jueves, 30 de agosto de 2012

LA TRAICION DE JUAN


No cabía un solo zapato más en aquel lugar, sin embargo tuve el coraje de meter el pie en aquella fosa oscura y llena de cuerpos inclinados que chocaban como piedras por los frenazos intempestivos del chofer de la 110. Recibí el codazo de una vieja greñuda y maloliente, la halitosis de un hombre chintano, el quejido estridente de una mujer excesivamente maquillada, los pisotones del resto de los pasajeros pero al fin pude llegar hasta la salida y después de intentar con todas mis fuerzas de abrir la compuerta herrumbrosa salté hacia la libertad que ofrece el asfalto al mediodía. Tenía la cabeza puesta en el trabajo, llevaba un caso de posesión de drogas y tres casos de divorcio, de los divorcios dos de ellos eran a las buenas, es decir que podía llegar a un concilio fácilmente entre ambas partes pero el otro era un poco complicado, o talvez no tanto pero requería de mucha paciencia. Yo lo veía como a una carga, muchas veces pensé en renunciar a él y otras veces se me daba por no contestarle a mi cliente, porque intuía que la llamada sería para ponerme las quejas, que el hombre no había pagado la pensión alimenticia, que no llegaba a ver a los niños, que alguien le dijo que lo vio con otra mujer en un bar, besándose, con el cuerpo de él inclinado hacia el de ella, casi acostándola en el sofá, y después cada quien salía en su carro. Cosas por el estilo, los primeros síntomas de un ser despechado, una maraña de quejas y peticiones jurídicamente imposibles que venían a mí, a un desdichado veinteañero con apenas la mínima noción sobre lo que es litigar.

Salir del bus fue un acto de liberación pero estaba atrasado para una audiencia y el juzgado estaba a unos tres kilómetros de ahí, hurgué en lo más profundo de mis bolsas hasta casi romper las costuras del pantalón pero lo único que encontré eran los C$ 2.50 de mi pasaje. Decidí no perder más el tiempo y subirme al primer bus que siguiera en línea recta, esperé unos cinco minutos hasta que llegó el siguiente, se detuvo ante mi mano alzada, en los escalones había un charco de vómito o de chicha, habían pelotas viscosas que parecían gusanos blancos brillando sobre el metal. El busero se quedó viendo las monedas que le di, echó un vistazo al retrovisor y se secó el cuello con una toalla ennegrecida que llevaba al hombro, arrancó en segunda sin el menor de los preámbulos; sinceramente no sé como lo hacen, eso y llevar la vida de maquinistas que llevan, llenos de exaltación, de inmundicia, de peso, de chiflidos y gritos al final del pasillo, de llantos, de evangelizaciones y discursos estériles y de actos desbocados, sobre todo de actos desbocados. Creo, a diferencia de lo que piensa la gente, que son seres con cierto grado de honor y sensibilidad. Un busero me dijo la otra vez (mientras un usuario del fondo del pasillo lo puteaba) que prefería la palabra conductor o maquinista a busero.   

En la parada de la Colonia del Periodista entró un hombre alto con el pelo estilo afro, se dirigió al maquinista y sin pagarle le extendió la mano, el otro se la estrechó, sonrió con su sonrisa brillante y amplia, arrancó mientras lo miraba y a su vez miraba una pila de sarro y todas las cosas que un maquinista podría imaginar, cosas que Marinetti habrá visto en sus sueños. El hombre afro empezó a aplaudir y a reírse, movía los pies hacia adelante y hacia atrás, yo en algún momento pensé que se iba a tirar a bailar pero lanzó una vista panorámica pidiendo la atención de todos, las disculpas por interrumpir el viaje y entonces supe que se iba a poner a escupirnos sus tragedias como hacen todos los demás. Llegan, vomitan sus tragedias a grito partido, es más te las venden, te cobran por oír sus tragedias ratificadas con sellos del centro de salud o con recetas, radiografías o alguna malformación repugnante en su cuerpo.

