domingo, 25 de septiembre de 2011

LA JORNADA

Mis manos habían desgranado el trigo durante todo el día, las gotas de sudor se empastaban en la espalda como gotas densas de tinta que deciden engañar al trayecto, no había caído en cuenta de la hora, que la jornada ya había terminado y aún el sol seguía tan vivo como hace horas. Me senté en la tierra roja, saqué la armónica del morral y empecé a tocar bien pero bien desafinado para que el mal sonido me obligara a levantarme y buscar un bus o un camión que me llevara por 5 pesos.

- No pofi, son las 4 y media
- Yo tengo las 7 en mi reloj
- Pues dale cuerda a esa chafa hom. Pensé, que atrevido que me habla así este indio, me lo debería de enviajar. Íbamos unos 20, entre cañeros, albañiles y trabajadores de fábrica, todos caretos y cansados, meciéndonos en el tráiler de un camión por el vaivén del camino. El indio ese me siguió viendo mientras se fumaba un cigarro, tenía cara de tótem y me pareció despreciable, de la peor calaña que podría parir la naturaleza. Iba también un niño montado en un cajón de madera, con los ojos entrecerrados veía una chibola como si a través de ella lograra ver un panorama menos desalentador. Yo también veía chibolas de chiquito pero no con ese fin, más bien me las ideaba para quebrarlas en dos tucos, meterles zancudos, hormigas y zayules y pegarlas después con goma transparente, según yo iba a ser taxidermista.

Miro mi reloj con las agujas detenidas y en segundo plano me aparece la imagen de ese animal mal encarado que me ve con cara de hambre, con sus orificios nasales abriéndose y cerrándose como si fueran de hule. He pasado con el sol en la jupa todo el día y que un pesado me hable feo y me vea así ya es exceso; vuelvo la vista hacia otro lado, la frondosidad del camino y el lago al fondo y más allá la pierna desnuda del volcán que sumerge sus raíces para no arrecharse tanto todo el tiempo. Entonces me acuerdo de Rubén y sus pinturas de paisajes antropomorfos, de su buena amistad y su incansable buen sentido del humor, más de una vez sus chistes hicieron orinar a varios al mismo tiempo, por la calle la gente le iba regalando sonrisas como si al verlo se acordaran del último chiste que les contó. Lo más curioso era que se tomaba su trabajo de cuentachistes muy en serio, yo por lo menos no he terminado de contarlo cuando ya me carcajeo, por lo que sería uno de los últimos oficios en los que pensaría para vivir. Un policía lo halló en la cama con su mujer, a él no logró agarrar pero ella estuvo presa 6 meses por adúltera. Esa fue la última vez que vi a Rubén, conservo unos cuadros suyos a los que cuido como joyas.

