domingo, 20 de marzo de 2011


"El hombre que de su patria no exige más que un
palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído,
y no sólo ser oído, sino también creído."

SANDINO

sábado, 19 de marzo de 2011

CABOS SUELTOS (II)

Se percató que estaba completamente sólo. La noche friísima que subía por la colina terminaba de tragarse los últimos restos del sol y el viento zumbaba en los oídos como turbina de avión, a unos 20 metros se divisaba el brillo de los rines de su Hyundai Accent pero no era eso lo que llamaba su atención sino el montículo de tierra cubierto de flores negras, la placa de mármol falso en la que se leía PEDRARIAS ESTANISLAO LÓPEZ PERDOMO y abajo PADRE Y ESPOSO ABNEGADO, LUCHADOR PERSISTENTE DE LA CAUSA SANDINISTA y en la última fila las fechas 15/09/1950-15/03/2001. La placa estaba coronada por una cruz de trinidad hecha en cemento. Llevaba su poemario en la mano: “Los Cabos Sueltos”, esa era la única razón por la que había llegado al pueblo de Dulce Nombre. La primera vez que lo leyó fue en el 88 en Cuba, estando en la escuela secundaria de Isla de la Juventud. Le llegó a sus manos a través de un compañero que se lo pasó diciéndole “ustedes los nicas, como apantallan el verso”. De veras que los poemas estaban bien adobados con el lenguaje autóctono, “jacha, ipegüe, idiay, dijunto, comanche, pocoyo”…lo raro es que en la portada figuraba una imagen de la catedral de San Basilio con las cúpulas cubiertas de nieve. La segunda vez que se topó con el ejemplar fue en el 96, en la biblioteca de la UNAN Managua, en ese momento supo que no era mera coincidencia sino fruto del destino y se lo bateó sabiendo que hacía una gran labor al liberarlo de los estantes que lo iban a terminar haciendo polvo. Además se escudó en que esa era la moda de los tiempos, los chavalos aprovechaban el despelote del 6% para robar colecciones enteras que, en el mejor de los casos, caían en los puestos de libros usados sino como carne de empeño para la botella de guaro en alguna pulpería de la Miguel Bonilla. Él libró su conciencia pensando en que sólo había robado un librito, seguramente olvidado, de no más de 40 páginas. La oscuridad llenó por completo la ladera y sintió calambre en la nuca, encendió el último cigarro Windsor que le quedaba y caminó hacia el carro. Manejó por la carretera angosta y brumosa y ya llegando a El Crucero se sintió con las manos vacías, se dijo: “si la vida de un hombre se dedujera por 30 versos…” y dio vuelta en U apresuradamente. Al llegar al pueblo de Dulce Nombre se instaló en una posada modesta y pidió de cena huevos a la ranchera, tortilla, cuajada y café. Se sentó a comer en una mesa renca en la acera de la posada, viendo pasar a la gente cubierta con chales, a la clica de perros que se acercaba meticulosamente, babeando, enseñando los dientes. En la esquina está el parque donde los chavalos jalan bajo las luminarias, a medio metro de distancia como exige el pudor de pueblo, o él desde su cirri y ella con las nalgas apoyadas en el espaldar de una banca. La esperanza es que se vaya la luz en cualquier momento.

- ¿Pedrarias López?, le pregunta a la que lo atendió, que se detiene en el marco de la puerta esperando que él termine su cena para levantar los platos e irse a acostar como Dios manda

 - ¿el difunto, el chintano, el Diriangén?, él la ve con mirada de duda y replica – el poeta.

- Ah pues es el mismo, en el barrio las crucitas lo haya, nada más que ese está sólo porque era un hombrón y mulo de terco.

- ¿Su familia?

- A tres cuadras para allá- le dice señalando con la mano un punto indefinido

- ¿Puedo ir a verlos?

- ¿Ahorita? Jum, ni loco, aquí no se visita a la gente de noche- le contesta emitiendo un suspiro agotado- mejor vaya mañana y me deja lavar esos trastes y irme que ya estoy que me caigo

No soltaba el poemario de sus manos temblorosas y ásperas, lo cargaba como un amuleto o un hechizo de mano. Lo abrió y leyó el poema Cienfuegos

Cienfuegos, amigo
Héroe de Yaguajay
Que nuay combate en Sierra Maestra
O en Camagüey
Que no lleve tu nombre
Camilo, amigo
Que tu cuerpo es secreto de Yemanyá
Ya van saliendo los yanquis jodidos
Ya van entrando triunfantes los camiones
Cundidos de hombres libres y de flores
Y ya te lo digo
Que me lleve la mierda si no te conozco allá arriba
Camilo, mi amigo querido.

