viernes, 23 de marzo de 2012

CARNE CORROMPIDA

I
Muerte, con todo lo que evoca e implica, jamás la había reconocido. La había sentido cerca, se la había sacudido de encima y sin percatarse muchas veces, demasiadas. La había palpado, se había posado sobre él con sus cabellos hirsutos y su olor a flor en descomposición. Dioses decapitados, nubes de polvo desvaneciéndose ante un espejo roto que se disuelve en el raudal, cenizas en vasijas de barro cubiertas por hojas secas, sables oxidados por la espesura de la sangre que brotó de los torsos anchos de una tribu de indios indoblegables, pisadas de suela dura sobre la tierra yerma. Ataque a la espalda. Traición eterna de los hombres débiles.

Esa mañana había salido él y toda su columna de unos 30 hombres, habían llegado al borde del río, se habían remangado los pantalones y se habían quitado las botas para refrescarse los pies, procurando no mojarse el resto del uniforme para no quedar pesados ante cualquier improvisto. Dos muchachos hacían guarda, uno en cada flanco de la montaña en la que el río hacía curvatura. Ese meandro, esa desviación natural forjada hace millones de años tenía cierta mística. La gente decía que ahí, a veces bajaba del cielo una niña de velo blanco con un pajarito en la mano derecha, la niña era morena, pelo negro y liso que le llegaba casi a los pies y sus ojos eran diáfanos, de una transparencia cegadora, como si en realidad no tuviera ojos. El pajarito se movía, luchaba por salir y emitía cantos que más bien eran suplicios, un piu-piu sofocado, decían las mujeres que se llevaban sus bateas repletas de ropa para lavarlas en las inmensas piedras de la ribera. Las mujeres, está de más decir, al ver el descenso corrían despavoridas dejando ahí ropa y cuanto hubieran llevado consigo. Vamos a esperar a esos jodidos aquí, dijo Felipe, no agiten mucho el agua, cuidado baja la niña y se los lleva. La otra columna ya debe andar cerca, pensó según sus cálculos.

El cielo se iba oscureciendo poquito a poco, al principio empezaron a migrar nubes blancas y finas como la escarcha, se desplazaban con rapidez, como huyendo despavoridas de una guerra troposférica, después unas cuantas nubes grises desparramadas, un poco más grandes y lentas, como rezagadas en la carrera, tras estas un cúmulo de nubarrones lilas que permanecían estáticos, como si esperaran algo de alguien o como si de repente de ellas se abriera un boquete y bajara la mentada niña. El mismo diablo, pensó Felipe, un diablo inocente, un diablo hipnótico, aparentemente inerme pero implacable, un aprendiz de súcubo o un demonio milenario que aprisiona a un pajarito entre sus manos. Quien sabe pero de que es mala es mala, sino ¿porqué tendría a ese pobre pajarito acorralado en su mano, chillando y chillando? y esos ojos. El estruendo que oyó lo conmovió, dio un brinco y cayó de espaldas, se quedó ahí por un momento, quieto, como animal domado, sintiendo como sus pulsaciones nerviosas se aceleraban y el corazón también, dando saltos espaciados de conejo amarrado. Pudo distinguir el polvo que bajaba de la ladera de una montaña contigua. La mayoría de sus hombres se habían refugiado entre los matorrales y veían como la columna de polvo bajaba y lo veían a él, esperando alguna señal. Él, estupefacto e inmóvil, no dejaba de ver aquella montaña y pensar que anoche había soñado lo mismo, algo que no significaba más que polvo, que al final de todo se perdería entre la masa del aire o formaría un remolino y moriría o llegaría a depositarse en el lecho del río, junto a las piedras lajas y los cadáveres de pececitos minúsculos y algas negras. Él también se escondió tras los matorrales e hizo una seña con la mano para que sus hombres se quedaran ahí, sin mover pestaña, a esperar.

