lunes, 2 de abril de 2012

II

Me llamo Lautaro Cárdenas, aquí está mi carnet. El guardia, bastante más bajo que él, lo ve con profunda ira, sus ojos de una negrura atroz se entrecierran mientras intercalan la vista entre el rostro filoso del hombre y la foto. Le apunta al pecho con su Garand. Le gusta apuntar al pecho de la gente, se imagina como ese cajón de carne se abriría con el impacto del proyectil, como el chote de una rosa roja explotando en medio de la noche. Una imagen que le parece sumamente poética. Ha disparado a personas sometidas e inmóviles pero siempre en otras partes, en la cabeza, a la altura del ojo, en el estómago, en el sexo, en las piernas, en los pies. Nunca en el pecho. El guardia se llama José, es nieto del segundo nicaragüense que se enlistó en la Guardia Constabularia, cuando ésta todavía estaba regida por los gringos. José es oriundo de Camoapa, habita desde hace tres años con su mujer y un niño de dos años en el barrio Campo Bruce, ahí, por descontado, nadie lo quiere. Su mujer había sido estrenada por su hermano Aaron. Ella tenía 15 y Aaron unos 18, un día de tantos él pasaba en su caballo mientras ella se bañaba en el río con el camisón puesto, sus pezones y sus curvas repintadas lo excitaron sobremanera y la violó ahí mismo, algo que no era del todo extraño y hasta cierto punto era costumbre. Ninguno de los dos dijo nada, no hubo más violaciones ni encuentros furtivos. La vida transcurrió normal. A los dos años ella empezó a jalar con José y un día antes que Aaron se fuera para Honduras a trabajar durante la temporada de siembra, le contó lo sucedido. José siempre ha sido un indio duro y trozado, jamás dijo nada al respecto ni le pidió explicaciones ni a Aaron ni a su mujer ni tampoco hizo escándalo, pero desde ese momento la ira le carcome hasta los tuétanos. Cuando duerme tiene pesadillas en las que su mujer aparece en el centro del parque de Camoapa, que es el punto de reunión del pueblo, hay una cola inmensa que llega hasta la calle y ahí da vuelta como serpiente humana; ella está desnuda y acostada sobre un colchón, un hombre la está penetrando, se viene, ella lo empuja y abre las piernas para recibir al siguiente. Todos son conocidos, el alcalde, los vecinos, familiares lejanos y cercanos, enemigos de la infancia y Aaron, que está a cierta distancia, inmóvil, fumándose un cigarro. Ella ve a José mientras es penetrada, lo ve con los ojos enrojecidos y el semblante agotado, cabrón, cabrón, cabrón le dice casi en susurros y suelta una leve risa, una risa breve que sólo él escucha, una risa que le suena a burla y que a pesar de su levedad le martilla los tímpanos. A veces sale al patio de su casa a pegar gritos y disparar al aire.

Ahora José le ordena a Lautaro que se arrodille mientras mira el carnet. Se acerca a otro guardia que está apoyado en un poste, con la mirada abstraída en algún punto impreciso, éste agarra el carnet y lo mira con no demasiada atención. Soltalo, de nada nos sirve, soltalo. Lautaro agarra su carnet y sigue caminando, Esteban apunta a la escena con su FAL, apostado en el techo de teja de una casa de la calle opuesta. Cuando el guardia ordenó que Lautaro se arrodillara pensó que se lo iba a echar y estuvo a punto de disparar pero algo, talvez la actitud despreocupada del otro guardia, lo hizo reflexionar y esperar el desenlace. Extendió un poco los brazos, apoyó su frente sobre la culata, casi se quedó dormido, se sobresaltó y fue bajando lentamente del techo.    

Lautaro saca un paquete de cigarros y un chispero de la bolsa del pantalón. Camina rápidamente entre las pilas de escombros y las barricadas deshechas esta mañana por las palas mecánicas. Las barricadas se erigirán de nuevo, al filo de la tarde, cuando las primeras push-pull salgan a su ronda habitual y el fuego guerrillero haga a la infantería de la guardia retroceder. Sus nervios van movidos por un vaivén al que trata de no prestar atención más que instintivamente, un instinto que lo lleve a correr si es posible o esconderse en el zaguán de una casa si da el chance o entregarse, dejarse requisar y talvez (una posibilidad que no deja de ser alentadora) salir con vida. Lautaro ya sabe lo que es una tortura, y el recuerdo está más que fresco, en carne viva.

Después de una revuelta organizada por los estudiantes de la UNAN, a la que se sumaron ciertos sindicatos y fuerzas políticas opositoras en contra de la absurda política económica y la represión del Somoza hijo, capturaron a cientos, de entre los que seleccionaron a los más ilustres, un grupo de 20, entre ellos Lautaro, que es líder universitario. Fueron llevados a una finca en El Crucero. El lugar estaba a unos 5 kilómetros al sureste del pueblo, era un galpón al que se accesaba por un caminito en medio de una montaña. Los 5 jeeps y los dos carros Ford pararon a un costado del galpón, los faros iluminaron una hilera de gencianas que se mecían estoicas ante la inclemencia del viento, agrupadas ahí como grumos de algodón pincelados en celeste o violeta. Los sacaron a empujones, algunos a patadas, estos últimos caían al piso y se levantaban inmediatamente para no volver a ser pateados. Una vez todos dentro cerraron la única puerta que había, una puerta de metal que chirriaba como una máquina herrumbrosa. Quedaron en total oscuridad, todos callaron, se oían las respiraciones alborotadas, los tics nerviosos, los latidos de los corazones exaltados. Esta fue la primera parte de la tortura: el juego psicológico. Un ruido ensordecedor los hizo saltar, chocar ente ellos en la absoluta oscuridad. Al momento cayó otro, eran piedras u objetos duros que caían al techo, resonaban como bombas, las tiraban cada dos o tres minutos, a veces tiraban piedritas o balas que por la inclinación rodaban por el techo y hacían un sonido como de cascabeles metálicos, un sonido aterrador que hacía morderse las uñas. De pronto cesaron y empezó un tímido cuchicheo entre los prisioneros, se reconocían entre ellos en las penumbras, se sentían felices de saber que seguían vivos, como niños que acaban de ser cegados con ácido y albergan una esperanza remota. Se oyó un chirrido de llaves, un golpe duro, talvez una patada abrió de un canto la puerta y se dejó ver la figura de un hombre en el marco, más bien una sombra humanoide proyectada por los faroles. Una luminosidad amarilla y chocante cubrió el lugar, hasta que poco a poco los ojos de los prisioneros se fueron acostumbrando. El sitio era rectangular, cubierto por paredes de ladrillo de barro, a un costado estaba una mesa con varios instrumentos, una silla elevable con amarres en los brazos y un perno que salía del espaldar para amarrar la cabeza. En el fondo había separaciones de madera: una caballeriza con nada más que cuadros de paja y un par de monturas. Entraron, entre ellos el teniente Damián González, hombre de confianza de Somoza, condecorado en múltiples ocasiones, graduado de West Point, famoso por los operativos que monta en la carretera Managua-Carazo, en los que se dejan los cuerpos calcinados de sus víctimas en las sierras o a la orilla de la carretera. González era el encargado de la operación. De mediana estatura, tenía un semblante puntiagudo como de un machete filoso, su nariz era pronunciada y las cuencas de sus ojos eran muy hundidas y redondas, como las de un ave de rapiña. Les ordenaron sentarse de dos en dos, espalda con espalda, en medio del galpón.

González empezó a caminar entre ellos, a veces pasándose de un lado a otro de la fila, jugando con sus nervios, aprovechando para patearles levemente las cabezas con su bota. – Los alborotadores, si tienen los huevos para andar de alborotadores tienen los huevos para estar aquí ¿o no? gritó mientras entrecerraba los ojos y veía lo lustrosas que llevaba sus botas. El resto de guardias se apostó en las paredes de ladrillo, encendiendo cigarros que se pasaban entre ellos ¿Quién fue el que instigó a la gente, quien? a ver huevoncitos ¿quién? La marcha había sido convocada por el CUUN de la UNAN, y a esta se unieron las representaciones de diversos sindicatos de agricultores y acopiadores afectados por la reciente alza indiscriminada en los impuestos. La oposición política aprovechó el eco de protesta y se unió. Se convocó a las 9 de la mañana, salieron de ahí a las 10 rumbo a la loma de Tiscapa. A la altura del antes edificio del Pedagógico La Salle la guardia abrió fuego al aire y la gente se dispersó. Claro, hubo tiros directos y deliberados a la humanidad de los manifestantes. Este es el fruto de la captura, un manjar que Tachito y sus verdugos disfrutan lentamente, cucharada a cucharada, endulzándose el paladar con bocados rellenos de saliva. Un ritual macabro que los fortalece, que alimenta su sadismo. A mí me gusta esto de estar con ustedes, dice González con una sonrisa forzada hacia un lado. Me gusta ver estas caras, caras de personajes que traicionan lo más sagrado de la patria ¿y saben qué es eso? el honor. Y ustedes pisotean el honor del general, de la nación, del pueblo, de ustedes mismos y de lo que representan. Pendejos, de ustedes mismos y de lo que representan, para eso hay que ser muy pendejo. Una voz enérgica y vibrante sonó por el radio del teniente. González ¿dónde jodido están? El teniente titubeó por un momento, como ensayando lo que iba a decir, dio media vuelta, quedando a espaldas de los rehenes, y contestó: - en el galpón, en el Crucero mi general ¿Cuántos? Son veinte, y nosotros somos diez. Procedé rápido González. Era el propio Chigüín, dando órdenes someras de qué hacer con ellos. El radio emitió un hilo de estática por un momento, un momento que a Lautaro le pareció eterno, lleno de demonios que clamaban en la oscuridad por su alma. Su espalda, al igual que la de todos sus compañeros estaba cubierta de un sudor helado que lo hacía tiritar. Vamos, gritó González, ya oyeron, estos pendejos de que cantan cantan. Los esbirros entraron en acción. Los empezaron a atar de los pies y de las manos con mecates, después los patearon, con el empeine o con la punta de sus botas, en la cara, en los costados, en las bolas, en la espalda si caían retorcidos. Un guardia chaparro, chirizo y de piel roja como el achiote trajo una caja de cartón y empezó a distribuir linternas. Apagaron las luces de nuevo y les apuntaron con las linternas directamente mientras los pateaban, les pegaban con el puño cerrado o arremetían con las culatas de sus Garand. La luz de las linternas era blanca y sus haces se reflejaban como sables de neón embadurnados de sangre, sables que iluminaban las partículas de polvo que subían y bajaban como una nube suspendida por el ataque bestial de los guardias. Un disparo seco seguido de un ay en sostenido pausó la escena. Se encendieron las luces, uno de los muchachos del CUUN estaba tirado en el piso, de su garganta manaba un manantial de sangre, González quedó viendo al guardia que estaba más cercano a él y con expresión grave le preguntó ¿vos fuiste? sí, fui yo teniente, me había pisado la bota. González soltó una carcajada tremenda, una carcajada que lo hizo doblar las rodillas, de inmediato sus monigotes se carcajearon, estúpidamente, como un coro suicida de risas que se lanzan al despeñadero. Mientras tanto el muchacho abría bien los ojos para dar su última mirada a la tierra, y entre estertores volvía la vista a sus compañeros que lo sufrían impotentemente mientras se ahogaba en su propia sangre. Me había pisado la bota, repitió González entre risas que se prolongaban en las esquinas del galpón, vos si que sos un sanguinario Morales, te voy a empezar a tener miedo. Levantaron a Lautaro y a tres más, a él y a dos más los sentaron en sillas de metal que dispusieron frente a la silla elevable, en la que sentaron y amarraron a Alberto Núñez, miembro del partido comunista. Ellos tres estaban en los asientos de primera fila para presenciar la brutalidad que se venía. El propio González reclinó el asiento y dejó al político en una casi total posición horizontal. Dio una vuelta alrededor de la silla, volvió tras sus pasos y se detuvo ante él, viéndolo con ojos de rapiñero insaciable, se le acercó y le escupió a la altura de la boca – callate, callate, sos muy tapudo, en tu cama estuvieras con tu mujer ahorita, quien te manda de zafado. El gargajo bajaba por el cachete derecho de un Alberto Núñez sometido, que con perplejidad abría y cerraba los ojos como queriendo salir de una pesadilla. El teniente sacó de su funda una pistola y le dio con el cañón en la cara, de inmediato corrió sangre abundante por la boca y la nariz del político que ahora profería gritos ahogados y súplicas, por favor pero si yo no hice nada, repetía. Callate tapudo, callate, callate. Fue hasta la mesa en donde uno de los guardias le mostró dos tenazas y él le ordenó a éste que siguiera el procedimiento que ya sabía hacer con experticia. El guardia se acercó con una tenaza oxidada que parecía el pico de un ave y empezó a arrancarle una a una las uñas de la mano derecha. El galpón vibraba con los gritos de Alberto Núñez ante la mirada imperturbable de su torturador y de todos los torturadores. Cuando éste terminó de arrancar la última uña de la mano González gritó un basta y pateó el estómago de uno de los que estaba en el piso, acto seguido le pateó la cara y el estómago de nuevo. Ahora a esos tres pendejos, gritó. El torturador, tenaza en mano caminó hacia la derecha para empezar con Lautaro, lo abofeteó y escupió, como Lautaro no dejaba de mover las manos lo volvió a abofetear y le pateó la cabeza de tal forma que lo botó de la silla. Estando en el piso le trituró la uña del dedo gordo de la mano derecha. Por el radio salió de nuevo la voz, esta vez un poco más serena o talvez agotada: González, dejá eso ya, destiná a tres de tus hombres para que se queden con ellos y vos te venís, que no les den nada de comer, que se jodan. Sí mi general, respondió con desilusión. Mierda. Los ojos de González se tornaron más negros, pateó con rabia una cubeta vacía de metal que fue a parar al otro lado y se acercó a Alberto Núñez, quien estaba a punto de desmayarse del dolor. Hombre, calladito te ves mejor, le dijo en voz baja. Una imagen súbita se le posó: era él sometido a la silla, de su boca fluía un borbotón de sangre negra que manchaba su uniforme. La imagen le causó mareo. Salió con la mayoría de sus hombres, quedando sólo tres en misión de resguardo. Ahí los retuvieron por dos días, malheridos, sin nada de comer, sin más torturas pero con la herida del terror abierta, esperando lo peor, imaginándose que llegaban en cualquier momento con una lista y los iban llamando para fusilarlos uno a uno delante de un paredón despintado y cubierto de moho.       