Cayó a la cama, pesado como buey, sin poner mayor reparo en las incomodidades del cuarto. En el sueño iba enhebrando los versos de Pedrarias con los propios que iba inventando, en un algún momento dejó de soñar y la mente se le quedó paralizada en un fondo verde lima como anunciando el fin de la transmisión. Despertó con los campanazos de la iglesia, su reloj marcaba las 6 y 30. Podía dormir más, siempre y cuando se hiciera al fondo, lo más pegado a la pared para evitar enterrarse los resortes salidos del colchón que acababa de sentir, había una ventana chiquita en lo alto y del otro lado del cuarto una que daba al patio, donde se veía movimiento de gente y uno que otro vuelo frustrado de gallina. Se levantó a las 7 y media, se duchó, tomó una taza de café y le preguntó a la muchacha de anoche por la casa de doña Josefa, ella le dio una dirección más lógica y lo vio salir con una risa burlona. El Hyundai Accent estaba todo cubierto de rocío y lo vio más brillante, se le ocurrió que al llegar a Managua lo iba a poner en venta y comprarse una moto para los caminos de Dulce Nombre.

El adoquinado se terminó a la segunda cuadra, la siguiente era una callejuela maloliente y llena de charcos. Llegó a una casa desvencijada, golpeó al vidrio de la ventana tres veces hasta que alguien abrió la puerta de madera, no lograba verla bien porque había una puerta de cedazo, no hasta que ella abrió por completo y él logró descubrir a Josefa y pensó en que su nombre calza tremendamente con su aspecto: delgada, alta, facciones repintadas, llena de arrugas, trémula, con unos ojos impactantemente negros y fijos como animal encantado y con una moña en el pelo (eso logró verlo cuando ella se dio vuelta para hacerlo pasar). La casa era oscurísima, tenebrosa, a no ser por un par de ventanitas dispuestas en la parte baja del techo, por donde los rayos del sol entraban hiriendo la vista de un tajo.

- Pedrarias es mi hombre, todos los días hablamos, me pregunta de todo, hablamos de todo, él me trae noticias de allá- empieza a hablar entrecortado –yo le pido que me lleve y me dice que me va a llevar cuando esté lista, que todavía falta…pero ¿quién es usted? ¿qué quiere con mi esposo?

Él le extiende el poemario y ella lo ve con extrañeza, incluso no capta porqué el nombre de su esposo está en la portada y debajo la imagen de un edificio nevado y más debajo el título Cabos Sueltos. Lo abre y al caer al título Ciguanaba se parte en llanto.

- Esto es mío- le grita, entre llantos y en tono de reclamo –él me lo escribió a mí porque decía que yo era su cegua que lo adundaba. Veee ¿cómo es esto posible?. replica en tono más amistoso –entonces, entonces son sus poemas, él se los llevó a Fidel cuando se fue a Cuba, ya andábamos jalando y a mi mama no le caía nada  en gracia porque decía que era un vago.  

Josefa le relató la historia de Pedrarias López, descendiente bastardo de Pedro Arias de Ávila, dato que ni el propio Pedrarias sabía y ella se vino a dar cuenta hasta después por un familiar, le contó lo de las matas y las flores negras que crecen sólo en su tumba y no deben ser tocadas por nadie so pena de petrificación mortal, le dijo del sol de plata que le lloró ese día.

Jairo Macías no apestaba como su padre, el mentado Jabón, y se sintió regocijado de encontrar a la mujer de Pedrarias para terminar de pagar venganza. Sacó de atrás del pantalón su Magnum 44 y procedió a disparar mientras ella caía, viéndolo con ojos de chivo ahorcado. Al llegar a Managua puso en venta su Hyundai Accent y fue a visitar la tumba de su apestoso padre.

miércoles, 16 de marzo de 2011

CABOS SUELTOS

La historia no tenía porque acabar ahí, habían cabos sueltos como en cualquier historia pero en esta existía la posibilidad de dilucidarlos. Pedrarias López era descendiente bastardo de Pedro Arias de Ávila, Capitán General de Castilla de Oro y personaje atormentado por la historia frente a los tronos de Pizarro y Cortés. Pedrarias se sabía un guerrero sin conocer su muy lejana herencia de sangre, fue más de una vez la que escapó de las garras asesinas de la guardia, luchó en las columnas del Frente Benjamín Zeledón, luego se enmontañó e hizo retroceder a la contra hasta Honduras. Su carisma era incomparable, como enemigo ni quiera dios pero en las buenas era una miel, todos lo recuerdan por su sonrisa extendida y franca que dejaba ver su dentadura atrofiada por el refilón de una bala a como él mismo narraba, aquello podría ser bien una falacia pero nada costaba creerle y dejar que siguiera contando.  El último de sus días lo pasó en silencio, cabizbajo frente a un sol naranja que de vez en cuando se escondía tras una nube efímera. Presentía algo, el cielo y el viento le habían dado señas de un suceso del que no se podía más que intuir cierto malestar. Eran las 10 de una mañana de malos presagios, su cuerpo caminaba inusualmente lento y pesado por las colinas de Dulce Nombre, llevaba la mente en otro lado, iba atando los cabos de su vida, tratando de recordar con esfuerzo, con urgencia, los acontecimientos y las fechas, los escenarios, las caras y los nombres. Faltarían muchas cosas, mucho camino ha recorrido este Pedrarias, se decía a sí mismo. Una vez anduvo en Cuba, le dio la mano al propio Fidel y le obsequió una serie de 30 poemas escritos uno a uno al reverso de unas postales de la URSS, le dijo con voz ronca: tenga mi comandante, para que juegue cara o cruz. Cinco años después una editorial cubana publicó 1000 ejemplares del poemario de Pedrarias, obra que él jamás llegó a conocer. También la tuvo de cal. En la guerra se ganó un enemigo acérrimo, nunca supo su nombre, todos lo llamaban Jabón. Jabón apestaba más que cualquier carne en descomposición y las bromas casi siempre eran dirigidas hacia él, especialmente las de Pedrarias, que con humor patán, sorna  y creatividad extrema se bajaba en él día y noche, ideaba refranes, coplas, adivinanzas, chistes y cualquier invento para joder a Jabón, y el pelotón hacía rueda para escuchar, gozar y repetir los inventos. Jabón pensó, inevitablemente, en la venganza: matarlo aquí no voy a poder pero voy a seguir a este hijueputa donde sea. Y así fue, años después supo por alguien del pelotón que Pedrarias estaba viviendo en Jinotega, que se había casado y tenía dos hijos. No costó mucho dar con él, lo estudió durante dos días hasta que una vez preparado el terreno decidió dar la cara con pistola en mano, al verlo Pedrarias apenas lo reconoció y menos pudo al ver que Jabón apuntaba directamente hacia él gritando cabrón, cabrón, cabrón, vení reíteme ahora a ver cómo te va. Pedrarias logró cubrirse tras el tronco flaco de un pino, esa voz, sí, el pedazo de guerra que no ha acabado, no debí joderlo tanto a este loco. Los silbidos de bala trozando el tronco atormentaban los tímpanos, oe Jabón disculpá hom, nunca supe tu nombre, una ola de viento helado le respondió: Igor Macías para servirte cabrón, mientras Jabón avanzaba hacia él, ya no con la afrenta de su apodo y el recuerdo maldito de la guerra sino reivindicado, erguido con su nombre, Igor Macías, Igor, resonaba en su mente. Pero un grito agudo le hizo cambiar la dirección, un niño morenito y delgado, asido a un poste como al temor por lo desconocido  llamaba papa a Pedrarias. Craso error el de Jabón al hacer aquel disparo que impactó en el infante y perforó el alma de Pedrarias, quien embistió con la fuerza de una estampida de toros a Jabón y ahí le dio muerte, arrancándole la piel hasta donde pudo, saciando su sed de ira y venganza hasta donde alcanzó, al ver que ya no le quedaban más que los huesos entre las manos dijo: para mí siempre vas a ser Jabón porque hasta los huesos te apestan, ese es tu epitafio hijueputa.

