sábado, 11 de julio de 2009

RÉQUIEM




El día empieza a clarear, el cielo a mostrar sus cirros que semejan surcos de algodón y la estación del Huembes empieza a cobrar vida de nuevo, despertando de su letargo nocturno y ficticio y volviendo a la realidad, a su rutinaria secuencia de músicas, risas, improperios, llantos y tufos. El asfalto desolado se va llenando de buses que entran y salen como abejorros a su panal, los hay de todos tipos, desde los que uno debe hacer malabares para no caer en su piso defondado, pasando por los buses amarillos que fueron donados por alguna escuela cristiana gringa de los años ’70 hasta en los que uno viaja con aire acondicionado y en sillas reclinables y acolchadas, viendo a Cantinflas por una pantallita.

Don Chano cayó en batalla anoche, salió bien fumigado del chinamo de la Rosa con su yerno que se le peinó los zapatos y un relojito que le había regalado su mujer para su aniversario. Doña Rosa, airada de verlo lo despertó con patadas disimuladas- levantate güevón que me estás corriendo los clientes- doña Rosa tenía diez años de vender chancho con yuca en el mismo lugar y con eso había sacado adelante a sus tres hijas, de ahí al Pano son otros cien pesos, otro canto´e gallo diría el viejo – ¡eh, que va si a ese ni se le ven las vueltas!- de esta forma califican los zepoles la destreza con que opera el Pano, saqueando entre los pasillos, en los tramos, en los parqueos – ¡escuchás un grito a una esquina y al dos por tres en la otra, ya sabemos nosotros que ahí anda!- intervino un zepol flaco, con la cara guiñada hacia un lado como si le hubiesen dado con un leño, dejándole deforme por el resto de su vida. Uno de los zepoles le andaba traidor al Pano, él nunca decía porqué, siempre que le preguntaban por eso sólo aducía: - me lo voy a bajar a ese pendejo- pero por ahí dicen que el rollo es por menesteres pasionales, unos hasta cuentan que el chavalo que le tuvo la Tana no es suyo, sino del Pano ¡y a saber cuántas otras diabladas que la pobre doña Rosa -aquella figura estoica y perseverante maquillada con humo de buses- no quería ni imaginarse. Al rato llegó la Karen, la hija menor, pálida como una yuca, a tropiezos y empapada en llanto; hacía tiempo que doña Rosa se hacía creer que no sentía nada por su vástago descarriado pero ese día reventó en un mar de lágrimas. Se lo habían encontrado en el tramo de abarrotes de don Luis, en calzoncillos, atado de pies y manos, con llagas en la boca y en el pecho, sangre por todos lados, en el Centro de Medicina Forense le dijeron que recibió 55 estocadas de bayoneta. Se presume una pasada de cuenta.

La luz cae de a poco por la estación del Huembes, va saliéndose lentamente de entre los espacios coloridos, ruidosos y mal olientes, el corre y corre de la gente y de las máquinas, la algarabía cotidiana, el dolor, el hedor, el aroma de las flores, las carretas repletas, la sangre derramada y una niebla espesa cubriendo el piso son un réquiem por las almas que van cayendo en Managua.

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