A la tercera mañana entraron los tres guardias al galpón y les vendaron los ojos con unas cintas, los empujaron hacia el cajón abierto de un camión destartalado y los tiraron a plan. Los prisioneros inhalaron el aire fresco de El Crucero, el suave olor de las gencianas que se propagaba con la brisa matinal, sintieron los rayos de sol en su piel, el viento que les mecía el pelo, se sintieron medianamente aliviados. El camión arrancó dando tumbos en el camino de tierra que partía a la montaña. Salieron a la carretera, doblaron a la izquierda y de nuevo el camión empezó a dar tumbos, luego se detuvo y los guardias se bajaron y los tiraron hacia la tierra como sacos de papa. Iban cegados por las cintas y atados de las manos. Aquí se quedan perros, les gritó un guardia, y se oyó el motor del camión arrancando forzosamente y alejándose. Estaban débiles, hambrientos, heridos, harapientos, cubiertos de su propio orín y sus propias heces. A como pudieron se fueron quitando las cintas de los ojos, las ataduras de las manos, decidieron que lo mejor era empezar a caminar en dirección al pueblo que se divisaba a unos cien metros. Salieron del camino y anduvieron por el borde de la carretera, cabizbajos, casi cayendo desmayados, como una pandilla de zombis mutilados, como si hubiesen sido vomitados por una bestia abominable que no los pudo digerir. Cuando empezaron a llegar a las primeras casas la gente salió a verlos, algunos estupefactos de ver aquella marcha de muertos vivientes, algunos los divisaron y se encerraron por temor a futuras represalias, otros les ayudaron, les soltaron las ataduras, les dieron agua y de comer, los metieron a sus casas.

El episodio fue cubierto por la prensa crítica al régimen y por la prensa internacional, por supuesto la prensa servil del general la desestimó diciendo que había sido un ataque subversivo enmascarado en una manifestación política y que la verdadera razón era atentar contra la integridad física de Tachito. Es más, las columnas del diario Novedades (diario oficial de la dinastía) se explayaban relatando la benevolencia del general, que éste no iba a presentar cargos contra los responsables de estos atentados tan gravísimos como imaginarios, y que aun así estaba dispuesto a darle un voto de confianza a los subversivos. Somoza el magnánimo, decía la gente con tímida sorna. Cuando se le impelía a que hablara sobre lo acontecido éste se justificaba o daba traspiés mañosos para obviar el tema, minimizando la represión de la manifestación, seguida de la tortura de 20 personas y la muerte del político Alberto Núñez y Estanislao Gómez, representante del CUUN de la UNAN León. Cabe señalar que Núñez era un viejito de casi 70, y que aunque mostraba aun cierto vigor y decisión para enfrentar a la dictadura, su arteriosclerosis difícilmente le permitiría empuñar y disparar un arma.

Para Socorro todas las tardes son de espera, de un suspenso agonizante que le seca la boca y la hace toser. Ella toda se torna pálida, como un tallo lívido que fue arrancado de su raíz y se va muriendo poco a poco. Se sienta detrás de la ventana que da al porche, en una silla cuadrada a la que le coloca un cojín con flores bordadas para no cansar las nalgas. Podría hacer otras cosas mientras tanto, podría leer los poemas de Wilde que tanto le gustan y la llenan de ilusión frenética, podría arreglar su ropa, tejer algún gorro, ver la televisión, escuchar la radio, los discos, bailar, preparar una torta, podría hacer tantas cosas pero la verdad es que no tiene cabida para hacer nada. Mientras espera su mente se queda en un limbo gris o se cunde de imágenes de tortura y de muerte. Imágenes que Lautaro ya le había contado porque las sufrió en carne propia o porque alguien más las ha sufrido o porque las vio en pesadillas, imágenes que la hacen estremecerse en una oleada de escalofríos que siente interminables. Al fin aparece la figura delgada de su novio, apenas lo ve por la ventana corre a su encuentro, lo abraza, lo estruja contra ella, lo besa y le pide que la disculpe si es tan melosa pero para ella todos los días son el último día. Él la abraza también, sos loca, le dice al oído, ella lo abraza más fuerte y a veces le llora (sobre todo cuando las noticias o el tronar de las balas o los aviones o las bombas o el simple sonido acompasado de los pasos de los guardias la sugestionan). Su llanto es casi imperceptible, es como un sonido que se queda en la laringe y emite un eco, levísimo, un eco que a Lautaro le parece tan tierno y digno que la piensa a veces, solo a veces, en dejar de meterse en tanto lío con el régimen, irse del país con ella y sentar cabeza de una vez. Pero en el fondo sabe que eso no es posible. Sabe también que va a morir, a Socorro no se lo ha dicho pero él mismo ha visto su muerte en sueños en los que cae fulminado por una ráfaga de balas.

Las Brigadas Especiales Contra Asalto y Terrorismo, o fácilmente denominadas BECAT salen a implantar precisamente aquello que juraron combatir: el terror. Una hilera de jeeps Ebroc baja por la Loma de Tiscapa hacia los barrios marginados de la ciudad moribunda en los que están la mayoría de los focos de resistencia. Van provistos de ametralladoras calibre 50, cada esbirro lleva su Garand, el desfile va despuntado por un tanque Sherman, por si es necesario despejar algún camino o amedrentar a alguna célula guerrillera. Buscan acción, si no hay nadie que les salga al encuentro igual azuzan a la gente apuntándoles, poniéndolos de rodillas, saqueando casas y negocios, destartalando todo. Son una delincuencia institucionalizada. Son los anfitriones de una fiesta sádica a la que convidan (a la fuerza) a todo el pueblo a probar el caldo de su propia carne. Entran a los barrios como perros vigorosos que han pasado mucho tiempo amarrados y un día el amo decide soltarlos. El amo es bueno y nos da de comer, el brazo del amo es de acero y nuestros colmillos no harían más que quebrarse en el intento por morderlo. De igual forma no lo mordemos porque nos da de comer. Le somos profundamente fieles a nuestro amo.

Pasa lo siguiente. Un grupo de unos cuarenta guerrilleros se reúne en un cauce, la mayoría son chavalos de entre 13 y 18 años. No importa, la criatura desde la panza ya se siente hastiada del régimen. El plan es tomarse una escuela secundaria con un par de hijos de militares de mediano rango dentro de ella. Fabrican bombas caseras, hay unas cuantas pistolas y granadas, armas hechizas, cinco fusiles AK, tiradoras, piedras hasta tirar para arriba. Eso y la convicción de que Tachito va a ser bajado del caballo a verga es una fórmula convincente (al menos para ellos) contra los BECAT sedientos de sangre. El párroco coopera con los chavalos. La parroquia se utiliza como centro de acopio, reservorio y escondite. El párroco, naturalmente, teme por su vida pero su lógica no concibe la vida sujeta a la barbarie de un lisiado mental.

