jueves, 10 de diciembre de 2009

RECLUSO A VOLUNTAD

La noche se muestra tierna, vestida de nubes lilas que son los primeros trazos elípticos de un infante, coloreados con fuerza y en desorden. Tomas el bus que sube por una calle empinada y estrecha, en los bordes, las aceras con sus vehículos mal aparcados, sus putas fumando cigarrillo mientras se retocan la pava, sus eucaliptos grises y doblados por el cemento que es su nuevo suelo y subsuelo. Revisas el asiento como de costumbre, como te enseñó tu papá veinte años atrás cuando un centenar murió de tétano por haberse rayado con mayas, clavos, barras salidas de los asientos, todos objetos mostrando su sonrisa sarrosa y mortal. Se sienta una muchacha a tu lado, lleva un cuaderno de pasta gris que combina muy bien con su pantalón azul marino, se hace una cola con destreza, te voltea a ver y vos, muy disimuladamente volteas la mirada hacia afuera, hacia la calle que ahora es ancha y plana y los bulevares con sus setos de buganvilia polvosa que jamás van a crecer, como los niños que piden y piden y sufren de desnutrición y enanismo. La muchacha saca un espejo de su cosmetiquera, seguís disimulando como cualquier otro pasajero que disimula no tener hambre ni problemas ni erecciones involuntarias ni mal aliento ni flatulencia. El conductor mete pie en el freno con odio, las cabezas exaltadas se van hacia adelante como en los conciertos de rock. Sube una señora obesa cargando diez bolsas a cada brazo, seguida de una pandilla de niños que pelean unos con otros por un juguete, por una paleta, por un moco pegado a una camisa. Pensás en ceder el lugar cuando la muchacha ya se ha levantado para que la señora obesa se siente. A ella, la del cuaderno y el pantalón, jamás la habías visto, y es probable que jamás volvás a verla. Ahora te sentís pequeño, apretujado contra la pared fría del bus, la señora obesa ocupa su espacio y la mitad del tuyo. Las bolsas están en el suelo: naranjas, chiltomas, cebollas, ajo, carne, nancites, jocotes, una gallina tiesa, y sentís como esos olores se mezclan con el olor agrio de aquella señora que regaña, da manotazos, jala orejas, cuenta chistes…despide un vaho caliente que cubre tu camisa que juras lavarás dos, tres veces si fuere necesario. Pensás en levantarte, huir, pero en tu mente siempre se plantean retos ante situaciones incómodas y malolientes como esta, así que decidís quedarte. Solo te queda la ventana que da a la calle, los puentes que pasan sobre tu cabeza, los edificios ruinosos donde habitan futuros suicidas, los colegios y sus tapias pintadas de azul y blanco. Hay un accidente en el otro carril, hay sirenas, trajes fosforescentes, sangre en la carrocería y grandes tenazas hidráulicas que trituran al metal como a la carne. En la gasolinera de la esquina se reúne el sindicato de taxistas unidos, beben litros de cerveza sin salir completamente de sus vehículos que son verdaderas discotecas ambulantes. Temen, desconfían del prójimo, juegan a que quien deje de tocar la máquina, aunque sea con la yema de un dedo, lo pierde todo. Se te fue el tiempo en contemplar hacia fuera y no te diste cuenta que el asiento continuo está vacío de nuevo, echas un vistazo hacia atrás con la esperanza de ver a la muchacha que hace mucho bajó. Chequeas la hora en tu reloj de espejo cóncavo y te percatas que ha pasado media hora y aun no has llegado a tu destino, es más estás perdido porque no conoces esa zona. El bus para y se abren a medias las compuertas que son criaderos del tétano. La gente tiene que pasar de lado para entrar, un viejito encorvado camina hacia vos y toma el asiento vecino. Su olor a medicina y ungüento es apacible, como si invitara con sutileza a la muerte; podés imaginar los pomos de etiquetas desgastadas y grasientas, la dentadura postiza, la voz apagada, arrastrándose apenas sobre el viento que la transporta. El viejito se acomoda, se recuesta y se duerme de inmediato. Afuera hay un caos de pancartas, mupis y gigantografías, el polvo nómada que choca contra los ventanales y forma tolvaneras, los pies callosos y descalzos haciendo equilibrio entre el tráfico y su vértigo. Chequeas el reloj, ha transcurrido una hora en un viaje que normalmente tomaría quince minutos. Los asientos están vacíos, caes en cuenta que el señor a tu lado no está dormido sino que había escogido precisamente este lugar para no morir solo y en la calle. El conductor se seca la frente con su toallita que carga siempre al hombro, mira hacia el espejo, te sonríe mostrando sus incisivos enchapados, cierra un ojo. Un frente frío sube de inmediato desde la punta de tus pies, te sientes pesado, torpe, inmóvil, incapaz. Sabes que afuera todo es peor, más real, más crudo, más vivo. En la pared del bus está escrito con marcador negro: “soy recluso a voluntad, impotencia de vivir la vida fuera de esta máquina”.

No hay comentarios: