Uno a uno íbamos saliendo de aquel cuarto con apenas la fuerza suficiente para empujar la puerta y tomar asiento en la amplia mesa del vestíbulo. Las gotas de sudor rodaban desde las sienes hasta los tobillos y a todos nos inundaba un sentimiento en común: la vergüenza; a tal punto que nos era imposible vernos a los ojos. Al cabo de unos minutos apareció Rodrigo, aniquilado, exhalando un vaho espeso y azul.
A él si lo miramos, esperando en su semblante algo distinto a derrota pero era todo lo contrario. Pasó a duras penas a ocupar el lugar de la cabecera y se echó en la mesa sin reparo alguno en nosotros. Yo, al menos había recobrado el aliento y empezaban a pasar por mi mente cuestiones un tanto inteligibles como pensar en mi semblante, me imaginé de una palidez mortecina, con los vasos de los ojos estallados en sangre, y diminuto, despreciablemente diminuto. La mulata salió con una sonrisa radiante que se dibujaba de entre sus encías podridas, por lo demás estaba cubierta en exceso de nuestro sudor, baba y fluidos, pero todo aquello no hacia más que enaltecerla, como una diosa de ébano, una puta deidad. No dijo nada, solo permaneció ahí, como un guerrero que contempla orgullosamente los cuerpos ahora inermes de sus enemigos.
Para mayor afrenta Madame nos empezó a cobrar, no lo que nosotros habíamos planeado sino el fruto de su apuesta, incluso metiendo la mano en las bolsas de aquellos que permanecían desfallecidos en su asiento. De repente sentí como si en mi estomago se hubiese encendido un caldero y que una llamarada iba subiendo estrepitosamente hacia el esófago, la sensación iba acompañada, como si fuera poco, de la imagen de la mulata que ahora estaba sentada frente a nosotros frotándose sus enormes pechos con una esponja vieja, sus ojos eran amarillos como los que se manifiestan en la ictericia de un hepático en estado crítico y su boca (talvez resulta más apropiado llamarle trompa) expulsada hacia adelante cual pellejo suelto de carne corrompida.
Madame, habiendo terminado de pagarse a sus anchas nos convidó a salir: - penes muertos, desalójenme la sala que hay clientes a la espera. Así salimos pues, encadenados unos a otros con los brazos, como secta de borrachos o de viejos decrépitos en plena juventud. Íbamos trastabillando, cayendo millares de veces, aquello parecía el andar de un gusano moribundo o un acto de un pésimo circo. - ¿Qué pasa? - me pregunté, porque a mí el sexo jamás me ha causado tal cosa, estar hasta el punto del colapso, ya hace más de una hora de aquel nefasto (si lo hubiera sabido desde un principio) acto carnal y no logro librarme de esta pesadez (porque de la inmundicia estaré, espero, despojado hasta la hora del baño), además ¿qué clase de artilugios podrá emplear esa mujer para hacer sucumbir a diez viriles jóvenes de tal manera? me es inconcebible. Para quien lea, tenga en cuenta que mi tormento trasciende lo netamente físico. Entonces esto no ha sido sexo sino el contacto con una maldición y aquella mulata no es una simple mulata sino una divinidad que encarna perversión y lujuria.
Pasamos frente a la casa de Silvio y de no haber sido porque su prima lo saludó hubiésemos seguido sin percatarnos porque estábamos profundamente absortos, despegados de cualquier realidad posible que no fuera la piel y los mugidos de la prieta. Al fin llegué a mi casa, no como producto de un acto inteligente sino de mero instinto, como si de tanto hacerlo se elaborara un trazo mecánico de seguir un rumbo, de tal forma que podría hacerlo desde un estado de inconsciencia, como es el caso. Abrí la puerta mecánicamente y así me dejé caer en el sillón de la antesala, no sin antes presenciar algo como una lluvia de chispas y vomitar sobre la mesa ratona.