La acción se ejecuta a las 10 de la mañana de un 26 de abril, los chavalos van encapuchados con pañuelos y camisetas volteadas en la cara, armados con lo que pueden, valientes como gallitos de pelea. Evacúan a la mayoría de la población estudiantil, sólo queda un grupo de unos 20 entre profesores, alumnos seleccionados como rehenes estratégicos y un par de chavalos que se les decidió unir a última hora. Meten a los profesores y a los hijos de los militares en un aula. Esperan. Una espera que tarda un par de horas hasta que llega en bicicleta un chavalo de unos 11 años que sirve de correo. Ahí vienen, ahí vienen, ya salieron del cuartel. Sintonizaron la radio, una voz megafónica salía del aparato: aquellos traicioneros a la patria que se dedican a sembrar el terror en la ciudadanía que depongan las armas ahora. Se les asegurarán sus vidas. La cruz roja estará ahí para atenderlos. Los chavalos sintieron un jalón de júbilo inconsciente, están avisando en la radio que viene la guardia por nosotros, se dijeron entre risas nerviosas. Acto seguido sintieron un pavor inmenso, un pavor que les calentó las bolas y el estómago, que se regó hasta las plantas de los pies, un pavor que era un calambre general que engarrotaba todo el cuerpo. El párroco les mandó a decir que oraran, que se reunieran en la cancha y oraran un padre nuestro y un salve. Así lo hicieron. Se pusieron en semicírculo ante una tapia que mostraba el dibujo del guardabarranco, del escudo, de la bandera, del himno y de Miguel Larreynaga.

Los BECAT avanzaban rápidamente, como temerosos de que el festín haya sido devorado por otros. Carne fresca no se juega. Esta vez no los acompañaba un Sherman, no era necesario, iban a jugar al gato y al ratón por un rato, a divertirse ligeramente destapando los sesos de los imberbes, a beber sangre dulce en garrafas. El teniente que era, a la sazón, papa de uno de los rehenes los dirigía. Iba sofocado, airado y resuelto a aniquilar a esos ingratos. Al llegar a la entrada de la colonia Morazán se toparon con una barricada de adoquines de un metro de altura. Los guardias, como niños encaprichados, patearon y patearon los adoquines hasta que se abrieron el paso suficiente para que los jeeps pasaran. A unos cincuenta metros estaba tendido un cordón doble de alambre de púa sobre la calle. Los jeeps bordearon el alambre de púa por un camino estrecho de tierra paralelo a la calle. Estaban a esquina opuesta de la entrada al colegio. Ahí se detuvieron.

Esteban y unos quince guerrilleros, chavalos que ya llevaban tiempo en la lucha y conocían el modus operandi de la guardia, se escondían en el cauce que corría paralelo a la escuela. El teniente dio la orden de entrar. Los chavalos lanzaron una lluvia de piedras desde el interior de la escuela. Las M-50 empezaron a escupir fuego contra el portón principal. Esteban estaba ansioso, sentía como el sudor de la frente se le aprisionaba en la boina negra que Lautaro le había regalado con mucho cariño. Resolvieron disparar antes que la guardia lograra entrar y masacrar a los chavalos. Un guardia cayó, los demás se movían sin ninguna coordinación, como si se vieran de repente extraviados en la selva, no sabían qué es lo que pasaba ni de donde provenía ese fuego. Los jeeps retrocedieron y uno de ellos chocó contra un poste de tendido eléctrico. Los guerrilleros recrudecieron el fuego de sus AK mientras los chavalos que estaban adentro disparaban las pocas balas que tenían, apostados desde los techos de los pabellones. Cayeron más guardias, el teniente estaba encabronado y pidió refuerzos. Las M-50 de la retaguardia empezaron a disparar al matorral de donde salían los disparos intempestivos, el fuego cruzado no duró por mucho tiempo, los guardias tuvieron que retroceder y guarecerse tras la barricada que habían intentado derribar. Al menos 5 quedaron tendidos en la calle, entonces los guerrilleros salieron del cauce para arrastrar los cuerpos al matorral, ahí los despojaron de sus armas y pertrechos, de sus botas, de sus uniformes inclusive, si estos se encontraban en buenas condiciones. Las M-50 y los Garand seguían disparando no con buen resultado mientras el teniente veía impotente como los guerrilleros se adueñaban de las pertenencias de sus hombres y ahora les respondían con el fuego de los Garand que habían incautado. Los guerrilleros dieron aviso de evacuar la escuela porque la artillería pesada ya venía, había que huir lo más lejos posible de ahí. Esteban y los demás muchachos intentarían contener el avance de la guardia mientras se emprendía la huida. En 20 minutos todos habían desaparecido, nadie quiso ir a la parroquia para no comprometer más al padre porque ese va a ser el primer lugar al que van a ir a buscarlos. Se esfumaron. Los rehenes quedaron ahí, enllavados en un aula. Concretamente la acción, aunque modesta, dejó buenos resultados porque hubo 5 bajas y se incautó un pequeño botín pero sobre todo fue un golpe certero para el ego de la guardia, un golpe que al teniente le llegó hasta lo más profundo de las bolas. Fue él quien abrió el candado del aula de un disparo y al ver a su hijo lo abofeteó. Él, que como el teniente Damián González había pasado por West Point y habiéndose graduado con honores fue enviado a la marina estadounidense en donde sirvió por tres años en los que aprendió las mejores técnicas de combate, con las armas más sofisticadas del mundo y al llegarle la noticia a oídos de Tachito éste se puso en contacto con él y le abrió la gasa diciéndole que aquí le esperaba un puesto a su altura y al principio lo nombró capitán general y vocero de la Guardia Nacional pero después lo degradó a su puesto actual, todo por una puta mujer que se le metía y se le metía y que era a su vez la mujer de otro capitán, uno de esos viejos anacrónicos y rancios que los Somoza dejaron por cariño, por anhelo pendejo o por quien sabe qué, un viejo servil a Tacho, que había combatido contra Sandino y estuvo envuelto en su asesinato después que Tacho lo había abrazado en aquella cena ¡qué putas puede saber esa gente de lealtad! hacerme escándalo por una zorra que anda cogiendo con toda la plana mayor de la Guardia ¡no hombre! me jodió el prestigio el viejo cabrón y el otro que se dejó llevar por las habladurías. De cualquier manera a Tachito no le gusta que nadie más figure, él es el rey, el pan, el circo, la bala, el cadalso. El otrora capitán general empezaba a parecerle peligroso por la alta estima que todo mundo le tenía, trataba a sus soldados con respeto y profesionalismo, algo poco común en aquellos tiempos. Hacía lo que le decían, sí, es cierto, cumplía las órdenes pero de vez en cuando las criticaba férreamente, tenía facilidad para la oratoria, demostraba un alto grado de discernimiento en sus criterios y tener discernimiento es un defecto para el régimen. Así son ellos, es su política básica, la orden se acata no se critica. Tachito, de forma solapada, encontró la oportunidad para patearle el culo con la bota y lo encerró por un rato en la cárcel de El Hormiguero, junto a delincuentes comunes y presos políticos. Al mes lo sacó, un coronel le dio la noticia de que iba para afuera, lo montaron a un jeep y lo llevaron a la residencia presidencial El Bunker, le ordenaran que se bañara y que se pusiera un traje verde olivo que estaba guindado de una percha en la pared del cuarto, el otrora capitán general se rehusó. El coronel se encogió de hombros y le dijo que así como estaba el general no lo iba a recibir y que si quería lo podían encarcelar de nuevo por un par de meses más; el otrora capitán general resopló y pensó que a fin de cuentas un baño verdadero no le vendría nada mal después de un mes de sólo ser rociado con un chorro a presión que salía de una manguera, un mes de ser bañado como perro o como capa de vómito a la que se le quiere despegar del suelo. Al estar vestido se presentó ante el coronel. Tachito mandó a que lo llevaran a su despacho, al verlo le extendió una sonrisa cínica que mostró toda su dentadura de can, lo abrazó, le dijo que lo sentía mucho de veras, que esto no debió pasar pero que no se podía dañar la honra militar ni personal en mero acto público, eso era inadmisible, más aún por asunto de faldas. El otrora capitán general lo observó con profundo odio, todo en lo que él creía había sido quebrantado en esa prisión, fue tratado como una bestia, y aunque si bien es cierto no sufrió la tortura que sufrieron sus compañeros de celda sintió el maltrato, los soldados lo trataban con desdén, los que lo envidiaban llegaban a verlo para burlársele en su cara, para escupirlo. Su ego se había hecho trozos y el honor se convirtió en un rencor que anidaba en lo más profundo  de su alma. ¡Ay Leo!, yo sé que esto por lo que pasaste es duro pero ya terminó, ahora vamos a trabajar, ahora te voy a recompensar ¿qué querés? decime, pedime ¿qué es lo querés? mirá ya no podés ser capitán general por todo ese escándalo, no se vería bien ¿me entendés? pero te voy a dar un cargo, vas a tener a hombres bajo tu dirección, te voy a dar tierras, una casa en Pochomil, fincas ¿qué mas querés Leonardo? decime. Leonardo Herrera lo que mas anhelaba era enterrar a ese hombre vivo. Tachito lo puso de teniente de la BECAT, algo que para su visión resultaba sumamente degradante. Aceptó por rabia, porque sabía que el poder era necesario. Ahora estaba despojado de sus valores y principios, de cualquier respeto a la humanidad. Se convirtió en depredador, en perro de caza. Su forma de exteriorizar la ira era la saña contra la gente.

