miércoles, 1 de abril de 2009

PINTOR, COINCIDENCIA Y UN LIENZO CRUDAMENTE REAL

La luna iluminaba los espacios muertos que habían quedado olvidados durante tanto tiempo, que en algún momento fueron salones suntuosos de baile, mercados atestados de buhoneros, maleantes y transeúntes; la plaza central con su ayuntamiento, circos pestilentes a sudor y excremento de animal, escuelas de niños burgueses que llevaban manzanas para el recreo; jardines de todo tipo, jardines floridos y podados para los ricos, jardines montosos y sucios para los pobres. Ahora no es más que un pueblo fantasma, un pueblo imaginario.
Las calles eran de piedra, iluminadas por faroles dorados alimentados por queroseno, todos los rótulos eran tallados por el mismo carpintero que no laboraba más que tres días a la semana porque el resto se los pasaba absolutamente ebrio. Así como él, la mayoría de los varones frecuentaba la taberna del centro, una casona de dos pisos que en su planta baja uno se podía instalar en la barra o en las sillas desvencijadas hechas de pochote, que al final de la noche recibían los estragos de las trifulcas que se formaban a causa de las prostitutas del piso de arriba. Quienes, precisamente llegaban a la planta alta recibían toda la gloria, no importaba si con un diente menos, la nariz rota o un hueso quebrado, el premio allá arriba merecía el esfuerzo y la pérdida. El tabernero se esmeraba en reclutar todos los meses un pelotón de muchachas de los pueblos aledaños para animar a los varones que regresaban a sus casas con labial en la cara y los bolsillos vacíos a recibir las tundas e improperios de sus enfurecidas mujeres.
En el pueblo todo giraba en torno a la rutina, una que otra noticia o tendencia nueva se filtraba de vez en cuando, pero el fuerte colador de la moral la atacaba de tal forma que tenía que huir o pasar a la clandestinidad. La gente vivía de distintas formas, los más ricos se asentaron por sobre las montanas en palacetes flotantes que lucían imponentes, en las laderas los medio pelo, que aparentaban más de lo que eran, vivían en casas de cristal opaco y reforzaban los perímetros con setos espinosos para así evitar la entrada de los más desfavorecidos que vivían en casuchas de cartón en el valle, que por acción natural de la gravedad recibían todos los desperdicios que las demás clases sociales les dejaban.
Las señoritas se paseaban en las tardes por la plaza, contoneándose de un lado a otro para provocar a los mozos que al verlas debían bajar la cabeza luego de una reverencia. Las señoras de más edad las divisaban sentadas en los portales, tomando café y bordando finísimas piezas que serían estrenadas en las ceremonias. A las cinco era la misa, oficiada por un cura español rechoncho y mal hablado que tenía a su servicio un séquito de monjas coquetas de dudosa proveniencia. La iglesia era un edificio magistral, con una cúpula inmensa, un atrio de plata, imágenes labradas con el más fino mármol y un limitado número de butacas reservadas únicamente a los colaboradores de la misión de Dios en el pueblo. El resto debía permanecer de pie, sin derecho a limosna ni confesión porque se cobraba caro por el servicio.

Por las noches, a excepción de la taberna, el pueblo permanecía en absoluta paz, los llantos eran mínimos porque los ricos no lloraban y los pobres eran silenciados; las mujeres rezaban el rosario, mandaban a los niños a dormir y hacían eterna vigilia a sus esposos. Las aves reposaban en sus nidos improvisados en los árboles, las bestias dormían con las panzas en petates o en el suelo frío…
Corre una lágrima empedernida por la mejía del pintor, se emociona por haber plasmado en su lienzo un mundo con una fachada distinta a su mundo real de noches ruidosas, smog y bólidos corriendo a toda prisa. Se desconsuela al saber que dentro de esa fachada falsa existe la terrible coincidencia con su mundo actual, de una humanidad que restringe, veda, limita, silencia y oprime eternamente al prójimo.

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