jueves, 20 de mayo de 2010

GULA

Estábamos soplados, derramados de grasa, con los dedos y la boca brillantes, yo había pensado en una cena modesta pero con éste nunca se sabe que va a pasar y el antojo que lo persigue y uno que termina accediendo aunque sabe que después le cae la moral (aquella vieja cruel y pesada) por la glotonería, porque tanta gente muerta de hambre y vos pagando solo en vos lo que alcanzaría para una familia los tres tiempos de un domingo, que se sabe por cultura que es el día que más se come. Aplastados como estábamos en la banca de madera, inmóviles, se nos acerca una muchacha vestida de oficina, nos pregunta por la hora. Saco mi reloj escondido tras la manga y tratando de esconder la pronunciada panza le respondo que son las ocho menos quince. Dago trataba de alertarme que llevaba migajas de pan en la barba, cosa tan repugnante que horas más tarde me regañaré enérgicamente frente al espejo. Disimuladamente, haciendo como quien ve un detalle del que no se había percatado volteé la cara hacia un lado y me pasé la parte del hombro por el mentón, cayeron las migajas que ahora tenía sobre la camisa. –Tenga– dijo la muchacha extendiéndome un pañuelo, -a mi marido también le pasa y me da mucha risa, tanta que a veces no le digo para poder reírme más. Muy apenado rechacé el pañuelo y sacudí la camisa. Mi colega era una estatua, más bien un oso disecado, petrificado en la banca, inhabilitado completamente por el chamol, no decía nada, sólo emitía sonidos extraños, tosiendo hacia dentro o ladeando la boca para tantearse con la lengua algún resto de carne atrapada entre los dientes. La muchacha se resignó a tomar el pañuelo y guardárselo, se sentó en la banca de enfrente, cosa que me incomodó por nuestro estado de hastío, porque lo único pensado era descansar un rato para proseguir el camino; uno no piensa en planes para que no salgan bien, de por sí me cuesta hacer los mismos planes, ahora los anti-planes sería mucho trabajo. Ella llevaba una camisa blanca, una bufanda enrollada al cuello, la camisa tenía un logo bordado en azul a la altura del pecho izquierdo, pantalón crema de lino, tacones altos y uñas pintadas en color piel que es el color neutral que usan las oficinistas. Nos veía (más bien me veía a mí porque el de al lado era como un ser inanimado) con ternura, como si fuera al zoológico y encontrara a uno de esos marsupiales de aspecto sedoso, cara bonachona y ojotes negros. Quería no estar ahí o estar imaginando que no la tenía de frente, ¿por qué tener que verla, sonreírle por el hecho de haber preguntado la hora y ofrecido su pañuelo? Opté por ver hacia los lados, al puesto de palomitas de maíz y la muchacha tras el mostrador, sentada, solitaria, leyendo una revista para matar el aburrimiento, o la tienda que está a la izquierda, con los escaparates mostrando bolsos y zapatos de cuero, un maniquí masculino vestido con una chaqueta de corduroy con camisa celeste por dentro, un pantalón kaki y descalzo. Por un momento la olvidé pero ya me dolía la nuca de estar de lado y el reojo me la recordó de nuevo, ahora hablando por celular con su esposo que le decía que iba a tardar un poco porque el tráfico en la Norte está horrible. Vi hacia mis tenis, los tenía desde hace diez años, no miento, los compré en un viaje que hice a Panamá, allá esas cosas son más baratas. El secreto es guardarlos en cajas, usarlos solo por temporadas, yo por ejemplo solo los uso un mes al año, - ¡señor, su amigo ¿él está bien?- su voz me era familiar, pero irreconocible al fin en el mar de voces que he escuchado a través de los años, - no señora, pierda cuidado, es como él descansa, pierda cuidado- y al momento de haber terminado la frase mi colega rezongó, como el perro que sabe que hablan de él pero que no puede comunicarse más que en modo perro que para nosotros no es más que ruido. - ¿usté es de por aquí?, retardé la respuesta, no me gusta contestar a preguntas necias, preguntas que se hacen para romper el silencio que a la gente le parece incómodo, yo que lo disfruto tanto, - si señora, vivo a un par de cuadras, mi amigo es de más para allá pero igual le sale cerca ¿y usté es de por acá?- pensé, maldita educación, maldita costumbre de alargar pláticas banales que no llevan a ningún sitio, me arrepentí de inmediato de haber hecho esa pregunta que traería como consecuencia alguna respuesta boba como en efecto pasó. – No, pero trabajo aquí cerca, en aquellos módulos- y señaló con su índice hacia un edificio al otro lado de la calle. No, carezco de paciencia para estas cosas porque ya sé lo que me viene, más preguntas, comentarios acerca de las ventajas de este lugar con respecto al suyo y viceversa y alguna anécdota estúpida de algo que le pasó en su trabajo, además esa voz me era familiar y me torturaba el hecho de pensar que la conocía. Las personas pasaban por el pasillo que separaba las bancas, interrumpían nuestras miradas, era como si se pausara la cinta a cada rato y tenía la esperanza que en una de esas el esposo llegara y presionara el botón de stop de una vez por todas. Siguió preguntándome cosas, me mareé un poco, le respondía de mala gana, con los dientes cerrados, quería irme, salir corriendo, pero estaba Dago y su estado de hibernación y no podía dejarlo ahí solo, no me lo perdonaría. Pero estoy viejo y los viejos pueden argumentar cualquier cosa y se les tiene que comprender porque son viejos, al menos me conviene pensarlo así. Tenía las manos aferradas al borde de la banca, toqué con el pie el bastón que estaba debajo para tomarlo lo más rápido posible y huir. Los puños se me enrojecieron, como si todo el cuerpo se concentrara en ellos y en la acción que me impulsaría hacia arriba arriba en cualquier momento, sentía el sudor acumulándoseme en la frente, me lo imaginé como un grupo de gotas pegadas a un cristal. Volví a ver a Dago que seguía inmóvil, le codeé varias veces pero ni se inmutó, - señor ¿está usté bien? lo veo pálido- ahh su voz de nuevo, quería decirle que no le importa, que no es su problema, que por el hecho de ser viejo no implica que necesite ayuda de nadie, que me dejara en paz e hiciera el favor de desocupar el asiento porque me incomoda tenerla de frente, pero le contesté con un “no señora, está todo bien, pierda cuidado”. Entonces fue cuando lo decidí, lo hice mientras me levantaba del asiento apoyado en el bastón, me acercaba a ella viéndole su nariz delgada, su boca despintada y pequeña, sus ojos café oscuros y achinados, el surco que dividía su pelo, que era una línea limítrofe entre un lado y otro de su abundante pelo negro que le caía a los hombros, igualita, idéntica a mi hija -Mire señora yo no la he invitado a sentarse aquí, el hecho de que le di la hora no le da derecho de nada y ya, ya, ya (cerré los ojos y deslicé la lengua por los incisivos para frenar el tartamudeo) ya me tiene con los güevos hinchados, inflamados, enquistados con su presencia. Caminé ligero para salir de su radio de visión pero la tensión, la excesiva cena y el cansancio me mataban, las piernas me flaqueaban y me atormentaba la idea de que fuera ella mi hija en realidad.

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