Ahora, en este último día, recordó a su primogénito y a aquella presencia, nublada por el odio, que se lo había arrancado. Lloró amargamente, besó la tierra y la bendijo mientras se iba ahogando en un llanto pausado y doloroso. Recordó también que después de ese hecho abandonó a su familia, la policía lo seguía pero no era ese el motivo, se sentía perdido, el sufrimiento profundo, como suele pasar, lo había extraviado hacia caminos sombríos y polvorientos. Estuvo en Managua por un tiempo, durmiendo en cartones en las aceras de los mercados. Probó el trago y se sumergió en él de cabeza y sin saber nadar fue absorbido por un vórtice del que apenas salió vivo, conoció los abismos y los demonios de la dipsomanía y ahí, en el averno etílico decidió emerger. Conoció y entabló amistad con una mercader del Oriental, quien le dio trabajo y se enamoró perdidamente de él, pero su corazón ya estaba tomado y su carne también. Ella lo presentó con su hermano que jefeaba una cooperativa de pescadores en Masachapa y así es como Pedrarias tuvo su episodio en el mar. Ahora también recuerda el mar, zarpaban religiosamente a las 4 de la tarde y a eso de medianoche se quedaban quietos y en silencio aspirando la inmensidad del Pacífico, a veces acompañados por la luna, los astros, a veces en una oscuridad perpetua. Ninguno hablaba, aquel era el momento para palpar de veras el ritmo cardíaco del océano, al final Pedrarias metía en una botella un papel en el que había escrito poemas o cartas de amor a su mujer e hijos. Lloró, ya no amargamente sino como un leve sollozo, el aire le susurraba como para consolarlo. Rezó tres avemarías, besó mil veces la imagen del Papa Chú que llevaba en la bolsa y lo enjugó en su llanto. Una pala empezó a enterrarse y expulsar tierra fértil hacia un lado. Nació en Dulce Nombre y ahí debía morir, en la comarca de gencianas dibujadas en acuarela, entre las colinas cubiertas de un altísimo zacate, con caminitos en sus contornos, en los que apenas cabe la llanta de una bicicleta, en donde la mañana aparece, muerta de frío, escabulléndose de la brisa. Siguió cavando, ahí debía morir. Mientras cavaba veía las venas que resaltaban de sus brazos velludos, la raíz adherida a la tierra, amarrándola, luchando por sobrevivir, por perdurar, como nosotros, pensó, no todos ni todo el tiempo. Sonrió con su sonrisa extendida y franca que dejaba ver su dentadura atrofiada por el refilón de una bala, las lágrimas se le escurrían de entre los senderos que le hacían las arrugas, reía, lloraba y se estremecía mientras el hoyo iba cada vez más profundo. Al cabo de un rato sintió que algo en medio del hoyo que iba cavando le impedía el paso, bajó, rasgó con sus manos y descubrió una matita con unos tallos salientes coronados por flores negras. Eran diminutas pero ahí estaban, enterradas bajo tres cuartas de tierra, inmóviles, como a la espera de algo. Pedrarias se irguió y dejó de llorar y reír al ver que el sol había cambiado de naranja a plateado y el cielo estaba totalmente despejado y celeste. Muchos cabos quedan sueltos, se dijo, pero si los ato ya no va a valer la pena pensar en mí. Cortó la matita, junto un pequeño montículo de tierra a un extremo del hoyo y se acostó, miró al sol de plata, se llevó la mata a la boca y cerró los ojos.  

sábado, 5 de marzo de 2011

PARA ARRANCAR LAS LUCES



Temía matarla de una mala emoción pero debía decírselo, así, de la manera más pronta y sin sopesar si era la circunstancia adecuada; al instante revisé mi correo electrónico esperando respuesta y pensé, ¡puta, que las relaciones humanas nunca han sido mi fuerte! Salí a la calle como cegado por un asombro indescriptible, un perro enano me atacó a los pies y guiñaba con su dentadura de piraña hasta que logré suspenderlo tres o cuatro metros en el aire con el empeine. Los animales son el reflejo de las personas, de todas sus iras y sus temores. En la esquina cogí un taxi y le pedí que me dirigiera a un lugar que no supo entender, le di la dirección al revés y ahí si entendió. Qué extraño soñar despierto mientras se escucha bachata a todo volumen en una cabina de luces fluorescentes y hedor a moho, de pronto desperté y me vi diciéndole al taxero que sólo andaba cinco pesos para la carrera pero le podía dejar dos tilas de marihuana para compensarle porque sé que su trabajo es arduo y mal remunerado y probablemente sufra de hemorroides encima de que el taxi no es suyo sino que se lo cadetea a su hermano mayor que es un vivazo que le da en la nuca cotidianamente; también le expliqué que había dejado a mi abuela con el corazón pendiéndole de un hilo porque los hijos lejanos son los que más duelen y que había cortado con mi novia y el amor flotante me hacía muchas veces divagar y olvidar las cosas, tal así que dejé mi cartera y no podía pagarle más. El taxero me vio por el espejo retrovisor, frenó en seco, extendió la mano para coger las tilas y me gritó ¡va a la mierda!