El general les había indicado que tenían que estar ahí a la hora precisa, esperando a la otra columna que venía del sur. El general es sabio y jamás le daría una pista equivocada. Grande será la emoción de ver a esos jodidos después de tanto tiempo, al Pocho, a Juan Pablo, a Pedro, al Negro, al Cusuco y a don Santos, hay tanto que contar. Tanto hemos avanzado en esta lucha, más de diez pueblos liberados en menos de seis meses, y ahora, ahora sí, seremos más y mejores armados, y le vamos a dar con todo a esos hijos de puta sátrapas vendepatria y a los gringos que pensaban que veníamos con tiradoras y arcabuces, que no jodan.

La pesadilla se dio de esta manera. Felipe estaba reposando con su columna, frente al perfil derecho del cerro del Ángel Caído (como lo nombró la gente por cariño y temor a la niña que baja del cielo) a orillas de la mera panza de la serpiente de agua. Se fumaba un tabaco mientras jugaba con unas piedras sin peso en la otra mano, a veces pasaban bandadas de pájaros azules, negros, verdes, dejaban estelas que semejaban arcoíris ínfimos tras su paso, surcos multicolores que desaparecían al poco rato. El cielo estaba despejado, era de un celeste intenso que si uno se quedaba viéndolo por un momento podía distinguir puntitos amarillos que se movían de un lado a otro, como un universo de espermatozoides en plena carrera. De vez en cuando oía el zumbido leve de un insecto que se posaba en su oreja, entonces, tan tosco como era, se daba manotazos que lo dejaban con un pitido agudo y con la sensación de aturdimiento por un rato. Veía como sus pies desnudos, cubiertos de un tapiz áspero y blanco, se sumergían en el agua del río, se volvían más claros y arrugados, bajo el agua las uñas de los dedos de los pies semejaban conchas y crujían de vez en cuando, incluso parecía que se movían lentamente como el caparazón de un cangrejo escurridizo. Uno de sus hombres se le acercó, se quitó el sombrero, lo sumergió en el río y lo sacó con agua que se bebió de un sorbo, luego se lo puso, se dirigió a él para decirle una tarugada a la que Felipe no respondió, tan sólo hizo un gesto de desaprobación y el otro dio la vuelta. Pensó en Aura, en su voz paciente y relajada como un río manso, o a como debe ser el mar por la mañana porque no conoce el mar, pensó en el olor de su pelo suelto que besa mientras hacen el amor, en las facciones de Aura mientras hacen el amor, como los quiebres de un lirio de agua que suelta un aroma delicioso por los poros, pensó en su boca, en los gemidos que salen de su boca, acompasados con la fricción de los sexos, en la forma en como lo desviste y lo baña cuando él llega tras días, semanas de vigilia y de combate, como a un niño, como a una criatura inocente, incapaz de desvestirse sólo. Pensó en los niños que ha tenido con Aura, que son cuatro, cada uno un astro con su propio brillo, cada uno un animalito de una especie distinta, única, y él se los guinda de sus brazos, de sus manos, los columpia y los lanza al aire como si fuese el centro de equilibrio de ese hábitat tan diverso, como si fuera un viejo jiñocuabo al que concurren ardillas, cusucos, monos, iguanas, todas esas bestiecitas retozonas, para aprender y divertirse y oír historias largas, de miedo, en pasajes oscuros o en la selva espesa o en el fondo de la tierra, historias de hombres gloriosos que vencen a monstruos de seis cabezas y dieciséis brazos.

