya se sabe, no estás seguro. Huye por la pared que simula ser el respaldo de una ducha que no es más que un tubo ornamental. Suda copiosamente pero esta vez el pañuelo perfumado no surte efecto, el pasadizo es largo y estrecho, las paredes están pintadas en un blanco hueso que es color para moribundos y desquiciados. Sale a la calle, un par de guardas simulan no verlo y el agacha la mirada, extiende una mano para detener a un taxi, da la dirección por inercia y sube. Un magistrado no carga efectivo, mucho menos un asesor que a su vez es un espía encubierto del departamento de Seguridad del Estado. Entrega su celular, a gozo del conductor. Tira puertas, prepotea, y ante las preguntas desesperadas de su mujer solo responde: mujer, se cagaron en mí, se cagaron en mí, alistá tus cosas. Aquella tarde lluviosa de julio había prometido ser fiel a esa voz oscura y misteriosa, muchos habían perdido sus puestos, quedado en la calle, apresados, desaparecidos, muertos…una gran cola que pisar.

La punta de la Colt 45 le rasca el cielo de la boca, cierra los ojos y se ve a sí mismo desnudo revolcándose en el pasto, llorando de felicidad.

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