La venganza que se fraguaba sobre esa colonia era de proporciones inimaginables. Llegó un comando de 10 jeeps con unos 40 hombres y 2 tanques. Fueron a la parroquia, desbarataron todo, las imágenes, el altar de madera fina que había sido donado por una misión española de franciscanos, la capilla, los cuadros de las doce estaciones del vía crucis, la sacristía, rafaguearon el techo, saquearon las alcancías, manosearon a un par de monjas treintonas que estaban ahí. Un grupo de guardias las acorralaron formando un círculo, las empujaban y las agarraban de espaldas haciéndoles sentir sus vergas erectas por sobre las ropas y mientras las sujetaban hacían movimientos hacia adelante y hacia atrás.

El comando se tomó la colonia. Requisaban a todo aquel que encontraban en la calle, le ordenaban a la gente que se acostara en el suelo boca abajo y con las manos en la nuca. Robaban relojes, fajas, anillos, gafas, dinero y todo aquello que tuviera cierto valor. Un hombre calvo de unos 50 años le suplicaba a un guardia chaparro y con cara de hacha que no le quitara el anillo que llevaba en el índice de la mano derecha, que era un obsequio de su madre que acababa de morir. El guardia forcejeaba con él para quitarle el anillo y el hombre calvo (quizá por el acto reflejo del temor combinado con un profundo sentido de pertenencia) le dejó ir un zurdazo que dejó al guardia aturdido por un lapso en el que vio las cosas salir de su curso hasta que en ese tambaleo logró apreciar la boca de su Uzi y jaló el gatillo sin pensarlo. Otro guardia que estaba cerca disparó por impulso, reduciendo al hombre calvo a una masa roja e informe. Sacaron a la gente de sus casas, les ordenaban acostarse en la acera en la misma posición. Una push-pull surcaba el cielo, volaba alto, dejando un eco de mil zancudos al ataque. Bajó su altura al noroeste, donde los barrios se volvían sabana y donde se suponía se habían dirigido los guerrilleros. No lanzó ninguna bomba. El viento agitaba el polvo que se levantaba en cortinas de colores pálidos que evocaban el paso liviano de la muerte.
-¿Dónde está tu chavalo madrecita? les preguntaba el teniente a las mujeres, al ver que casi no había jóvenes en la calle ¿en el colegio? no, si esos hijueputas vagos no estudian, no hacen nada, aplanan calles, joden, son una carga para vos, para mí y para el Estado ¿qué necesidad tengo yo de venir a ponerlas a besar piedra a esta hora? ¿ah? decime ¿con qué necesidad? no le veo yo madrecita, no le veo. Si hubieran criado bien a sus chavalos no estaríamos en estas, ahora aguantan, ahora se aguantan.

Ser joven en este régimen es un riesgo mayor, casi un pecado. Los jóvenes son culpables inmediatos. Se les persigue, se les acosa, se les implica en actos infundados, se les juzga, se les tortura, se les mata así por así. Es como si Somoza viera en la juventud lo que Hitler veía en los judíos, como si tuviera revelaciones tormentosas en las que un joven en medio de una fiesta se acercara a él para declamarle un poema a punta de bala (como hizo Rigoberto con su padre 20 años atrás en la Casa del Obrero en León) o viera una manifestación multitudinaria de jóvenes estallando de júbilo mientras destruyen su feudo. Dicen que por un momento Tachito repelió al máximo el contacto con toda generación venidera, a tal punto que ordenó que ningún miembro de la familia menor de 25 años rondara su casa, alertando que si lo veía no iba a responder por sus actos.