Felipe soñaba, más que remembranzas, visiones, acontecimientos desconocidos, en un tiempo y espacio que para su comprensión resultaban imposibles o al menos muy difíciles de creer. Entre todo ese torbellino de visiones desconocidas e inexplicables soñaba, apenas intuyéndolo, con el futuro de su descendencia. Una vez vio la imagen de uno de ellos, su primogénito Lautaro (nombrado así a recomendación de su general, quien al saber que Aura había dado a luz en lo grueso de la batalla por las Begonias le sugirió el nombre que había llevado un gran líder guerrero de la América del Sur). Lautaro era ya un hombre, pero él lo llamaba todavía como si fuese su niño. Estaban en ese espacio que parecía de otra dimensión. Felipe pisaba un suelo resbaloso, del color de la tierra pero no era tierra, ni siquiera había polvo, sus pies estaban húmedos y arrugados, estaba desnudo, oía risas de muchachas y un sonido triste de acordeón y de guitarra que salía quien sabe de donde. Había colgajos de papel de colores encendidos por todos lados, como medusas psicodélicas. Se acercó al borde de una pila inmensa, cubierta de algo que parecía cemento azulado, más bien celeste, los rayos del sol (un millón de halos de luz azul celeste) penetraban el agua perpendicularmente, haciendo un efecto de derretimiento. Había botellas de todos los colores regadas en el borde. Ahí estaba Lautaro, hecho un hombre, él lo llamaba, como a su niño, llevaba un pantalón corto, arriba de las rodillas, flotaba inmóvil, viendo hacia el cielo con los ojos bien abiertos, inmóviles también, con una sonrisa eterna y macabra, como la sonrisa de un muerto. De pronto el cuerpo de Lautaro se movía estrepitosamente, arrojaba sus manos hacia los lados, abría la boca, inflaba los cachetes, luchaba por seguir a flote pero el peso de su cuerpo, como si fuera el peso de un bunker, lo empujaba hacia abajo hasta que tocaba el fondo y Felipe ya no podía ver más que una diminuta mancha en aquel charco azul celeste y tan perfectamente cuadrado.

Habían ciertos sueños que eran recurrentes, es decir episodios de cada noche, no todas las noches pero si muchas, esos episodios quedaban inconclusos y se reproducían en otro momento siguiendo un hilo preciso, sueños que hacían que Felipe despertara sobresaltado y, por mero instinto, lo hacían empuñar el fusil con todo la fuerza del mundo. En esos sueños generalmente aparecía un muchacho, muy parecido al rostro de Lautaro, a excepción de ciertos rasgos que eran más finos. El muchacho estaba en el filo de un edificio monstruoso, altísimo, es decir, tan alto como el cerro del Ángel Caído, no parecía correr peligro, había un muro que lo dividía a él del vacío, llevaba un vaso transparente con un líquido negro que bebía con prisa, como si tuviera que hacer algo o esperaba impacientemente a alguien. El muchacho entraba a un cuarto, un espacio decorado con cosas que Felipe jamás había visto en su vida, cosas de colores extraños, puntiagudas o redondas hasta la perfección; tocaba algo y se abría una compuerta, entraba, tocaba algo y se cerraba la compuerta. Era un cajón de metal que daba brincos leves y pitaba de vez en cuando, el metal era tan bueno que uno se podía ver en el reflejo. Al cabo de unos segundos se abría la compuerta y el muchacho salía a un lugar muy brillante, casi cegador, había mucha gente hablando a la vez. Una mujer rubia lo abordaba, le pedía que lo siguiera hasta un salón donde había mucho cristal pero todo era más oscuro, apenas iluminado. El piso era suave, como una almohada. Era una mujer exótica, seguramente gringa, esposa de uno de esos gringos hijueputas que nos vienen a invadir, pensó Felipe en el sueño. La mujer tenía los pechos casi salidos, llevaba una falda muy ajustada y un poco arriba de la rodilla, fumaba un puro blanco y muy delgado. Se sentaron en una mesa circular, de madera brillante, la gringa veía al muchacho con ojos de coquetería, de lujuria más bien, mientras le mostraba las junturas de los pechos como flor a medio abrir. Lo tomaba de la mano, llamaba a un hombre que iba todo de blanco, el hombre tenía cara de campesino (ahí Felipe se dijo en el sueño: es de los nuestros, un sirviente de esta gringa y de todos los gringos ¿qué es esto sino una señal, un espejo hacia el futuro oprimido de nuestro pueblo?) le pedía dos tragos, el campesino asentía (mierda, así nos van a tener, con la bota en el cuello) y empezaba a recitarle palabras al muchacho, palabras que no decían nada, palabras huecas que se fundían con un sonido que parecía el sonido de los corazones de todos los hombres que batallaron en Las Begonias. El muchacho a veces le soltaba la mano, a veces se la agarraba de nuevo, como queriendo convencerse de algo que en el fondo sabe que es imposible, no la veía a ella sino al vacío, al espacio más oscuro de la sala donde no habitaba nada. El campesino llegaba con una bandeja y dos tragos, la gringa acercaba su boca a la boca del muchacho y le besaba la comisura de los labios. El muchacho se levantaba de la silla, se echaba el trago encima como si fuese un óleo sagrado y le gritaba: que no entendés mujer que esta mierda no es un juego, soy el hijo bastardo de un asesino, me andan buscando, me andan buscando. El muchacho salía despavorido a la calle, iluminada por millones de luces blancas, verdes, azules, rojas, amarillas, una luminosidad que se expandía hasta el horizonte, que había masacrado al cielo que más bien era una mancha rojiza, como el interior de una herida profunda. El muchacho se echó a llorar, apoyado sobre una acera, mientras miles de bestias mecánicas pasaban y pasaban sin cesar, sonando cornetas, chocándose entre ellas, en una carrera veloz hacia la muerte. Felipe estaba frente a él, lo veía a los ojos, irritados, anegados en lágrimas, es guapo, se decía a sí mismo en el sueño, este descendiente mío es bien guapo. Felipe reflexionó muchas veces, aquello no podía ser sangre de Lautaro ni suya ¿asesino? ¿un hijo bastardo de un asesino, amante de una gringa que comanda campesinos? pensó muchas veces en contarle sus sueños a su general pero prefirió morderse la lengua por temor, por vergüenza.