Salí hacia el segundo episodio de la noche. La avenida era tremendamente oscura y me percaté que llevaba un reloj que podía llamar mucho la atención; los carros avanzaban frenéticamente y daban vueltas en U, el cielo se partía en dos por un potente haz de luz que oscilaba de un lado a otro, de vez en cuando se divisaban chispas y pequeñas columnas de humo avanzando rápidamente. La cuneta estaba plagada de mendigos y buscapases[1] apestosos, eran los mismos de siempre pero no desde mi óptica, yo suelo verlos desde un carro como figuras tristes adheridas a la avenida, sin prestarles demasiada atención, pero ahora me parecen tan cercanos, tan vivos y aun más miserables. Me dieron nauseas y ganas de correr, no por su miseria sino por la imagen que se me vino a la mente: mi tío cayendo al piso gélido de alguna calle de Minneapolis, su breve historia grabada en la nieve de forma tan efímera como lo que le puede llevar a una llanta de carro borrarle el rastro, ahora mi abuela, esa es otra cosa, esa sí duele de veras y yo ingrato dejándola así, sola y con el corazón en la mano, intoxicada de un dolor por un motivo que ni siquiera puede explicarse. Ahora me acuerdo que entre el instante de la noticia, el llanto y lo que me tomó ponerme un pantalón toqué la armónica, quizá motivado por el cliché de que es un buen sonido para despedir almas difuntas…algo, un impacto en mi nariz, el piso, no, no el piso, menos mal mi mano actuó por mí y mis pies respondieron bien mientras me seguían un par de sombras veloces, en ese momento empecé a figurarme a las luces de los carros  como una lluvia de llamas difusas en amarillo y en rojo y decidí que lo mejor era cortar la trayectoria recta y lanzarme a la calle. Las bocinas sonaron, eso y el fondo de Ectasy of Gold resonando en mi mente, creaban una pieza alucinante. Había que imaginarse a los perseguidores, aunque solamente fuesen un par de pintas había que estimular a la mente, opté por perros doberman negros que, después de unas cinco cuadras me alcanzaban y se me abalanzaban encima demostrándome que no tenían dentaduras, y movían sus pequeños rabos cercenados, entonces yo me sentiría imbécil por haber aplicado tanto esfuerzo por un par de bestias inermes.
El pito los detuvo, el cpf era enano y regordete, salió en mi defensa y me dijo que siguiera mi camino, yo no tenía nada que darle más que las gracias, ¡si hom! me dijo. Una bandada de pájaros desnudaba un roble mientras un ejército de comejenes absorbía sus entrañas. Sentí mi nariz helada, me ardía, sentí sabor a sangre en la boca. No me preocupó mucho, volví a pensar en mi tío que murió de muchas formas, como maquinando un acto premeditado para que se fabulen distintas versiones, eso es aberrado, pensar así en la muerte de manera tan maquillada no hace más que comprobar que sos una persona falsa y que coronás tu último acto como la obra maestra de las falsedades. Muchos preferimos una muerte franca.

La sangre ya no sale copiosamente, hay luna en el cielo pero está escondida, es triste, está cuarteada y recostada a un edificio gris de tres pisos. En la esquina hay un bar atestado de peces y sirenas fofas y viejos borrachos lanzándoles monedas a las mesas para que ellas se pelen las tetas por un par de segundos. De un carro deportivo salen unas chavalas de tacón alto, son largas como fideos y sus caras muy lindas, hablan del rímel y de la nueva miss Nicaragua. Decido sentarme en la acera para tratar de digerir lo que ha pasado en media hora. Talvez, después de todo, mi tío no habrá muerto, talvez mi abuela esté muriendo en este momento y mi ex novia esté rezando por mi alma perdida o vaticinándome los peores destinos. “Y ahora verás lo que es tener las alas rotas.” Convenientemente, al sentirme a la deriva diviso a una hormiga que carga una migaja diez veces más grande y más pesada.

