domingo, 29 de marzo de 2009

LA MUERTE INVADE LOS CUERPOS DE CUANDO EN CUANDO




Daniel sale de casa como de costumbre a las siete y media de la mañana, lleva veinticinco años en el bulto y en su faz un semblante enfermo y acongojado. Camina por los mismos callejones de ida y vuelta, apreciando como revientan las flores de las copas de los árboles, como los perros madrugadores se rascan las pulgas luego de su faena interminable y como los celadores aprovechan la salida del sol para cerrar un poco los ojos, haciendo equilibrio sentados en sillas plásticas en dos patas recostadas a la pared. Se detiene por un momento, mareado, se lleva la mano al pecho, cierra los ojos, respira profundamente y prosigue su camino.
Llega a la parada de bus en la que espera un mar de gente, niños que van a la escuela con la panza vacía, una muchacha alta y coqueta de pelo teñido en castaño y la ropa ajustada, un par de malandrines haciendo cuentas de sus ganancias de casas ajenas, otro par pestilente a humo de cigarro, que con ojos llorosos se arrepienten profundamente de haber despilfarrado todo el salario y no bastando, pusieron en garantía sus vidas en el casino…llega la ruta esperada frenando estrepitosamente una cuadra después de la parada, la gente corre con premura, al cuerpo extenuado de Daniel se le dificulta seguirla.
Aborda el bus- una mezcla nauseabunda de olores y hedores invade los olfatos- la máquina arranca implacablemente y uno que otro usuario tropieza, cae, se levanta y no le queda más que reírse. El destino de Daniel no es cercano, al cabo de quince minutos el bus se vacía un poco y hay chance de asiento. A él no le gustan los bordes, la gente pasa, se apoya y golpea, además estando al lado de la ventana es más excusable para él ser descortés y no ceder el lugar.
Hace meses que viene sufriendo de lo mismo, una sensación extraña le oprime el pecho y lo deja sin respiro por instantes. No hay dolor, sólo la impotencia de agarrar aire; siempre luego de ese lapso respira profundamente queriendo atrapar el viento a veces con bocanadas. Observa desde la ventana como poco a poco el calor matutino se va tomando las calles y los rostros de las personas se ponen brillosos. Llega el ataque, siente como el pecho se le dobla tal si fuera un vaso descartable que es presionado hacia adentro, no lleva vecino en el asiento, se agarra fuertemente de las barras buscando en su interior alguna burbujita de aire que lo pueda salvar, abre y cierra la boca como un pez con la plena conciencia que en cualquier momento pasa a pescado, en el bus no hay ni pizca de oxígeno, todo fue absorbido por la masa de gente. Se debilita rápidamente, la piel se le enfría y empalidece, en su desvarío todo se mueve, en las paredes del bus pegadas calcomanías de un “Dios guía mi camino”, “A los pendejos ni Dios los quiere”…son claras señales para Daniel. A las ocho y cinco minutos fallece.

El bus llega a su terminal, pero es que las cosas acá no funcionan de la forma en que se espera; nadie limpia los buses ni saca a la gente, que por dormida, borracha, drogada o muerta no baja antes. Conductor y cobrador hacen su contabilidad, acuden al primer chinamo, compran litros de cerveza que beben a pico de botella y los depositan vacíos en cajillas asignadas para llevar la cuenta. Se suben la camisa, descubriendo su inmensa panza que rascan con toda paciencia, una nube de moscas sobrevuela el lugar, echan piropos grotescos a las mujeres que pasan mientras se agarran el pantalón por sobre sus miembros sudados y hediondos.
Al cabo de un rato el bus sigue su marcha, se repite el transcurso durante unas seis a ocho veces, centenares entran y salen, olores y hedores, pláticas, chismes, pleitos, llantos, risas, súplicas y la muerte ha tomado posesión de un tipo al que nadie pone atención. Seguramente Daniel no pensaba morir de esa forma, probablemente al llegar a casa de noche imaginaba un sepelio digno en una caja de madera fina y muchos arreglos florales. Talvez pensaba en que le gustaría que tomasen fotos de gente feliz brindando en tertulia en el día de su muerte. Una señora que cargaba a un sietemesino se sienta a la par, el niño llora y llora teniendo plena conciencia de que estaba ante la presencia de un difunto…
Cinco y cinco de la tarde, el sol se esconde poco a poco, el calor mengua, la lata del bus cruje y se retuerce de tanto andar y andar. El cobrador del bus apunta con su bolsa de agua de un peso a la faz de Daniel, éste abre los ojos, se lleva la mano a la cara y escucha la voz de aquel sujeto gracioso y regordete diciéndole que ya es hora de bajarse. Respira profundo, lanza al aire una inmensa carcajada y estira las piernas para bajar del bus. Daniel muere y revive todos los días en los buses en horas laborales, nadie se percata y quienes lo hacen prefieren callar por miedo a que los siga la muerte.

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