Yo iba oyendo Las Tumbas de la Gloria a todo volumen y no lograba escuchar lo que el hombre decía, solo veía sus gesticulaciones exageradas y el movimiento desesperado de sus manos, como una caricatura en medio de un ataque de ansias. Lo único que pude distinguir fue la palabra sida, la repitió muchas veces, entonándola gravemente con un tono deliberado. Pueda que su hijo sufra de sida, pueda que hable de los sidosos que pululan por ahí y te dan la mano y comparten de un mismo vaso, pueda que la noche anterior tuvo una pesadilla con un sidoso siguiéndolo o que él mismo lo sea, cosa que no sé si es posible porque se ve limpio, relajado, sin opresión ni sufrimiento en su cara, aunque en realidad creo que es muy difícil detectar quien padece de algo o no. Le extendió la mano a alguien, la persona se la dio con desaliento, me extendió la mano, sin verme, yo lo vi directamente a los ojos y se la di sin titubear, siguió hablando, el bus llevaba poca velocidad, el hombre se puso a la par mía, escuché que le dio a las gracias a alguien, me dio las gracias a mí, me vio a los ojos, los suyos eran unos ojos negros y desorbitados, el izquierdo tenía una mancha marrón, como un grano de frijol incrustado. Le bajé a la música, preguntó mi edad, veinticinco le dije, me preguntó cuanto le ponía yo a él, me crucé de brazos, treinta, le dije por decirle un número cualquiera, siguió preguntando su edad al público que ahora ponía atención a cada una de sus palabras: treinta y cinco, treinta y dos, cuarenta. Se puso a reír, se tambaleó y creí de nuevo que empezaría a bailar, dijo que era portador del VIH, que me doblaba la edad y que si se afeitaba la barba podría levantar más chavalas que yo, al chile. Me hice el que no lo oí. Pensé en que mi mano jamás iría a ser la misma. Lanzó un discurso sobre la discriminación y el prejuicio ignorante, en eso el hombre tiene razón, de vez en cuando es bueno decirlo a la cara, hacerle saber a la gente su ignorancia. Cambió la dinámica, se acercó a un par de muchachas para hablarles de la belleza, habló de la fidelidad, de la comida de la casa y la comida de la vecina, la que no se debe de jugar, se oyeron risas y más proverbios machistas.
Me bajé del bus, la muchacha de las fotocopias me saludó de lejos, entré y le pedí el baño, quería deshacerme de mi mano, no quería verla ni que el resto de mi cuerpo tuviera contacto con ella, abrí el maletín y saqué un jabón que cargo entre el rollo de papeles sellados, me lavé ambas manos con empeño, primero una luego la otra y luego las dos juntas. Vi a un cúmulo de gente por la ventana, pensé en la audiencia y en la cara de Fernando al verme de nuevo. En la acera, bajo la sombra mediocre de un nim estaba un viejo sentado en una silla plástica, escribía a máquina con destreza ¿cómo es que esa cosa le sigue siendo útil? le pregunté y me contestó que en realidad era cosa del recuerdo o de la nostalgia o del abandono que para él son lo mismo y me dijo algo que sonaba a verso pero que no distinguí con exactitud porque seguí caminando hacia el pasillo atestado de libros, de gente y de humazal. Vi mi reloj, faltaban quince para la una, la audiencia estaba programada para la una, tenía a mi favor quince minutos y el acostumbrado retraso burocrático, decidí relajarme y desentenderme del caso por esos quince minutos, vi a mi oponente sentada en una banca, fumando un cigarro y viendo el pliegue de su falda o hacia al suelo terroso con los ojos achinados. Compré un fresco de granadilla, la mujer me dio un billete roto, intenté devolvérselo pero no lo quiso aceptar, decidí guardar la controversia para después. Me imaginé al sidoso con la cara hecha huesos, con sus ojos desorbitados y moribundos, sentado tras el asiento del maquinista, los imaginé a los dos empinándose una botella de Cañita en el Israel Lewites, compartiendo el gane a eso de las siete de la noche, cuando el sidoso y el maquinista dejan sus hábitos diurnos y se vuelven un par de míseros dipsómanos que no saben jamás como despiertan para vivir un día más. Ellos creen tener mucho en común: el recuerdo de los zapatos de charol que calzaban todos los niños a su edad, los vecinos de los barrios orientales, el terremoto, el abandono paterno, las guerras, las aspiraciones frustradas, el fanatismo y el simultaneo odio subrepticio hacia el caudillo pero básicamente lo único que los une es el guaro. El fresco embolsado se agotó entre mis dedos y el chingaste me supo a detergente, vi pasar a una bandada de pájaros negros que punteaban el aire, una niña recogió un jocote que se le había caído y se lo llevó de nuevo a la boca, esas imágenes me hicieron sentir pereza y confort, sólo Dios sabe que no quería asistir a ese juicio pero ya todo era irreversible.

Fernando entró a la sala con la cabeza gacha, llevaba una camiseta blanca de cuello v, un pantalón kaki y unos tenis negros que lucían nuevos, irguió su cabeza y al primero a quien dirigió la mirada fue a mí, instantáneamente, un instante que corroboré apenas por mi reloj pero que en realidad fue de una opresión eterna. Luego vio al juez, largamente y con ojos de quien clama misericordia, claramente buscó hacer contacto visual pero aquel era un autómata, una máquina para dictar sentencia. En este juicio yo también soy culpable, esto es un poco complicado, es como si a través de mi defendido me estoy defendiendo yo también. Aída, que está detrás de mí, no para de llorar, una voz femenina le dice “tomá, calmate, sonate, todo va a salir bien”. La fiscal narra los hechos: 15 de junio, colonia Miguel Bonilla, era de tarde. Su discurso es fluido y abunda en detalles como vestimenta, el clima lluvioso de la tarde, el nerviosismo de Fernando, los objetos de la casa, detalles que parezcan al juez más verosímiles o más bien de una historia sobrecargada.

Hace dos años llevé un caso por tráfico interno, mis defendidos eran dos hermanos, los agarraron in fraganti manipulando y pesando libra y media de marihuana en el porche de su casa en el Jonathan Gonzalez. Sus caras eran horribles y creo que no podía esconder mi miedo cuando estaba cerca de ellos, jamás llegamos a tranzar palabra y menos mal que así fue. En realidad yo no llevaba ese caso, sólo daba la cara, quien se encargaba de las relaciones limpias y sucias era mi mentor, él me preparó para los discursos y me sentó junto al juez en una mesa de tragos luego de que habíamos ganado el caso. Para esos tiempos Fernando ya fumaba marihuana y él fue quien me instó a fumar por primera vez. Al principio no me gustó porque me daba mucho sueño y hambre pero luego descubrí el placer de la risa estúpida y espontanea y es desde ahí que fumo ocasionalmente.

Él se quedó inmerso en eso y se metió en otras cosas más fuertes, su costumbre era experimentar con drogas nuevas, se sentía como una especie de gurú de la droga entre sus amigos o el impone-modas de la droga, procurando siempre arrastrar a gente a sus experimentos. Yo traté de mantenerme al margen, y aunque si admito que probé un par de cosas jamás me consideré un adepto. Para los tiempos en que lo quebraron mis relaciones con la gente se habían deteriorado, empecé por odiar a mis seres queridos y pronto a todo el mundo, vociferaba groserías y en las noches me dedicaba a buscar videos de formas de vida de la gente en otras partes o en otras épocas hasta que el sueño y la frustración me vencían. Fernando me dijo que me mudara a su casa por una semana, me dijo que no quería amanecer con la noticia de que había matado a mi mama, a mi me pareció algo razonable, además de que el clima en su casa es muy agradable. Fernando al despertarse lo primero que hace es fumar marihuana, luego hace abdominales, luego se baña y desayuna, su empleador le permite trabajar desde su casa y salir cuando es necesario; una mujer le llega a hacer el aseo y el almuerzo todos los días de once a tres, apenas ella se va él enciende un porro y luego sigue así a razón de uno por hora o dos si está enfrascado haciendo algo. Al principio participé activamente de su hábito, llegaba al mediodía y nos encerrábamos a fumar o nos íbamos a caminar por el bosquecito del Mokorón y ya a eso de las seis nos poníamos a preparar la cena. Eso fue hace dos meses pero por alguna extraña razón siento que fue hace años.

Esa tarde yo andaba peor con el mundo, ya no lo toleraba ni a él, quería que se fuera, yo sé que es su casa pero sentía unas ganas inmensas por suplicarle que me dejara sólo por un rato. Además el olor a marihuana me estaba provocando nauseas. Decidí llamar a la policía. Cuando llegaron yo ya había sacado las cosas y había vuelto a la casa de mi mama. Desde esa noche no duermo, literalmente, uno puede acostumbrar su cuerpo a la vigilia, yo no sabía eso hasta ahora, pero la mía no era una vigilia ansiosa sino penitente y dolorosa, una vigilia de culpa. Esta es la tercera vez que lo veo, no sé a ciencia cierta si él lo sabe, la lógica me dicta que lo intuye, nada más. La primera vez que lo vi preso fue después que Aída me llamó, yo me hice el sorprendido, tartamudeé, le dije que iba de inmediato para la delegación y colgué la llamada. Hasta ese momento me percaté de la gravedad de los hechos, había visto la bolsa, eran al menos unos veinte gramos, estaban a la vista, además que habían caletas en todos los ceniceros de la casa. En el camino a la delegación recibí la llamada del papa de Fernando, su voz grave se oía quebrada, le mentí, dije que lo íbamos a sacar, me pregunté porque no habrán llamado a alguien más, un abogado más competente, con experiencia. Fernando estaba en una esquina de la celda, pegado a la reja, sus ojos se clavaron en mí, me ericé, bajó la mirada, empezó a susurrar: - yo pensé que cuando me dijiste ahí vengo eran cosa de quince minutos, pensé que eras vos, abrí la puerta con un churro en la boca y me tiraron al suelo, me montaron en una moto, dimos unas vueltas absurdas por lugares que nada tenían que ver con la ruta a la delegación, después me trajeron ¿hallaron la bolsa, qué más hallaron? ¿estoy hasta la verga verdad? Ayúdame, puta Juan ayúdame, yo no quiero estar en esta mierda, vos sabes que solo es para mi consumo. Volví a mentir, le dije que teníamos a nuestro favor el que allanaron la casa sin orden alguna, aunque en realidad eso no ayudara de nada. Pensé en llamar a mi mentor, él podría resolver aquello de un chasquido, el papa de Fernando tendría el dinero suficiente para sacarlo por medios alternos, todo estaba resuelto en mi cabeza pero estaba el hecho del estado transitorio de misantropía en el que me encontraba. Si lo sacaba de inmediato haría un acto de humano y no estaba dispuesto a hacer algo así en ese momento. Decidí quedarme de brazos cruzados y esperar. De inmediato se vino la angustia, la culpa, la depresión y con esperanza pensé que eso me humanizaría lo suficiente para marcar el número de mi mentor pero tampoco lo hice. Aída me llevó a verlo la segunda vez, le llevó una caja repleta de comida chatarra, cosas que a Fernando le han de gustar, además de un par de mudadas de ropa, los policías sólo dejaron pasar la ropa. Lo llevaron esposado a un cuarto en el que nos instalaron, había una mesa larga y alta, tres sillas de metal y un archivero en un rincón. Aída lloró al verlo y se llevó la mano a la boca para evitar escándalos, su barba café estaba tupida, tenía una herida pequeña en la frente y el pantalón era muy grande, hicimos broma de eso, nos dijo que se lo había robado a otro preso. Dijo que estaba bien, había tres más en la celda, uno había mandado a su mujer al hospital, a otro lo agarraron con ñoña y otro (de quien dijo que era el más civilizado) había cometido estupro. A veces dejaban a otros reos ahí pero al día siguiente los transferían a otras celdas. Nos habló de como se ve el reflejo de la luna en el alambre de púa, de la medición de las horas a través de la posición del sol que entra apenas por los barrotes, de las anécdotas de los otros reos, preguntó por su papa, agradeció las mudadas, lloró, lloramos con él pero aun así no marqué el número de mi mentor.

Me ocupé de otras cosas. Supe que el mundo me odiaba a mí también, pero de una forma aun más visceral y manifiesta, le corté el habla a mi mama y a mi hermana y usaba la casa como una pensión. Un domingo me pasó algo curioso, no pude abrir la puerta, por más que lo intenté, grité, pateé, empujé, quebré cosas, no pude. La claustrofobia es un trastorno agotador y al cabo de una hora ya no tenía fuerzas para luchar, así que me recosté a la puerta golpeando apenas con los nudillos o dejando caer el peso de mi espalda sobre esta, oí la voz de mi mama: Juan, estás castigado, vas a pasar todo el día en tu cuarto para que reflexionés. Me imaginé miles de formas para matarla, con saña, disfrutando imaginariamente de su agonía, no planteé un destino fatal para mi hermana porque no aparecía en la escena, sin embargo sabía que había al menos colaborado llamando al cerrajero para que llegara a instalar un cerrojo por fuera o metiéndole las ideas a mi mama. Ese día no comí, me dediqué a devorar los libros que había robado de la biblioteca de mi tía después de que ella murió y que desde ese momento yacían encajonados en un rincón del cuarto. Perdí la noción del tiempo, del hambre, de la fatiga, me despejé de cualquier necesidad corporal, no sé cuanto pude haber leído pero sentí que había cruzado planetas enteros y caí en un sueño denso en el que todas las cosas leídas convergieron para crear un nuevo universo. Desperté, el reflejo de la luz de la sala entraba en diagonal, descubrí con poco interés que la puerta ya estaba abierta, eran las seis de la tarde del día siguiente, cerré la puerta y vomité una pasta abundante. Caí en el sueño de nuevo, seguramente vencido por el agotamiento de las arcadas. Desperté a la una de la mañana, la sensación de vigilia había cesado, llamé de inmediato a mi mentor, bip-bip-bip unas cien veces, nunca contestó. Necesitaba un baño y comida. La refri estaba llena, como si mi mama me premiara por haber soportado el castigo con dignidad. A la mañana mi hermana irrumpió en mi cuarto, se lanzó a mi cama, despertándome de un tiro y prendió la tele, - ¿qué querés, qué querés? jalá…- shhh, callate y ve las noticias, me dijo. Lo habían encontrado dentro de un tramo de ropa en el Oriental, llevaba puestos un hilo dental y un brassiere rojos, había un hoyo en su frente y heridas leves a lo largo de su cuello, su mano derecha abrazaba a un gallo que estaba desplumado y con el pescuezo doblado, encontraron a otro gallo que estaba vivo e inmóvil en un rincón del tramo y debajo su cartera con cinco mil córdobas, tres tarjetas de crédito, bouchers y credenciales. Con razón no contestó el teléfono. Lo que me aterrorizó no fue la extravagante muerte de mi mentor sino que ahora me encontraba con que había perdido la oportunidad de sacar a Fernando de la cárcel. Yo no conocía a ninguno de los contactos de mi mentor, no podía avocarme a nadie, estaba perdido, no yo sino Fernando pero en ese momento sentí que era lo mismo, compartimos el mismo delito como el sidoso y el maquinista comparten su dipsomanía. Inútilmente le planteé al papa de Fernando que sobornáramos al fiscal o al secretario o al juez o a los tres juntos porque aquel señor era muy recto como para hacer eso, además de que la idea era sumamente descabellada. Busqué la asistencia de otros abogados y en todos encontraba el mismo veredicto: hundido.

Una noche antes de la audiencia Aída me llamó, me dijo que saliera, estaba estacionada frente a la casa, entré al carro, sus ojos color miel detuvieron a los míos y sentí el aroma de su perfume y un leve olor a licor. Me preguntó desde cuando conozco a Fernando, hace seis años, respondí sin tener idea de adonde iba con eso ni el motivo de su intempestiva llegada, después siguió hablando, me contó que salió del trabajo, una amiga la invitó a cenar, después fueron a otro lugar, se tomó unos tragos y resolvió llegar a buscarme para proponerme que nos acostáramos, me vio a los ojos y me afirmó que sabía que yo siempre la he deseado, ratifiqué su afirmación, yo no te deseo, me dijo secamente, sin embargo sé que los hombres antes de ir a la batalla cogen con sus mujeres como si fuera la última vez para fortalecerse, y ya que vos no tenés mujer te propongo que lo hagas con lo más cercano que tenés a una, que es la mujer de tu mejor amigo, así te doy las fuerzas suficientes para que mañana saqués a mi Fernando. Un disparo súbito de sangre inundó mis venas y mi miembro se tensó. La metí al cuarto, se quitó la blusa y llenó el espacio con su aroma exquisito, me acosté sobre ella y sin mayor preámbulo se la metí, tratando de disfrutar cada instante, cada pedazo de su cuerpo, aunque ella estaba tan rígida como una momia; cerró los ojos para no verme o probablemente para imaginarse cualquier otra cosa menos aquello que estaba haciendo. Cuando terminé me apartó de inmediato, empezó a vestirse, me dijo que esperaba un resultado favorable al día siguiente y salió a montarse a su carro.

Mi defensa fue impecable, en materia judicial perder o ganar es una cuestión bastante relativa, si uno no gana la complica aprovechando todos los elementos posibles para hacerlo. A Fernando le dieron dos años. Me acerqué a él, lo tomé de los hombros y le aseguré que lo ganaríamos en apelación. Todo lo demás fue olvidado, me curé de aquella sensación de persecución, ahora creo que mi malestar es más genérico: proviene de una predisposición de aversión hacia la humanidad.     

viernes, 3 de agosto de 2012

LA DEVOLUCION


Habían dos opciones: A) estaba sumido en la completa irrealidad, B) no era él mismo sino que estaba viendo las cosas a través de otra persona, que asistía a sucesos tan genéricos como desdichados e incomprensibles. Sintió un impulso interno que se dejaba venir desde el estómago, pasando por el alargado y estrecho conducto que desembocaba en una arrojada inacabable de arena hecha lodo. Todo era gris, la arena, el agua, el cielo, las paredes cuarteadas, los pedazos de troncos, los mojones, las barcas que yacían reventadas sobre las rocas, incluso sus manos y sus pies. Se angustió al percatarse que todo estaba enteramente vacío; se levantó, sintió calambres en sus piernas y en su cuello, caminó tres pasos y cayó tan gris y pesado como el plomo, resistió a la desesperación y resolvió ir a rastras, así, adonde fuera.

El mar lo había vomitado después de estar tres días a la deriva a una distancia mayor que el horizonte en el que termina el mundo concebido por los antiguos y los retrógrados. Habían sacado buena pesca, todos cantaban muy alto y bebían de la misma botella, ritual de victoria que sólo hacían cuando las cosas salían mucho mejor de lo planeado; comunicaron por radio que al amanecer llegarían cargados y que probablemente requerirían de algún bote que les ayudara a llevar la carga para no encallarse por el peso al acercarse a la playa, vieron el reflejo tenue de la luna en el mar y lo siguieron hasta que el oleaje lo fue desdibujando poco a poco para aniquilarlo por completo.

Había una discusión estéril y acalorada sobre la conversión exacta en metros de la milla náutica, uno defendía fieramente su valor exacto expresado en 1852 metros, otro en que es el equivalente a la milla inglesa, uno planteó que era el equivalente a la trayectoria en línea recta de un cuerpo flotante hasta que éste empezara a girar y desviarse, otro lo refutaba enérgicamente alegando que el postulado era ridículo ya que eso dependía de la masa y el volumen del cuerpo, a lo que, el postulante lo retó con plena convicción a que se practicara el experimento al día siguiente, con los primeros rayos del sol. Incluso hubo uno que introdujo la idea de que la milla náutica era el equivalente a dos mil brazadas humanas. La cabina parecía incendiada entre los vocerrones, el humo, el calor y el crujir de las tablas. Eran marineros audaces, hombres que iban de los veinte a los treinta años, herederos de un legado histórico de retadores del mar, entre sus dichos estaba el que podrían sobrevivirlo todo después de trabajar en el mar, pero no querrían otra cosa más que la vida que llevaban, no porque fueran a ser inútiles dedicándose a otros hábitos (reafirman en coro: “podrían sobrevivirlo todo después de trabajar en el mar”) sino que ese era su fundamento. Había otro dicho que se repetía: “somos como barcos, necesitamos de la tierra apenas brevemente pero es aquí donde fluye nuestro espíritu”. La cabina se quedó en silencio un poco después de la medianoche, cuando la controversia sobre la milla náutica fue a parar en la imagen que de niños todos presenciaron: aquel monstruo marino moribundo, que abarcaba la mitad de la playa y que a cada exhalación hacía temblar a la tierra. Natan Salitas (aquel borracho charlatán) les hizo creer que el monstruo era un cementerio gigante y que si le abrían sus entrañas encontrarían los restos de sus padres, tíos, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos hasta llegar a los iniciadores del mundo. Curiosamente ese viejo moriría diez años después, engullido por un animal veinte veces más pequeño que el monstruo marino que los hizo pasar en vela por meses enteros. Aquellos meses, valga decirlo, también son memorables, si bien es cierto las noches eran terribles se veían compensadas por los días en los que podían salir todos juntos sin ningún retén porque sus padres prefirieron dejarlos al garete como terapia de sanación y de olvido. Así se lanzaron al mar por sí mismos, construyeron arpones, lanzas y trampas, conocieron las cuevas submarinas y descubrieron que los tesoros de las leyendas se resumían a una pila de maderos podridos que la naturaleza había sabido aprovechar al máximo. La inseparabilidad del grupo consistía en su conexión con el mar, fuera de ahí podrían ser otros, seres hoscos, perpetradores de violencia en las tabernas, desgarradores de la sociedad, animales con sed insaciable de caos; podrían pasarse al lado y no reconocerse o reconocerse como enemigos acérrimos que se baten en duelo hasta la muerte o hasta tocar las olas de nuevo, pues estas serán las únicas dos cosas por las que volverán a ser hermanos de nuevo. Sus mujeres son las más bellas y aguerridas del pueblo, sumamente fuertes, aunque sus ojos reflejan la añoranza de quien observa el mar esperando algo. En todas las casas de los pescadores hay un lienzo en acuarela del mar, el sol se refleja pobremente de entre las nubes y al fondo, apenas se vislumbra una sombra en el horizonte, la sombra que es a la vez una esperanza y un dolor aniquilador. Todos los lienzos son iguales, pintados por la misma persona en el mismo día, la única diferencia, casi imperceptible, es una leve discrepancia en la tonalidad de los mares. 

Al caer en la hamaca cerró los ojos, escuchó la respiración y los ronquidos de sus compañeros e hizo una canción con eso, una canción sencilla, un corito que se colaba entre las respiraciones y los ronquidos, alternado con chiflidos breves y la imaginación de un acordeón de fondo. Sonaba triste o melancólica. Una cancioncita de entierro. Pensó en que le gustaría que le cantasen algo así cuando le llegare su hora, imaginó a todos cantando alegremente mientras lo despiden con el agua a las rodillas y lo dejan irse, cubierto de flores, en una hoguera flotante que lo llevará hasta el fin del mundo de los antiguos y los retrógrados. En esa imagen plácida logró el sueño. El temblor no lo sintieron, eso pasó mar adentro, aun más allá de lo que ellos ya estaban; la radio había sido apagada, el viento dejó de soplar, una bandada de pelícanos sobrevoló la embarcación sin coordinación alguna, unos cuantos se posaron en la proa por un instante y cayeron muertos en la cubierta, el resto se suicidó cayendo en picada hacia el mar.

Lo que se vino no pudo ser procesado bajo ninguna concepción concebible, los instantes de creación y destrucción están desprovistos de cualquier lógica, sólo pasan. Cualquier idea predeterminada es inútil. No sólo no supieron lo que pasaba sino que fueron arrastrados a ese primer instante de vida en el que uno abre los ojos y lo ve todo, malditamente, espeluznantemente todo lo que podría haberse visto. El mar les dio la vida y como recompensa se las quitó. Todos vivieron y murieron en ese primer instante, todos salvo él, que ahora se arrastraba hacia algo rojizo que divisó en la playa, probablemente sus piernas estaban rotas, la piel le hervía, su visión era como la de ver las cosas tras un vidrio empañado, no lograba distinguir nada preciso a la distancia; el olor a sal y a carne en descomposición era asquerosamente penetrante, volvió a vomitar el lodo arenoso. Siguió arrastrándose entre la arena y los escombros grises, pasó entre leños y árboles enteros, pedazos de embarcaciones, vigas de acero, tucos de pared, plásticos, esqueletos, todo era una sola masa casi informe y sólo quedaba ir hacia la mancha rojiza que rompía la monocromía de esa imagen abominable. No pudo recordar nada después que fue vomitado por el mar, siguió arrastrándose como reptil moribundo hasta que logró llegar a la mancha rojiza y descubrir que era lo que él inconscientemente temía: un cuerpo. En realidad no era un cuerpo formado sino un promontorio de carne roja y pestífera, la cabeza estaba despegada del resto del cuerpo y yacía a un par de metros de distancia, los costados y el pecho estaban totalmente abiertos y cundidos de gusanos y sólo había una pierna sin el pie. El horror lo tomó, lo hizo correr un par de metros y darse cuenta de que estaba físicamente estable, pensó en que no podía, no debía morir ahí y que tenía que buscar a alguien que le explicara todo aquello, alguien que lo reconociera a él, que lo llamara por su nombre (un nombre que también desconoce) y le dijera “estás a salvo”, porque por más que lo intentaba no podía recordar absolutamente nada. Cayó muchas veces, como el ejercicio de los primeros pasos, se percató que si seguía impulsando su cuerpo hacia adelante caería mucho más y logró andar erguido, llegó hasta donde la arena es candente y se hace dunas, se enterró vidrios en los pies y tuvo la sensación del dolor, vio y bebió de su propia sangre y sintió el pálpito en su pecho, descubrió que la respiración consta de dos actos, uno hacia dentro y rápido y otro hacia afuera y pausado, vio sus lágrimas caer y colarse en la arena, sintió hambre. Vio su reflejo en un charco, se quedó observándose no muy convencido de lo que veía y movió su cabeza de un lado a otro para convencerse que era él mismo quien coordinaba los movimientos que veía en el reflejo. El camión pasó ante él, un hombre con casco rojo lo observó con perplejidad, atrás habían voces, decían cosas que él comprendía ligeramente, como si alguna vez las había escuchado. Lo tocaron, lo tomaron de los brazos, le echaron una toalla en la cabeza para que evitara ver a los muertos que iban apilados en el volquete y lo montaron a la camioneta. En el radio una voz hacía repaso de la cifra de muertos, que hasta el momento ascendía a 550, el terremoto había sido de 8.5 grados de magnitud sobre la escala de Richter, a una profundidad de 13 kilómetros y a una distancia considerable en mar abierto, la ola había alcanzado los 9.5 metros. Al llegar al hospital alguien lo llamó por su nombre pero él no volvió a saber porqué le llamaban así.