Los guardias separaron a los jóvenes. Se los llevaron a un predio, los hicieron ir a gatas entre las súplicas y gritos desconsolados de las madres que eran acallados con culatazos a sus estómagos revueltos por el pánico. Les ordenaron que se quitaran las camisas, empezaron los interrogatorios someros, digamos que preguntas de rigor: ¿dónde estaban cuando la toma de la escuela? ¿quiénes lo planearon todo? ¿cómo consiguieron las armas? ¿fueron apoyados por alguien más? ¿sí? ¿quién? a ver. Les dijeron que podían hablar y regresar a sus casas o hacerse los bravitos y ya saben como es esto, nosotros no aseguramos nada, les aclaraban con sorna. Nadie habló, o por no saber nada o por estar involucrado o por saber y no querer quemar a nadie porque todo mundo sabe que hay un código de guerra que se respeta, todo mundo menos la guardia. Esos saben poco, a pesar de su buen entrenamiento, de tener un cuerpo de inteligencia y del presupuesto que se les destina, son bastante imbéciles en muchas ocasiones, tienen instinto de animal herido.
Entre dos traen al párroco del cuello y lo presentan ante el teniente. Así que fue usted padrecito, usted azuzó a estos chavalos a que se tomaran la escuela y dígame ¿porqué? el párroco se encogió de hombros y dijo sentirse tan sorprendido como humillado de que hubieran llegado a desbaratar la iglesia sin razón alguna, también le dijo lo que pensaba que eran, una pandilla de bestias ciegas, sin corazón y sin cultura. Momentito padre, bájeme ese tono, mire que Papa Chu lo está oyendo decir esa barrabasada. Sinvergüenza, alcanzó a oír que el párroco lo llamó entre dientes. Mire que no me lo vuelo porque va a caer usted sólo por su propia lengua. El teniente hizo un gesto para que lo sacaran de su vista y ordenó que lo llevaran al predio con los jóvenes.
Al entrar las piernas le flaquearon y por poco se derrumba. Sintió que penetraba la antesala de un campo de exterminio en el que todos se despiden tácitamente. Los jóvenes descamisados estaban de rodillas y con las manos en la nuca. Intercambiaron miradas de asombro, miradas nubladas por el terror, miradas conspirativas y de misericordia. Guardia ¿porqué tienen a estos jóvenes así? ¿qué hicieron ellos? mírelos, si son criaturas ¿qué les pasa? ¿qué no tienen hijos, hermanos, sobrinos? Los guardias lo vieron y se vieron entre ellos por un momento como sopesando lo que estaban haciendo hasta que el que lo jaloneaba de la camisa lo tiró al suelo y le dijo que se callara. Siguieron las interrogantes sin respuesta. Un guardia gritó, Teniente, estos no quieren hablar, dicen no saber nada ¿qué hacemos? El teniente Herrera terminó de fumarse su cigarro, tiró la chiva y una nube serpenteante y gris le cubrió el rostro, volteó a ver a los que estaban boca abajo en la calle, frunció el ceño ¡Que nadie se mueva! ordenó. Caminó hacia uno de los jeeps, cogió un radio de la cabina y pidió que le mandaran un camión lo antes posible. 
Ninguno de ustedes conoce a los maleantes, ninguno ¿es decir que no son de aquí? es decir que se tomaron esta escuela por mero azar, es decir también que desconocían el terreno, mataron a 5 hombres que cumplían la labor de resguardar a la ciudadanía y todavía lograron escapar por pura suerte, así nomás ¿ah? dígame cabo (dirigiéndose a un guardia que tenía a la par) ¿será que yo tengo cara de pendejo o es que me hago el pendejo? porque ahora ningún hijo de la gran puta en esta colonia de mierda conoce a estos maleantes. Imposible. Dios, esto es imposible. Pero se metieron con la persona equivocada, oyó padrecito se metió mal aquí. El párroco resopló y agachó la cabeza mientras unía sus manos arrugadas; los chavalos se mordían la lengua mientras se veían de reojo. Aquí parece que no nos tienen miedo pero estoy dispuesto a cambiarles la mentalidad cabo, estoy más que dispuesto. El cabo asintió y echó un vistazo con los ojos entrecerrados al grupo sometido. Empecemos desde cero, dijo el teniente mientras se acercaba y apuntaba a la cabeza de un chavalo moreno y obeso ¿señor, usted jura por su madre a la que tengo echada como perra al otro lado de la calle que no sabe nada de lo ocurrido, que no conoce a los maleantes, que no vio o fue partícipe de ese toma estúpida? El chavalo, con los ojos llorosos y con el cuerpo tambaleante negó con la cabeza ¿si o no? no señor…no los conozco respondió con tono ahogado. El teniente disparó, de inmediato el chavalo cayó hacia adelante y empezó a brotarle la sangre de la sien. Se separó del cuerpo, se acercó a un chavalo blanco, delgado, de lentes de pasta gruesa que estaba a un metro de distancia. Vamos pues, vamos a hablar que para eso estamos ¿jura usted señor que no conoce ni fue partícipe en lo ocurrido? no señor no he sido partícipe. El teniente se puso frente a él apuntándole ¿pero los conoce entonces? pues…sí, dijo entre sollozos ¿a quien conoce? a ver, cabo tome nota de lo que diga el muchacho ¿a quien conoce? Esteban Estrada es el que anda agitando a la gente, pero hace rato que no lo veo por aquí, sólo lo vi pasar hoy para la escuela y que se escondió con otros en el cauce, supe que se iba a armar algo grueso y me metí a mi casa. Después empezaron los disparos, más nada, le juro que no sé más nada. Estrada, dijo el teniente mientras encendía otro cigarro. El camión se parqueó en la esquina, el cabo al que el teniente le había hablado le hizo señas al conductor para que se acercara. Vamos, vamos pues, ligero, dijo el teniente, todo mundo al camión. Aquello ya se sabía, a los que acarrean en sus camiones o jeeps no regresan y si regresan el dolor y el recuerdo de las torturas los consume a tal punto que terminan muriendo a los pocos días. Los guardias empujaban a los chavalos y los obligaban a subir al camión, la gente hizo su última intersección por las vidas de los chavalos, se abalanzaron a impedir que subieran. Acción infructuosa, repelida con furia. Uno intentó escapar del cruel destino pero fue derribado por las balas. Usted no padrecito, le ordenó el teniente al párroco, ni vos tampoco, le dijo al soplón. Se deshizo el molote, el comando arrancó a toda prisa.  
El remedio, la tortura. La necesidad de arremeter contra los que, culpables o no, estaban en el momento. El escarmiento. El equilibrio que sus mentes torcidas encontraban en la falta de equilibrio. El sometimiento total. La venganza que alimentaba al teniente y a su vez (como una cadena jerárquica de venganza) a Tachito.
Se los llevaron sin preguntarles nada, a “dar un paseo”, una vuelta a medias, sin retorno. Los bajaron en un predio en la Carretera Norte, los ataron de pies y manos. El sol del atardecer se dibujaba rojo entre un cúmulo de nubes grises. Les siguieron preguntando, nadie más habló. Nadie. Hubieron más muertos, el teniente les disparaba con alegría. El teniente se fue como a las 8. Los tuvieron ahí toda la noche. Quedaron resguardados. A la mañana siguiente el camión arrancó con 18 vivos y 3 muertos que montaron también “para que les hicieran compañía”. Se enrumbaron a la loma de Tiscapa. Pasaron los múltiples retenes. Llegaron a la cúspide desde donde se divisaba el gran cráter cubierto de vegetación y en su fondo la laguna de color verdoso. Los tuvieron ahí por buen rato. Llegaron dos helicópteros y los montaron en ellos, a como se pudo, apiñados, abarrotando las cabinas. Los helicópteros despegaron, sobrevolaron en círculo la laguna mientras iban subiendo, haciendo una elipse en el aire y cuando llegaron a cierta altura lanzaron el peso muerto.
-       ¿Y Esteban? le preguntó Socorro distraída mientras se quitaba la blusa. Lautaro se puso erecto al ver los pechos que siempre ve y no se cansa de ver porque son tan perfectos, tan firmes y redondeados que resultan irresistibles
-       ¿Ahhh…Esteban? ahí anda, se iban a tomar una escuela con unos chateles de la colonia. Socorro veía por el espejo las curvas de su estómago, su ombligo, las flores de su falda
-        Nunca supe qué jodidas flores son estas ¿vos sabés, mirón?
-       Me voy a hacer la paja rusa en tus tetas
-       No
-       ¿Cómo que no? ¿para que me traes al cuarto y te sacas la blusa y me modelas y me templas?
-       Usted se tiempla solo papito
-       Ni turca, vení. Lautaro la jaló y la tiró a la cama
-       ¿Me amas?
-       No sé, a veces
-       Sé serio, mi papa nos va a sacar del país ¿te vas conmigo? ¿te olvidarías de la causa, del partido y de tus aspiraciones políticas, dejarías atrás toda esta mierda?
-       ¿Cuál partido mujer? ya te dije que no le sigo el juego a nadie, peleo por mí mismo y por la gente que no puede pelear, no me interesa ningún cargo de mierda
-       ¿Me amás? le preguntó Socorro mientras se quitaba el brassiere y le entregaba sus tetas rosadas, rígidas, perfectamente redondas. Su pregunta no era pregunta sino un exhorto definitivo, un “aquí está el precipicio y nos lanzamos desnudos y abrazados” o más bien un “te empujo y también me lanzo”, un contrato esperando impacientemente su firma, un prólogo a un compromiso eterno y consumado