También soñaba con otro muchacho, similar al del otro sueño, un poco más bajo en estatura y de tez más oscura. Este aparecía tirado en una cama, semidesnudo, contemplando el techo de la casa, un techo blanco y con puntitos negros, atado a unas líneas metálicas. Otras veces el muchacho daba muchas vueltas, moviéndose frenéticamente por todo el lugar como si estuviera aprendiéndose una lección. La casa en la que habitaba el muchacho estaba plagada de pinturas que evocaban al campo, y más espectacular aun a la vida misma de Felipe: un río que aparecía de entre las montañas y caía hasta el mar, cielos celestes rodeados de nubes lilas, mulas cargando trozos de leña, mujeres lavando sobre piedras negras e inmensas, hileras de hombres cabizbajos, con sombreros verde olivo y fusiles a la espalda, el rostro del general que no era el general pero se parecía mucho y al fondo de él se podía reconocer a un grupo de hombres sentados alrededor de una fogata, tal y como el general los coloca por las noches para hablar con ellos, hablar de libertad, de la paz entre los hombres, de la semilla del poder corrompido que germina y se va diseminando velozmente por la patria, de lo entreguistas y traicioneros que suelen ser los políticos nicaragüenses, del círculo vicioso que los envuelve y los convierte en ratitas inmundas a las que el imperio les pisa la cola, siempre y en todo momento; también les habla de gestas revolucionarias a través de la historia, de las cartas de apoyo que llegan de otras partes del mundo, palabras alentadoras, palabras que suenan a poesía, alimento para el alma en esta vida de guerra y clandestinidad que hemos decidido llevar.

