
La tarde iba cayendo lento por todo lo ancho de su espalda, las paredes de sus senos se veían de perfil como piedras de río, lisas y achatadas, un millón de granitos de arena se daban el festín de sus vidas saboreando el néctar de sus pezones rojizos, el viento, con sobresfuerzo alcanzaba apenas a rozar los bordes de su piel tostada – ella, toda ella, era una musa encerada en sus propios bálsamos, tallada en mármol y ataviada de su misma desnudez, yo no quería verla ¡lo juro! pero una especie de tic nervioso me impulsaba la cara hacia ella, estaba a diez infinitos metros de distancia, quería irme, pensando que jamás la he visto, pero mis extremidades amenazaron con enllavarse para siempre si osaba alejarme, el deseo se adueñó de mí y me acerqué… a su lado un frasco vítreo y dentro del mismo un papel enrollado, amarrado con un trozo de alga; decidí sacarlo, a fin de cuentas la playa estaba desierta:
Te entrego a esta sirena infame
Que intentó una rebelión en mi mundo
Y para evitar que se ufane
De sus actos subversivos y ruines
La he despojado de sus dotes
La he proscrito en silencio.
Neptuno.
Sirena se llamaba pues aquella deidad explayada que al abrir los ojos tomó mi mano y empezó a escupir caracoles.
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