La chibola salta hasta mi pie y el niño corre a cogerla. – Ese hombre lo ve mal- me dice señalándolo con el piquito estirado – usted trabaja donde los Ordoñez ¿verdad? ¿usted es el que encontró el baúl de don Emilio, el de su tatarabuelo? yo me acuerdo de ese día, el viejo se puso contentísimo y mandó a hacer una gran comelona que todo mundo salió parejo, desde el más peón al más rico, ese día me gané mi chibola de la suerte- me dijo mientras me la enseñaba, viéndola bien es redonda pero no es exactamente una chibola, es algo mucho más brillante de lo que una chibola podría ser, tiene un color verde turquesa parecido al tono que Rubén le daba al agua en sus pinturas, me la puso en la mano, es pesada y consistente como una bolita de hierro, perfecta, sin una sola estría – cuidala mucho chigüín, y a este indio déjamelo que como que se quiere ir en bolsa a su casa. El niño se metió su preciosa chibola a la bolsa y volvió a su cajón, el sol ya iba bajando enrojecido, como si hubiera decidido incendiarse antes de ahogarse en el lago en el que flotaban billones de cristales rotos. Los hombres lucían ebrios de movimiento, silenciosos, como velas a la deriva en un océano de pensamientos sórdidos y angustiosos, todos menos el indio que ya había encendido un segundo cigarro y  ahora se acercaba amenazantemente al niño y le decía algo, éste empuñó su mano sobre su shortcito y frunció el ceño gritando ¡no! el indio le dio un coscorrón e intentó meter la mano en la bolsa del short del niño – dejalo huevón – gritó un hombre que llevaba un machete enfundado en el cinto – y si no ¿qué? – le dice en tono desafiante el indio. Su figura representaba toda la maldad posible, incluso su voz era un golpeteo frecuente de hosquedad, como el estruendo de un cubo metálico que cae 10 metros. El sol había llenado todo de rojo y ahora el lago parecía una pila de sangre que caía copiosa de la falda del volcán. Rubén también pintaba esas cosas. El primer golpe me cayó de refilón en el mentón, el reflejo me hizo ver para arriba donde se había abierto una grieta en el cielo rojo, era mínima pero dejaba ver el telón negro pringado de estrellas. El segundo me dio de lleno y me hizo caer a plan, impactando contra el metal oxidadísimo del tráiler. Alguien me levantó, el niño corrió hacia mí, me dieron ganas de decirle que de niño me encantaba incendiar hormigas locas, que las juntaba descubriendo hormigueros o dejando algo que les resultaba apetitoso y una vez todas juntas las bañaba en kerosene y les prendía mecha. Tenés que intentar eso chigüín.

El indio está en buena forma, se ve más joven que yo y, por lo que pude sentir en su pegada, está tan habituado a la pelea como a ser feo. Logré una barrida con el pie derecho y ahora estaba en ventaja, escuchaba como el niño reía de gozo y pensé en el bello color de su chibola, ¿habrá visto Rubén algo así o habrá sacado el color de su imaginación? porque ni el lago ni ningún río que conozca tienen ese color. Ahora estaba sobre el indio, dándole golpes a la nariz para ver si lograba enderezársela o hacer de ella algo menos grotesco ya que de veras con una ñata como esa me da pena ajena. En la adrenalina, al inicio obvié el hecho de que empezaba a llover con fuerza, de la nariz del indio brotaba una pasta espesa color marrón que apestaba. A Rubén le encantaba experimentar creando tonalidades extrañas, varias tardes gastábamos picando piedras y echando las más amarillas, las más lamosas o rojizas, sino exprimíamos pulpas de fruta que luego el mezclaba con unos polvos y machacaba y machacaba en un mortero para después dejar en el sol. Una vez lo vino a ver un gringo traído por alguien de la ciudad, tomó fotos, bebió con nosotros y se indigestó. Al mes volvió con más gringos, le dijeron a Rubén que se fuera con ellos, ganas no le faltaban pero para esos tiempos le iba a nacer un crío, el octavo para ser preciso.

Ahora sus dedos me retuercen el pescuezo mientras mis golpes se van haciendo cada vez más débiles, la lluvia es fuerte e inunda el piso del tráiler que ya no se mueve de un lado a otro. Estoy arriba, pienso, llevo ventaja, ¿qué desdichada habrá de aparearse con este animal? logro que me suelte del cuello y le pateo el costado una y otra vez, él se incorpora, se me viene encima, metro y medio la caída, mi peso más el suyo más el suelo empedrado, ahora sí que no me muevo. Los hombres chiflan y aplauden, se pasan las chivas de cigarro, lanzan los puños al aire, están contentos y, aunque sea a mis expensas, yo también por ellos; se irán a la taberna, beberán hasta inflamarse y cogerán a sus mujeres como bestias, uno que otro la vergueará culpándola de su propia impotencia. Entonces habré hecho mi parte en el universo, como Rubén con sus pinturas, como ese niño con su chibola extraña que ya no es de esta tierra que se incendia en una tarde de hecatombe.          

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