domingo, 25 de septiembre de 2011

LA JORNADA

Mis manos habían desgranado el trigo durante todo el día, las gotas de sudor se empastaban en la espalda como gotas densas de tinta que deciden engañar al trayecto, no había caído en cuenta de la hora, que la jornada ya había terminado y aún el sol seguía tan vivo como hace horas. Me senté en la tierra roja, saqué la armónica del morral y empecé a tocar bien pero bien desafinado para que el mal sonido me obligara a levantarme y buscar un bus o un camión que me llevara por 5 pesos.

- No pofi, son las 4 y media
- Yo tengo las 7 en mi reloj
- Pues dale cuerda a esa chafa hom. Pensé, que atrevido que me habla así este indio, me lo debería de enviajar. Íbamos unos 20, entre cañeros, albañiles y trabajadores de fábrica, todos caretos y cansados, meciéndonos en el tráiler de un camión por el vaivén del camino. El indio ese me siguió viendo mientras se fumaba un cigarro, tenía cara de tótem y me pareció despreciable, de la peor calaña que podría parir la naturaleza. Iba también un niño montado en un cajón de madera, con los ojos entrecerrados veía una chibola como si a través de ella lograra ver un panorama menos desalentador. Yo también veía chibolas de chiquito pero no con ese fin, más bien me las ideaba para quebrarlas en dos tucos, meterles zancudos, hormigas y zayules y pegarlas después con goma transparente, según yo iba a ser taxidermista.

Miro mi reloj con las agujas detenidas y en segundo plano me aparece la imagen de ese animal mal encarado que me ve con cara de hambre, con sus orificios nasales abriéndose y cerrándose como si fueran de hule. He pasado con el sol en la jupa todo el día y que un pesado me hable feo y me vea así ya es exceso; vuelvo la vista hacia otro lado, la frondosidad del camino y el lago al fondo y más allá la pierna desnuda del volcán que sumerge sus raíces para no arrecharse tanto todo el tiempo. Entonces me acuerdo de Rubén y sus pinturas de paisajes antropomorfos, de su buena amistad y su incansable buen sentido del humor, más de una vez sus chistes hicieron orinar a varios al mismo tiempo, por la calle la gente le iba regalando sonrisas como si al verlo se acordaran del último chiste que les contó. Lo más curioso era que se tomaba su trabajo de cuentachistes muy en serio, yo por lo menos no he terminado de contarlo cuando ya me carcajeo, por lo que sería uno de los últimos oficios en los que pensaría para vivir. Un policía lo halló en la cama con su mujer, a él no logró agarrar pero ella estuvo presa 6 meses por adúltera. Esa fue la última vez que vi a Rubén, conservo unos cuadros suyos a los que cuido como joyas.

La chibola salta hasta mi pie y el niño corre a cogerla. – Ese hombre lo ve mal- me dice señalándolo con el piquito estirado – usted trabaja donde los Ordoñez ¿verdad? ¿usted es el que encontró el baúl de don Emilio, el de su tatarabuelo? yo me acuerdo de ese día, el viejo se puso contentísimo y mandó a hacer una gran comelona que todo mundo salió parejo, desde el más peón al más rico, ese día me gané mi chibola de la suerte- me dijo mientras me la enseñaba, viéndola bien es redonda pero no es exactamente una chibola, es algo mucho más brillante de lo que una chibola podría ser, tiene un color verde turquesa parecido al tono que Rubén le daba al agua en sus pinturas, me la puso en la mano, es pesada y consistente como una bolita de hierro, perfecta, sin una sola estría – cuidala mucho chigüín, y a este indio déjamelo que como que se quiere ir en bolsa a su casa. El niño se metió su preciosa chibola a la bolsa y volvió a su cajón, el sol ya iba bajando enrojecido, como si hubiera decidido incendiarse antes de ahogarse en el lago en el que flotaban billones de cristales rotos. Los hombres lucían ebrios de movimiento, silenciosos, como velas a la deriva en un océano de pensamientos sórdidos y angustiosos, todos menos el indio que ya había encendido un segundo cigarro y  ahora se acercaba amenazantemente al niño y le decía algo, éste empuñó su mano sobre su shortcito y frunció el ceño gritando ¡no! el indio le dio un coscorrón e intentó meter la mano en la bolsa del short del niño – dejalo huevón – gritó un hombre que llevaba un machete enfundado en el cinto – y si no ¿qué? – le dice en tono desafiante el indio. Su figura representaba toda la maldad posible, incluso su voz era un golpeteo frecuente de hosquedad, como el estruendo de un cubo metálico que cae 10 metros. El sol había llenado todo de rojo y ahora el lago parecía una pila de sangre que caía copiosa de la falda del volcán. Rubén también pintaba esas cosas. El primer golpe me cayó de refilón en el mentón, el reflejo me hizo ver para arriba donde se había abierto una grieta en el cielo rojo, era mínima pero dejaba ver el telón negro pringado de estrellas. El segundo me dio de lleno y me hizo caer a plan, impactando contra el metal oxidadísimo del tráiler. Alguien me levantó, el niño corrió hacia mí, me dieron ganas de decirle que de niño me encantaba incendiar hormigas locas, que las juntaba descubriendo hormigueros o dejando algo que les resultaba apetitoso y una vez todas juntas las bañaba en kerosene y les prendía mecha. Tenés que intentar eso chigüín.