En mi sueño me culpé a mi mismo del último acto: me encontré reclinado en el pródromo, con las manos en el estómago y una maldición viscosa que salía por mi boca; frustrado, desesperado de no querer ser yo mismo sino migrar a algo diminuto como consideraba que era lo justo, decidí introducirme en mi propio vómito para purgar mis terribles faltas a la decencia, ahí contuve mi nausea y navegué en la espesura verde-marrón mientras cada componente y cada célula muerta se iba haciendo más grande (no reparaba en que era yo el que decrecía dramáticamente) hasta que me encontré cuerpo a cuerpo con una milicia de ácidos dentados que empujaban con fuerza hacia adelante donde se encontraba un frente de células redondas y enrojecidas y detrás de estas un conjunto de organismos pálidos y agonizantes; una nata amarillenta nos cubría y los que iban en primera fila sostenían una red del mismo color, como si la fabricaran ellos mismos desde el interior de sus pronunciadas mandíbulas. Teníamos a veces que capear a unos centinelas negros y fornidos, con mandíbulas mucho mayores a los ácidos, que atrapaban en burbujas las cáscaras de frijol o granos enteros de arroz o restos de una mala digestión. Sentí que en la corrida se habían ido las horas, los días, los meses, sentí que no habría problema en regresar a ser hombre porque ya todo había sido digerido en este largo campo de batalla, en lo que mi mente iba cavilando y me dejaba llevar por la marea ácida algo me detuvo de lleno, el centinela clavó sus ocho ojos mientras abría su horripilante mandíbula negra – es tu culpa, es tu culpa, por deglutir el mal nos llega el mal y ahí hacemos lo posible pero no te basta ¡culpable! (ya para entonces me rodeaban las huestes ácidas y los demás centinelas con las inmensas burbujas a tuto) ¡culpable, culpable! te seguís alimentando del mal. Al filo de la muerte recordé que aquello no había sido más que un acto de voluntad y que podía prescindir de él cuando quisiera. Volví a mi forma humana, al menos así lo intuí en otro estadio del sueño, el pasadizo era lo suficientemente estrecho como para no poder estirar los brazos y lanzar un profundo suspiro. Habían marcos colgando del techo en forma vertical, eran inmensos con inmensas imágenes en negativo, como una burla a la tecnología digital. Al final se divisaba una puerta forrada en una lámina de metal, al abrirla escuché los estruendos y al voltear vi como caían los marcos colgantes en efecto dominó, me apuré a pasar y cerrar la pesada puerta. Estaba en la antesala, despierto, el mentado vómito servido en la mesa enana, la lluvia de chispas saliendo de un cable colgante que no dejaba de moverse, representando la rabieta de una mamba negra. No sé como estaba desnudo, hacía frío y la cefalea me hacía alucinar cosas, es un hecho. Me senté, traté de recordar pero no me vino otra cosa más que la deidad mulata con sus piernas abiertas, vomité de nuevo ¿qué es esto? no soy racista ni mucho menos, jamás he tenido aversión ni rechazo a los de raza negra, es más tengo muy buenos amigos negros, el mejor maestro que he conocido es negro, el zapatero, el de la farmacia, le aprecio mucho, me da descuento y me regala muestras de fármacos que el ministerio le da, me invitó a su boda y fui, los invito, a él y su esposa, de vez en cuando a la casa. No, no es eso, no tengo siquiera porque convencerme a mí mismo de que no soy racista sabiéndolo de antemano.
El teléfono suena pero no considero adecuado levantarme, no para caer desmayado al piso. Calla, vuelve a sonar y así unas cinco veces hasta que el ruido me convence, levanto, una voz arrastrada, sedada me habla sobre culpas, en eso caigo al sueño de los ácidos:
- es tu culpa Bruno, tu culpa, no debimos hacerte caso ni seguir el jueguito de Madame
– pero ¿quién es? esperé que respondiera que Ácido, que alargara su horrenda mandíbula por el auricular y repitiera ¡Ácido!
- ya no sé ni quien soy, no sé si tengo un nombre, me repito Max, Max en la cabeza como si ese nombre encerrara toda una identidad que ciertamente es posible pero ¡no hablemos de cosas accesorias, es tu culpa Bruno, tu culpa!- a pesar del tono de su voz no dejé de sentir cierto alivio al saber que era Max y no uno de esos ácidos y, más aún, que no estaba desvariando.
- Oe, te escuchas irreconocible, lo siento, lo siento mucho, no recuerdo nada más que a aquella…- y alejé la bocina para vomitar de nuevo – mulata.
- pues sí, de ella se trata todo esto, tengo ronchas en la piel, empezaron a salir y el picor era intenso, inaguantable, decidí no rascarme y tomarme un baño pero aquello era leña al fuego y comencé, lo juro que no quería pero se sentía tan bien rascarse que todo mi cuerpo agradecido ¡se llenó de ronchas! las tengo por todas partes, no sé qué hacer, andá hablá con Madame que nos libere de este hechizo que nos hizo ¡puta vieja macumbera!- así supe que la cosa era más seria que la nausea y las alucinaciones, al ver mi miembro desnudo solté el teléfono, estaba cundido de ronchas rosadas y empezaba a picar.
Al comunicarnos los diez y tener la certeza de sufrir lo mismo, acordamos tratarlo con la mayor madurez posible, al menos intentarlo porque se nos salía de las manos. Las ronchas persistieron por dos semanas; los primeros días el prurito era incontenible, y al rascarnos se esparcía por todo el cuerpo. Contactamos a un médico muy diligente que por una suma considerable nos visitó y nos dio seguimiento a todos, el tratamiento era eficaz pero no infalible para hacerlas desaparecer en un día. Él, ante nuestra desesperación se encogía de hombros y repetía un “se hace lo que se puede”. Alucinábamos casi todo el tiempo, por las noches era peor, cuando la fiebre y la ansiedad subían, ese era el momento en que el súcubo escogía para aparecerse ante nosotros, disparándonos el mal con sus pezones tostados y en forma de broche y su eterna sonrisa blanca. Las alucinaciones duraron dos, tres meses y aun no nos recuperamos por completo, todos hemos descubierto la fobia de muchas formas. Naturalmente eso modificó nuestras vidas, algunos tenían esposa y familia, estas los abandonaron al sentirse impotentes, amenazadas y desprotegidas por la horrible maldición, perdimos empleos, la secuencia del tiempo, las costumbres sociales, incluso nuestros hábitos individuales y es hasta ahora, seis meses después, que medio hemos logrado encausarnos. Hemos sabido que Madame asentó su negocio en Corn Island y es visitada por muchos extranjeros estúpidos que buscan aventura y placer entre las piernas de una mulata.
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