Cierro los ojos, estoy muerto, mi cuerpo desnudo está en la avenida, los mendigos y buscapases lo torturan, le prenden fuego, lo patean y le tiran pedos en la cara. No los culpo, ellos también quieren ser libres pero no lo logran porque se aferran a su miseria.

Me queda una última tila en el calcetín y una boleta que siempre guardo en la tapa del celular, camino al parque oscuro y me siento en una banca manchada por completo por las cagadas de zanates. El celular suena, sólo logro escuchar gritos ininteligibles luchando contra un estruendo de música electrónica.  Me concentro en el churro, contemplo como el papel se va quemando despacio con cada jalada. Mañana a esta misma hora voy a hacer lo mismo, lo digo con la certeza de un adicto. El ardor en la nariz cesa y tengo ganas de reclinar mi cabeza en algún lado pero a media cuadra me esperan.

El lugar está sellado por una manta negra, cobran 100 y eso es un gran inconveniente hasta que me decido a probar las debilidades de la seguridad cruzando la malla por el lado derecho. Caigo en una mesa, boto unas botellas, una mujer me escupe barbaridades  y me jala de la camisa, yo retiro su mano y me pierdo entre la gente. Estoy dentro. Este es otro sistema. La sociedad de chavalos drogos en plan de seudo-rebeldía contra algo que no comprenden. La música está bien, el local es amplio, las luces son si bien no una experiencia alucinante al menos decentes. En las jardineras prescindieron de las matas y colocaron una capa de piedra pómez, lo cual me parece una excelente representación del panorama de una sociedad hueca. Ahí están las chavalas largas como fideos, las feas que conspiran contra la belleza de las de la otra mesa que beben ansiosamente de sus latas de Red Bull mientras le hacen cosquillas disimuladas a un viejo que las patrocina. Hay un tipo que juega con una barra con fuego en los extremos, hacen una rueda para contemplarle mientras, estimulados por la droga, recrean cualquier imagen. Adentro un chele con acento de inglés australiano o neozelandés me ofrece éxtasis a veinte dólares: “You, take it or leave it fella, your ass won´t regret this trip, I can sure you”. Ahora tengo sed, ya el buen efecto de la marihuana ha pasado y siento un temblor extraño en mis fosas nasales. Mi cuerpo le dice a los mendigos y buscapases que todos buscamos la felicidad de las formas más inauditas, que quisiera estar con ellos para sentir sus padecimientos como propios, a lo que uno me responde “tu madre chavalo, viva Daniel Ortega.”

Volviendo al sitio, es inevitable ponerme a analizar el comportamiento colectivo, sentir cierto pánico por el futuro del país, aunque no estemos mucho más allá de los malos pronósticos. Esta sociedad vive en constante sobredosis. Sobredosis del vacío, de la miseria, de la política sucia, de corrupción, del fraude, del desempleo, de putas feas, de ladrones desnutridos que no corren lo suficientemente rápido para alcanzar a su presa, de muertos inventados, de malas noticias, del ardid de los mediocres. Sobredosis de la sobredosis. “Y ahora verás lo que es tener las alas rotas/ y ahora verás lo que es sufrir por la derrota/ lo que me hizo tu maldad no tiene nombre/ pero ha llegado sin piedad el contragolpe.”

Siento que disparan, que las luces laser emiten sonidos de ecos de bombas, que Managua tiembla por enésima vez y de una vez por todas para enterrarse a sí misma y luego devorarse las cenizas. Caigo, no de un solo sino lentamente, me voy consumiendo despacio como el churro del parque, llueven chispas y pedazos de dientes, aquí estoy amor, en el fin de todas las cosas, ya viví mucho, ya maté todo lo matable. Mi tío es un cobarde y está vivo, esa es su desgracia, ve a mi abuela y después olvidate de mi nombre. “…pero ya es tarde para cargos de conciencia, y en el pecado llevarás la penitencia”.
  


[1] Buscapaces: callejeros dualistas (ladrones y honrados a la vez) que hacen cualquier trabajo que se les delegue; se les reconoce por expeler un hedor particularmente tóxico.