domingo, 22 de agosto de 2010

DUALIDAD


El sujeto me invitó a ver sin ningún compromiso, yo muy presto a hacerlo pero no llevaba espacio en mis manos que cargaban tanta bolsa con compra. “Disculpe señor yo sé que esto está fuera de rutina pero ¿podría guardarme mis compras mientras ojeo a gusto?”. Claro, el sujeto accedió y yo me sentí impelido de inmediato a comprar al menos un libro por la gentileza.

Cuatro de la mañana, la alarma. La vibración del aparato suena fuera del compás de la música, la oscuridad inunda el cuarto y despierto con temor no sé a qué pero siento una presión fuerte en el pecho que me eyecta. Enciendo la luz y la súbita claridad me golpea la vista, en ese momento uno es muy sensible, puede botar cosas e incluso marearse. La inevitable pereza, duermo recostado a la pared o al lavamanos. Debo estudiar para un examen que será cuatro horas después.

El puesto de libros usados está a la par de una parada de buses, el sujeto es un buen localizador de sus libros aunque no tenga idea de lo que está escrito sobre ellos. Le pregunto si están ordenados y me hace una seña como quien dice que cada cosa está en el lugar debido. Ciertamente: Engels combinado con un tomo de cocina oriental, Ficciones de Borges a la par de el código de instrucción criminal, las portadas de los archienemigos Vargas Llosa y García Márquez puestos frente a frente, Nietszche codeándose con una obra de autosuperación, la pasta desollada de un papa Goriot naufragado en el mar del viajante Hemingway, Azul jincando a Othello y este a una Ilíada mutilada y debajo de estos el paraíso cálido de las polillas.

Es difícil mantener el equilibrio en un bus en movimiento, es necesario apoyarse a las barandas y llenarse del germen cotidiano. Llego al lugar, urbanísticamente la calle es la división entre uno de los barrios más peligrosos de la ciudad y otro pero para un maleante esas fronteras no existen. En la sala de espera hay muchos vendados, mucho olor a sangre y podredumbre mezclado con tela, el televisor empotrado a la pared está ahí para abstraerlos del dolor. “Busco al doctor Benito Espinoza, soy un alumno suyo y nos toca clase”, el vigilante asintió y me invitó a esperar mientras lo buscaba. Uno trata de ver al piso como si fuera el televisor, las miradas te disparan, te recostás y están sobre esa pared, te volteás y te atacan de cualquier forma. El problema sería que yo no sea lo que ellos creen entonces no sabrán porque estoy aquí, en lo general no me interesa qué piensan pero sintiendo como siento sus miradas accedo a que atinen que soy lo que ellos piensan, no en balde cargo con mochila. Camino hacia la puerta interior escoltado por el vigilante chaparro, entro a un laberinto de pasillos blancos con rodapiés grises y él me va indicando qué dirección tomar. “Hasta aquí lo dejo, el doctor está tras la puerta de vidrio”. Entro, una leve claridad polarizada, tan ideal para los ojos recién abiertos ¿cómo es que me doy cuenta hasta ahora? el piso está alfombrado, hay olor a ambientador y el aire es frío, las paredes están plagadas de diplomas, placas y fotografías de grupos posando para las memorias de los congresos. Lo único que quiero es exponer y ver muertos.

Los libros están puestos uno sobre otro, la mayoría tiene las pastas desvencijadas o arrancadas pero el interior se preserva intacto, muchos fueron de colecciones personales o son el desecho de bibliotecas, los demás han venido a parar por coincidencia o la necesidad misma del espíritu del libro por sentir el tacto de unas manos. Sí señor lector, los libros son putas exquisitas y bien arropadas pero putas al fin, usted deje impresa su huella en él y lo sabrá. Entretanto tengo que hacer malabares para fijarme en los títulos de los libros que están la parte superior de los estantes, hasta el momento no he visto nada que me cautive pero como expresé anteriormente mi obligación con el sujeto ya está consagrada. Una pareja llega buscando un libro de enfermería con el autor apuntado en un papel, él es bastante más alto que ella y se inclina con esfuerzo para jugar lenguas. Relaciones temporales, romances de discentes, un día él va a dejarla por haber amanecido con tanto dolor en la espalda que no va a poder ni levantarse. Tengo la maña de pensar en panoramas sombríos para las cosas, pienso en que hay demasiado sol en esta parte del mundo y por eso se me encuentra tan huraño y grotesco. De pronto huelo sangre y tela, como si tuviera de frente un lampazo empapado en un charco de sangre desparramada, esa claridad súbita de nuevo, estoy frío y tengo en mis manos un libro en vías de extinción: La envoltura del silencio por Bruno Zavala. Sí, lo recuerdo, este libro llevó un año y otro más para publicarlo, a regañadientes del editor que sufría de pudor. Recuerdo que tenía la promesa de que sería un “libro de cuarto”, es decir que no podría escribirse ni en la sala ni en el patio ni en parques ni en cafés, sólo me permití escribirlo en el cuarto y hablar sólo de ese espacio ¿por qué no? si todo parte de un punto, hay obras que refieren a una sola palabra, tendaladas de páginas que analizan una sola cosa. Después de terminada la obra el cuarto fue forrado de tela y quemado vivo.

No miento, no niego sentir en mi alma el llanto suplicante del cuarto que fue mi propia envoltura no de un año sino de toda mi vida pero el espacio ya era algo pernicioso para mí, había cobrado vida y hablaba, todo el tiempo hablaba, aún cuando no estaba en él, me mandaba mensajes de aire pidiéndome o encomendándome cosas que no sé como hacía, me sentía sustraído de mí mismo entonces llegué a la conclusión de quemarlo. Al terminar la clase le rogué al doctor nos llevara a ver muertos, él sonrió con la sonrisa que un sacerdote le hace a alguien que acaba de confesarle sus peores pecados. Caminamos por el mismo laberinto de pasillos blancos, uno fácil se pierde acá donde todo huele y sabe a nada, donde me parece que voy a volver a la sala de espera y otra vez aquellas miradas sofocantes pero ya no solo a mí sino al resto de estudiantes. Llegamos a una sala con amplios armarios y gabinetes, nos dan máscaras y guantes, nos piden silencio, discreción, si es nervioso o padece del corazón por favor no entre. Tras la sala está el cuarto principal, el frío colma hasta los tuétanos, los labios tiritan y hay un asfixiante tufo a formaldehido, en una camilla de metal alguien cubre mi cuerpo desnudo con una tela verde. Me repito a mí mismo que estoy muerto. Estoy desnudo, tendido en una placa metálica a una temperatura que te hela los párpados, estoy en un matadero a la espera de que otro animal que goza de vida me diseccione. Entonces no fue coincidencia encontrar ese viejo ejemplar en el puesto de libros usados como tampoco lo es estar aquí viéndome. Claro, esa obra no llegaría a mis manos sino póstuma, pero ahora me embargan las preguntas ¿qué tal habrá sido la crítica? ¿creería la gente que es una historia personal? ¿quién es mi mayor lector si acaso existe? porque debería ser yo en todo caso pero admito que no leo ni dos veces lo que he escrito. Mis últimos manuscritos murieron de asfixia en un verano rojo. Se debe existir para crear y he matado más allá de mi muerte, he matado el tiempo que pensé estar vivo. Ahora me reconforta el hecho de haberme librado del compromiso de comprar a la peor de las putas, un libro usado.
[+] Mujer con cajones. Salvador Dalí

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