Señor Borges: ¿Qué he dicho yo del tiempo? me retracto de todo y vomito un dictamen final: es la mayor de las falacias y merece infinitamente la horca. Sabio, estúpido sabio. (Algún humano a una distancia prudente replica el perdón de dios y sacude sus manos).
Hace mucho tiempo (tan inútil palabra) una civilización se propuso vencer al tiempo (bis), al cabo de un lapso mediano, contable quizá en tres vidas humanas, se dieron cuenta que es tan fácil y probable como perderse dando vueltas en círculo. Un ejercicio tan sencillo los llevó a cometer el suicidio masivo más grande registrado en los anales de la historia, una historia tristemente provista de tiempo.
Sin embargo afirmo que el tiempo en este lugar no se ha detenido sino que le ha envejecido tanto que resulta lo más anacrónicamente posible, los edificios son de antaño, han echado barba y canas, sufren de osteoporosis y sus fluidos se desparraman inútilmente en riberas de fetidez. En esta ciudad las brújulas al igual que los poetas son una quimera, los hombres pecan de santos y se infligen dolor rodando por las calles empinadas. Los diarios se declaran en bancarrota porque nadie lee más de lo que escribe, entonces la ciudadanía es un inmenso organigrama de escritores en niveles bien diferenciados. Es fácil seleccionar historias y adaptar personajes. Pues bien, vamos a llamar al sujeto Tercero para denotar lo accesorio en la escogencia de un nombre. Tercero desempeña una de esas que el vulgo de escritores suelen llamar “profesiones alternas” por no tener nada que ver ni con la composición, edición, impresión ni publicación de un libro, Tercero es más bien un aterrizado soñador que crea y mantiene jardines, un huraño que vigila sus pasos y se abstiene de saludar de mano. Piensa, a diferencia del resto, que ser viejo es un renacimiento y que su cuerpo hace fotosíntesis. Todos escriben porque huyen del trabajo físico entonces importan mozos y mozas de otros sectores para que les ayuden en sus quehaceres, aseen sus pellejudos cuerpos y (lo más deplorable de todo) lean y compren sus tristemente célebres malas obras. Un día de tantos Tercero se cansó de ver tanta vetusta injusticia y decidió hacer lo nunca nadie había hecho, entró a una imprenta y obligó a uno de los mozos a imprimir quinientas volantes que el mismo pegó durante todo el día, en esta se leía en negrita el título de “Aquellos que surgen del fracaso se reducen a él” y a la siguiente línea iniciaba una lista de veinte nombres, aparejados por la casta a la que cada cual pertenece. Eran veinte no por ser todos sino por la simbología de que el tamaño del papel era absolutamente reducida como para expresar la aversión hacia la peor calaña de la ciudad. Ninguno de los mencionados se sintió tan indigno como para aparecer ahí, más bien surgió un oscuro revuelo, una grave excitación en sus almas impías, se convocó en sesión extraordinaria al Claustro de Insignes Letrados, se convocó al Concilio de Vates y al de Ciudadanos Honorables, el reproche hacia el acto fue unánime, peor fue la reacción de los acólitos que habían leído y releído sus obras, tan malas como vendidas.