-       Te amo mujer, sabés que te amo. No hay día que no cruce media ciudad entre cuerpos podridos, charcos de sangre, fuego cruzado, bombazos, inmundicia, para venirte a ver a vos y a esas tetas tan ricas ¡a ver! Entonces Lautaro abarcó con sus manos lo que consideraba era la perfección en la carne y mamó como tierno mientras Socorro le pelaba la verga y lo masturbaba. Ya cuando Lautaro se sentía cerca de venirse la cogió de los brazos, la sentó al filo de la cama y, estando él de pie, acomodó su verga en medio de las tetas mientras las empujaba hacia arriba y hacia abajo y él también se balanceaba como caballito de juguete apoyado sobre un balancín. Las tetas se llenaron del flujo que producía la verga, se pusieron brillantes como un par de burbujas que emergen del fondo del mar. Lautaro se vino. Su cuerpo tembló como el de un niño indefenso que tirita de miedo. Socorro lo acomodó en su regazo y se sintió plena. Se acostaron
-       Imagínate pues, si fueras otra encendería un cigarro porque en la vida de un fumador este es uno de los mejores momentos para encender un cigarro. Pero te respeto, decís que esa mierda apesta y tenés razón, por eso no lo hago en frente tuyo. Lautaro se levantó de la cama y fue a orinar. El baño olía al perfume de Socorro combinado con el olor de papel toalla perfumado que siempre tenía encima del tanque del inodoro. Con esto se limpia las nalgas. La pared del baño era verde aqua y el rodapié estaba tapizado de cerámica con detalles de flores y tréboles. Soltó un chorro liberador de su verga enrojecida y a media asta. Pensó en que son pocas las madres que dejan a sus hijas meter a los novios al cuarto. Se sintió dichoso y contento. Las tripas le sonaron. Ella estaba acostada, meciendo la pierna derecha y leyendo un libro
-        ¿Qué lees?
-       Thomas Mann, Las Cabezas Trocadas
-       Leí Doktor Faustus y me aburrió al extremo, aun así lo terminé porque ni modo. La parte que más me gustó fue la de la puta ¿cómo se llama…? bueno, la puta que le pasa la sífilis a Leverkühn y lo vuelve loco
-       No seas tan burdo, vos no sabés apreciar la literatura, quitá
-       ¡uy pues! ¿y este de qué trata?
-       Está ambientada en la India antigua, dos muchachos están enamorados de la misma mujer y ella los quiere a los dos, o más bien quiere algo de los dos, el cuerpo de uno y el espíritu del otro, no se conforma con tener a uno solo, la perfección radica en la conjunción entre los dos elementos. O todo o nada. Una deidad les concede la facultad de intercambiarse entre ellos y ahí empieza el desastre. Lautaro la acariciaba mientras tenía la mente en otro lado. Ella seguía leyendo y él se puso erecto de nuevo
-       Dejá, estoy leyendo, dejá. Los dedos juguetones de Lautaro iban buscando introducirse en la vagina de Socorro, quien intentaba a duras penas sostener el libro. Dejá, no seas necio. Finalmente logró introducir el dedo medio y empezó a frotarle el clítoris, acción a la que al principio ella simulaba no poner la menor atención hasta que siguió frotándole con movimientos más rápidos y el calor se le hizo incontenible y tiró el libro y le abrió las piernas y lanzó una mirada al cielo mientras le clamaba que la penetrara ahoritita mismo
-        Lautaro, animal mañoso, como disfrutas verme excitada, métemela, métemela yaaaa. Lautaro sintió que cada parte de su cuerpo sonreía. La gloria. Se montó encima de ella y cogieron por horas hasta que sintieron que el hambre y la fatiga los vencía.
Mientras caminaba de vuelta a su casa Lautaro iba pensando en Esteban, no de manera homosexual, porque eran todo menos eso (aunque una vez Esteban coqueteó con un cochón francés en una fiesta de diplomáticos en el Hotel Intercontinental a la que se colaron haciéndose pasar por reporteros) más bien pensando en donde estará, si acaso en una celda o en una cámara de tortura o calcinado y tieso, cubierto de una nube de moscas a unos metros del lago Xolotlán. Pensamiento que le entristece el corazón pero no le revuelve el estómago. Así es Lautaro, poco expresivo en la mayoría de los casos, su cordura (su falso sentido de la cordura más bien) lo limita de traspasar las líneas autoimpuestas, como si sus sentimientos estuviesen atrapados en un cuadrilátero de proporciones inmensas; Esteban es más bien desmesurado, sensiblero y torpe en muchos casos. Se había enamorado de una amante que tenía y que a la vez era su cuñada, es decir la esposa de su hermano. La mujer le llevaba 20 años. Una noche se le metió al cuarto, a sabiendas de la costumbre de Esteban de dormir desnudo en los meses más bochornosos del verano; le dijo que lo iba a descuerar, y quien sabe de donde aquella mujer había sacado que Esteban seguía siendo virgen a sus 17 años, de todas formas él se lo calló para no arruinar el momento. En honor a la verdad y en cierta forma sí que lo descueró porque hasta el momento las relaciones sexuales que Esteban había tenido consistían en apareamientos en la plena inconsciencia, ya sea porque estaba borracho, drogado o estaba muy oscuro o no entendía nada de lo que había hecho o le habían hecho. Otras habían sido cogidas mustias, tristes, con penetraciones tímidas y mucho dolor, incomodidad y nervios. Cogidas de inexpertos, no de colegiales porque hay colegiales que cogen como bestias desde un principio y sería injusto atribuirles ese desmérito, pero sí de inexpertos. La mujer se lo cogió, él no hizo nada más que seguir sus comandos y quedarse inmóvil mientras ella lo embestía con una rapidez impresionante y lo movía de un lado a otro como a un costal sin peso. Lo hizo venirse unas 5 veces, en las 4 primeras se tuvo que poner las manos en la boca para no gritar y ser oído por su hermano y el resto de la familia y a la última (en la que se vinieron juntos) tuvo que ponerle a ella una almohada en la cabeza para ahogar sus gritos.

