lunes, 22 de febrero de 2010

LA MAÑANA DEL ALUD

Sentiste al desierto diluirse, lo viste bajar en correntadas furiosas hacia un poblado de barro, entrar por las casitas y por los orificios nasales, eliminar 2000 vidas de un canto como quien derriba un castillo tallado en la arena. Viste a la inmensa duna roja vomitarse a sí misma, la viste de tierno, cuando estaba amarrada por un bosque de trópico seco, conoció tus primeros pasos diminutos y torpes, te vio crecer con tu machete, con tu tiradora y tu piocha, percibió tu prepotencia de adulto, no te dijo nada. Viste al hombre centenario sentado en su mecedora esperando a la muerte con júbilo, con sus ojos grises y desvariados, con sus encías desnudas de inflamado púrpura, lo viste de lejos mientras él, sabio ciego, te veía con sus manos tocando el balancín y su sonrisa permanente e inconfundible. Viste las únicas dos mudadas de tu primo tendidas en el alambre junto a sus botas de cuero volteado. Oliste el olor a madera chancomida por un ejército avasallador de comején. Saboreaste por última vez el agua empozada a diez metros bajo la tierra árida que alguna vez estuvo tapizada de pasto, de musgo verde y húmedo y de flores silvestres que centelleaban blanquiazules a la luz del día como los tumbos brillantes del arroyo flaco que bajaba de la ladera y que al tirarse al suelo plano se hacía culebra mansa. Sentiste el aroma de las frutas cayendo a plan en la mañana, las últimas frutas de los últimos árboles que quedaron después de la tala, cuando todo se hizo polvo y miseria. Las viste caer de panza y explotar en una erupción de colores brillantes que perduran hasta que el insecto las devora lentamente, sentiste su néctar en tu boca negra y seca, imaginaste tomar el fruto con las dos manos, cerrar los ojos y chupar con deleite mientras van cayendo las gotas por la barbilla hasta tu pecho lampiño de indio. Divisaste la silueta de tu mujer preparándote el café, echando tortillas con sus manos que son plumas de cenzontla. Temblaste, gotas hirientes e hipócritas se desgajaban del alero de tus ojos de zanate y caían al suelo repellado de tu porche que te diste a hacer con la madera que sacaste de la ladera del cerro que se hizo duna de arena llorona e infame que cayó sobre las vidas de miles de inocentes.

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