La ciudad entera estaba furiosa porque habían lesionado y deshonrado el nombre de sus más grandes héroes, y puesto en duda la columna vertebral de la tan respetada y descalabrada estructura social. Aunque el mayor de los anhelos era el de ir a tomar el corazón de aquel infame los ancianos, por razones inexplicables, optaron por esperar. Tercero se lo tomó con calma y salió a mear desde su balcón que tenía una panorámica de la ciudad, abrió la jaula de sus lechuzas y puso la albarda a su caballo Simeón, finalmente resolvió caminar, bajar por la noche entre las sendas que él mismo había abierto entre los bosques, respirando el buen humor de los eucaliptos y escuchando historias que un ceibo tatarabuelo relataba a su descendencia. El reflejo de los faroles inundaba de ámbar las calles, un fantasma humeante se desplazaba lento y a ras. Entró a una taberna de personajes ficticios, todos habían sido otras identidades en las incontables obras malas de sus autores, eran pues “la casta de los advenedizos”, adjetivo que era para ellos más un regalo que una afrenta. Al verlo entrar las risas, la música y los gritos cesaron, -“acá no busca a nadie”, dijo uno de ellos, -“acá nos busca a todos” respondió otra voz con hombría. Tercero empuñó su báculo y expulsando de un saco unos diez libros empastados en cuero dijo: “estas hojas están manchadas, este no es más que papel sucio, reflejo de la vileza de quien lo escribe, esto es una burla, talar tanto árbol para esto es una mofa a la creación. Si el tiempo existe se encargará de hacerles saber su error”. Tercero recuerda bien este lugar, aquí mismo dio muerte a Leandro Dupont, el alcalde tirano. Esa noche se le vinieron cinco, diez, veinte encima pero ninguno logró más que espantarlo, como las presas cuando en conjunto logran frenar a su depredador. Ahora, aunque renacido Tercero ya está viejo, su báculo está opacado del contacto con el suelo y cruza el bosque con mayor dificultad, su cuerpo aun es firme pero su espíritu está frágil por el efecto de la maldad del hombre en todos los hombres. Alguien desde el fondo lanza una botella, él, más que en duelos (que eran inevitables dados los ánimos) pensó en advertencias al bajar, advertencias no de sí mismo como un emisor de estas sino como un mero canalizador del universal orden de las cosas. La botella cayó a sus pies, él se dio la vuelta y salió del lugar.
Tercero se granjeó la envidia de todos por su sencillez, el desinterés por figurar y por la belleza de su arte, principal fuente del turismo en la ciudad. Existe el dicho subterráneo de que ni un millón de obras literarias ni ningún monumento conmemorativo de esos que pululan podrá superar a un jardín de Tercero.
La luna era un rastro incipiente entre un cielo nublado que se rajaba constantemente por los relámpagos, ya el pueblo exigía la muerte de Tercero. Empezaron a llenar las plazas, blandían el fuego de sus cuchillos con ira, con saña, Tercero empezó a comprender que el mensaje no era la razón principal de su bajada, a fin de cuentas ¿para qué advertir al que desoye? empezó a comprender que su bajada no era más que la certeza de su destino, su necesidad por la muerte. Lo embargó un temor, no de morir sino de desear la muerte, temió también del engaño que le había jugado la mente al imponerle razones accesorias para una cuestión certera. Decidió ir a buscar la muerte lo más pronto posible.
La realidad es la misma. La plaza principal fue construida en 1849, lleva el nombre de Aparicio Gurdián, descendiente de encomenderos y uno de los más destacados escritores de la época y el iniciador del movimiento de poetas y narradores mediocres que pervive y que es el opio de la sociedad a gran pesar de Tercero, quien se dirige hacia las hordas iracundas. Ahí todo se volvió confusión, los puñales salían de las mangas y de las bolsas para entrar al cuerpo y volvían a salir, sino mataban con el filo mataban con el óxido de los tiempos. Al final quedó atravesado entre las patas del caballo de concreto en el que iba montado el inmortalizado Aparicio, estatua que era una réplica del grabado de Pizarro en tiempos de la colonia.
Años después entré a esa propiedad en la cúspide de la montaña desde donde se divisaba la ciudad vetusta. Aferrada a un portapapeles encontré una carta extensa dirigida a un tal señor Borges, parafraseo un párrafo que me prestó especial atención:
Señor Borges: ¿qué es el tiempo sino un espejismo en un glaciar? He salido a buscar mi muerte, no a sabiendas porque la descubrí en el transcurso pero no por ello dejó de ser menos deliberada. La encontré sí pero a medias, como si el revólver que disparo se atasca y no impactase en mi contrincante sino, al cabo de un tiempo, en mí. La frustración es mía y me sobrecoge, no estoy dispuesto a nada que se me otorgue con tiempo, sería la peor bajeza. Aquellos seres deplorables no pudieron trabajar bien siquiera, no he tenido la dicha de morir bien, deambulo odiándolos y odiándome por ser nada. Le afirmo contundentemente que el tiempo no existe.
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