Tenían este amigo, Ruperto Mendieta, el hombre tenía un serpentario en el camino que lleva al volcán Mombacho. En realidad aquello del serpentario fue por mero azar porque cuando murió su papa Ruperto se quedó con un terreno de unos 500 metros cuadrados donde el viejo criaba cerdos y gallinas y reparaba carros. Huelga decir que tanto el viejo taller como el serpentario eran un fracaso y, bueno, de serpentario, así como se lo figuraría uno no tenía nada, lo que pasa es que los cascarones de las carrocerías antiquísimas y los promontorios de tierra eran el lugar perfecto para todas esas culebritas que anidaban ahí. Ruperto era medio disparado de la cabeza y algo tuvo que ver todo el veneno que le inyectaron esas animalas, de hecho ya no llevaba la cuenta, al principio decía que había recibido 12 mordidas, luego que 15, incluyendo una en el cuello que se le puede distinguir a esa altura donde la piel no es piel sino que parece una costra anillada de color pálido. Por último contaba que habían sido unas 30, asentía mientras veía para arriba como si las nubes le ayudaran a hacer el cálculo y negaba, 40 talvez, después veía el suelo y afirmaba que la última vez que las contó eran 30, incluyendo la del cuello, dos en un tobillo y una de una culebra eyectable que se le tiró desde el techo, lo cacheteó con la cola y le disparó el veneno en la muñeca. También contaba que había terciado fuerza durante seis horas con una pitón de 5 metros de largo, la animala se le enrollaba en los brazos y con una fuerza impresionante le aprisionaba la cintura, las piernas, el pecho, las ingles y él (que también decía que había sido luchador) se le lograba zafar, lo que la encabronaba más y arremetía contra su contextura gruesa de primate. Quedó tan exhausto que se echó una siesta por la tarde, y soñó que una muchacha de la comarca a la que él le seguía los pasos desde hace rato le pelaba la verga erecta y le ponía un condón tamaño doble equis ele o más bien un par de condones de esa talla que iban unidos por una ranura artesanal. Al despertar supo que la muchacha se le había esfumado y era la pitón la que se le tragaba toda la pierna derecha, entonces agarró su bayoneta y la abrió a lo largo. Tapas, decían los muchachos, aunque en el fondo y al ver los ojos enloquecidos de aquel hombre se imaginaban todo aquello que les contaba y les parecía fantástico. Ruperto los invitó a quedarse una temporada con él, ellos aceptaron gustosos y se tiraron a pie desde Managua hasta el empalme del Mombacho sólo por joder. En el empalme los esperó Ruperto, en una sartén con llantas que los transportó hasta el terreno. Se estuvieron un mes ahí, comiendo piel de culebra, aprendiendo a reparar cualquier carcacha que llegaba a parar ahí moribunda porque en ningún otro taller era aceptada, espiando la desnudez de las muchachas tras los bajareques, su desnudez limpia y pura como los manantiales que brotan de las faldas del Mombacho y que levitan sobre el musgo verdísimo y la tierra dulce. Lo último que supieron de Ruperto Mendieta era que estaba en el Frente Sur. Arrecho ese Ruperto, decían ellos. 

Esa estadía le sirvió a Esteban para sobrevivir mientras se escondía de la guardia en el monte. Ya sabía que le tenían el nombre. Menos mal que en la colonia no tenía familia ni nada que fuera presa del chantaje, sólo estaba Lautaro pero ese ya se había escurrido de las manos de la guardia tantas veces que ya tenía callos. Fue claro con los chavalos: quien se queda conmigo me obedece o se muere sólo, quien se va se calla las tapas, es más se condena, se sacrifica, nadie aquí puede ser tan estúpido como para volver a la casa, esto está fresco, por lo menos un mes en éxodo o los 40 días de Cristo, tómenlo como putas quieran pero no van a sus casas, y si hay que comer vísceras de iguana pues bienvenida sea. Aguantaron con él un mes en la sabana de Managua, alimentándose de garrobos, guardatinajas, monos y frutas. Habían designados que se tiraban con un morral vacío a la ciudad moribunda y volvían al filo de la tarde con el morral lleno de agua y enlatados y municiones y cartas y recados. Eso no era muy frecuente.

Cuando reaparecieron por la ciudad moribunda todos los habían casi que olvidado. Esteban supo de la boca temblorosa de su madre que un día después de la toma de la escuela cayó un rocket exactamente al pie de su cama, es decir había traspasado el techo e hizo un hoyo en la baldosa pero no explotó, no se le dio la gana. Talvez si hubiera sido lanzado a otra casa o en un aula repleta de niños o en medio de una misa dominical, talvez pero no ahí. Cosas del destino, dijo su madre con lágrimas blancas saliéndole de sus ojitos color miel. Aquí no estabas vos y no tenía porqué explotar. Ay mama, ay mama.

Lautaro llegó a visitarlo, se abrazaron, Esteban con lo sensiblero que es y, aunado a lo que su mama le acababa de contar, soltó las lágrimas mientras Lautaro se llevaba un cigarro a la boca y le ponía otro a él que hablaba en voz alta y como carreta en bajada…shh…shh…shh bajá la voz jodido que los vecinos van a oír. Le contó que una noche estuvo dispuesto a matarse, se subió a la rama baja de un árbol, cómoda hasta cierto punto, extendió las piernas sobre la rama y sacó una pistola imaginándose que el propio Anastasio Somoza García le apuntaba. Tacho iba vestido con un uniforme blanco como el de los militares de la US NAVY, impecable, con charreteras negras con franjas doradas y un broche de la GN en la pajarita. Un broche que jamás había visto, seguramente una copia de los de la SS, aunque los Somoza se proclamaban antihitlerianos. Su rostro nacarado artificialmente reflejaba abundancia, el rostro de un niño rico que siempre fue niño rico, aunque no lo haya sido desde siempre; de sus entradas prominentes se dibujaban hilillos de pelos ralos; su sonrisa era eterna, o no eterna pero a Esteban le pareció que si lo era porque estaba estática, como la sonrisa maligna de una estatua centenaria. Su papada se desgajaba hasta la altura del primer botón del traje. Esteban le preguntaba porque había acudido a matarlo él y no su hijo, él que ya era historia y huesos enterrados y mausoleos que serán piras; a lo que Tacho le contestaba que ya su hijo había mandado a matar a su papa y al papa de Lautaro en aquel fatídico enero del 67 y ya nada había que hacer por ellos porque quiso revivirlos pero no pudo, quiso porque no quería que pesaran nombres sobre la espalda de su hijo, sobre su apellido y su linaje, así lo dijo: linaje. Y ahora él era un experimento de rencarnación que Tacho fraguaba desde algún rincón recóndito de los submundos en los que habitaba. Se lo dijo sin mover su boca y apuntándole a la cabeza. Al rato la figura del caudillo se desvaneció y Esteban se sintió acalambrado, sintió que una fiebre lo consumía, una fiebre peligrosa que lo podría inmovilizar en poco tiempo e impedirle suicidarse, así que tenía que apurarse. Cogió la pistola con las dos manos y se la llevó a la cabeza y pensó que no, que no quería caer al suelo en posición lateral sino que quería morir cómodo ahí en la rama de ese inmenso árbol y se puso la pistola debajo del mentón. Entonces vio un par de ojos extraviados en la espesura negra, un par de ojos que brillaban por sí solos o por algo que no lograba descifrar. Apuntó a esa dirección, la rama crujió, un crujido lento y de suspenso, que se pausaba de vez en cuando para seguir crujiendo hasta que cedió y cayó sobre una cama de hojas secas. El disparo despertó sobresaltado al campamento. Había matado a un pizote. Meses después Esteban moriría en una cárcel, tras una semana de torturas y sin haber probado bocado ni gota de agua por días enteros. Lautaro viviría por veinticinco años más.