En alguno de los episodios Felipe soñó que el muchacho estaba arrodillado y con las manos en la nuca, amarradas, junto a otra gente que estaba en la misma posición. Estaban en un lugar selvático, había árboles inmensos alrededor que crujían cuando el viento los mecía. Había cuatro encapuchados que llevaban armas, tres con armas largas como fusiles y uno de ellos llevaba una pistola. Lanzaban al piso al muchacho, lo pateaban entre los cuatro, paraban hasta que ya no podían distinguirlo a él de la masa de barro que lo cubría. Entonces le desataban las manos y el encapuchado que llevaba la pistola se la ponía en la mano y le ordenaba que disparara, uno a uno a esas personas que estaban hincadas. El muchacho, cubierto de barro y fatigado, apuntó a un niño de unos ocho años y en un movimiento casi imperceptible se puso la pistola en la sien y jaló el gatillo. En ese momento Aura supo que su marido tenía pesadillas porque Felipe gritó febrilmente ¡mi sangre, no! ¡cobarde de mierda! ¡sos mi sangre, no!  

La nube de polvo que al principio apareció por la ladera del cerro se fue acercando cada vez más hasta que Felipe y sus hombres se vieron envueltos en una tolvanera espesa y asfixiante. Siguieron en sus posiciones. A medida que el polvo se iba asentando las caras de los muchachos se empalidecían. El que vigilaba el flanco izquierdo empezó a hacer señas de que algo venía de arriba, al principio pensaron que era la niña que vendría a embrujarlos o a abducirlos a un planeta desconocido, un planeta donde los niños ciegos gobiernan con puño de hierro y cazan pájaros y hombres para mantenerlos prisioneros. Vislumbraron una mancha negra que se acercaba con una rapidez impresionante, como un águila inmensa abalanzándose en picada sobre su presa, y a medida que se acercaba se iba haciendo más grande. El que vigilaba el flanco derecho gritó, tartamudeando pero con certeza “AAA-TA-QUE AÉREO”, se oyó un ruido que hizo vibrar el agua, del cerro apareció un aeroplano, casi a ras, y de inmediato escupió fuego hacia la columna desprotegida de hombres agazapados entre los matorrales. El otro aeroplano no tuvo que bajar a ras, soltó una bomba que cambió el curso del río por un rato e hizo temblar la tierra mientras el que iba a ras dio la vuelta y sobrevoló repasándolos con su ametralladora. El general ya les había dicho que los gringos habían traído aviones pero Felipe, con lo terco que es, jamás imaginó que iría a presenciar algo así o, lo más espectacular aún, morir por un ataque aéreo. Para él eso era irrealizable y así se lo hizo saber a su general, mire mi general aquí es la montaña, aquí no van a venir los gringos en sus pajarracos, allá en la ciudad se van a quedar, allá se pueden ver para meter en miedo a la gente; y si vienen nos lo bajamos a penca ¿verdad mis muchachos? a lo que la columna asintió con vehemencia. No te confiés tanto Felipe, no te confiés, le dijo el general.

Ahí estaba Felipe, un amasijo de carne, tela, lodo y monte, postrado boca arriba a orillas del río, en el que se iba colando su sangre y la de todos los muchachos, sangre que (deseaba el espíritu de Felipe mientras contemplaba sus restos) va a bajar hasta la ciudad y los soldados gringos van a beber de ella y les va a saber a diablos, se van a envenenar y entre ahogos y balbuceos van a maldecir a su gobierno y a ellos mismos por haber venido a esta tierra. A esa hora Aura sintió un terrible punzón en la cabeza, perdió el equilibrio y se cayó, quebrando una tinaja repleta de agua con manzanilla que iba cargando para bañar a Lautaro, que había amanecido con una calentura altísima y sin ganas de probar bocado.

Del humo que fabrica la muerte salió Felipe, consciente de que ya era algo muy aparte de su estado físico. Se sintió liviano, magno, omnipotente, un espíritu fortísimo, un alma eterna, un espectro de la inmensidad o lo que fuera que era. Ni guerra ni miedo ni hambre ni sed ni tristeza ni alegría ni ganas de orinar. Emergió hacia la punta del cerro, sobrevoló las copas verdes, negras, rojas, grises de los árboles y se quedó ahí, suspendido en el aire para siempre.