El indio está en buena forma, se ve más joven que yo y, por lo que pude sentir en su pegada, está tan habituado a la pelea como a ser feo. Logré una barrida con el pie derecho y ahora estaba en ventaja, escuchaba como el niño reía de gozo y pensé en el bello color de su chibola, ¿habrá visto Rubén algo así o habrá sacado el color de su imaginación? porque ni el lago ni ningún río que conozca tienen ese color. Ahora estaba sobre el indio, dándole golpes a la nariz para ver si lograba enderezársela o hacer de ella algo menos grotesco ya que de veras con una ñata como esa me da pena ajena. En la adrenalina, al inicio obvié el hecho de que empezaba a llover con fuerza, de la nariz del indio brotaba una pasta espesa color marrón que apestaba. A Rubén le encantaba experimentar creando tonalidades extrañas, varias tardes gastábamos picando piedras y echando las más amarillas, las más lamosas o rojizas, sino exprimíamos pulpas de fruta que luego el mezclaba con unos polvos y machacaba y machacaba en un mortero para después dejar en el sol. Una vez lo vino a ver un gringo traído por alguien de la ciudad, tomó fotos, bebió con nosotros y se indigestó. Al mes volvió con más gringos, le dijeron a Rubén que se fuera con ellos, ganas no le faltaban pero para esos tiempos le iba a nacer un crío, el octavo para ser preciso.

Ahora sus dedos me retuercen el pescuezo mientras mis golpes se van haciendo cada vez más débiles, la lluvia es fuerte e inunda el piso del tráiler que ya no se mueve de un lado a otro. Estoy arriba, pienso, llevo ventaja, ¿qué desdichada habrá de aparearse con este animal? logro que me suelte del cuello y le pateo el costado una y otra vez, él se incorpora, se me viene encima, metro y medio la caída, mi peso más el suyo más el suelo empedrado, ahora sí que no me muevo. Los hombres chiflan y aplauden, se pasan las chivas de cigarro, lanzan los puños al aire, están contentos y, aunque sea a mis expensas, yo también por ellos; se irán a la taberna, beberán hasta inflamarse y cogerán a sus mujeres como bestias, uno que otro la vergueará culpándola de su propia impotencia. Entonces habré hecho mi parte en el universo, como Rubén con sus pinturas, como ese niño con su chibola extraña que ya no es de esta tierra que se incendia en una tarde de hecatombe.          

domingo, 20 de marzo de 2011


"El hombre que de su patria no exige más que un
palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído,
y no sólo ser oído, sino también creído."

SANDINO

sábado, 19 de marzo de 2011

CABOS SUELTOS (II)

Se percató que estaba completamente sólo. La noche friísima que subía por la colina terminaba de tragarse los últimos restos del sol y el viento zumbaba en los oídos como turbina de avión, a unos 20 metros se divisaba el brillo de los rines de su Hyundai Accent pero no era eso lo que llamaba su atención sino el montículo de tierra cubierto de flores negras, la placa de mármol falso en la que se leía PEDRARIAS ESTANISLAO LÓPEZ PERDOMO y abajo PADRE Y ESPOSO ABNEGADO, LUCHADOR PERSISTENTE DE LA CAUSA SANDINISTA y en la última fila las fechas 15/09/1950-15/03/2001. La placa estaba coronada por una cruz de trinidad hecha en cemento. Llevaba su poemario en la mano: “Los Cabos Sueltos”, esa era la única razón por la que había llegado al pueblo de Dulce Nombre. La primera vez que lo leyó fue en el 88 en Cuba, estando en la escuela secundaria de Isla de la Juventud. Le llegó a sus manos a través de un compañero que se lo pasó diciéndole “ustedes los nicas, como apantallan el verso”. De veras que los poemas estaban bien adobados con el lenguaje autóctono, “jacha, ipegüe, idiay, dijunto, comanche, pocoyo”…lo raro es que en la portada figuraba una imagen de la catedral de San Basilio con las cúpulas cubiertas de nieve. La segunda vez que se topó con el ejemplar fue en el 96, en la biblioteca de la UNAN Managua, en ese momento supo que no era mera coincidencia sino fruto del destino y se lo bateó sabiendo que hacía una gran labor al liberarlo de los estantes que lo iban a terminar haciendo polvo. Además se escudó en que esa era la moda de los tiempos, los chavalos aprovechaban el despelote del 6% para robar colecciones enteras que, en el mejor de los casos, caían en los puestos de libros usados sino como carne de empeño para la botella de guaro en alguna pulpería de la Miguel Bonilla. Él libró su conciencia pensando en que sólo había robado un librito, seguramente olvidado, de no más de 40 páginas. La oscuridad llenó por completo la ladera y sintió calambre en la nuca, encendió el último cigarro Windsor que le quedaba y caminó hacia el carro. Manejó por la carretera angosta y brumosa y ya llegando a El Crucero se sintió con las manos vacías, se dijo: “si la vida de un hombre se dedujera por 30 versos…” y dio vuelta en U apresuradamente. Al llegar al pueblo de Dulce Nombre se instaló en una posada modesta y pidió de cena huevos a la ranchera, tortilla, cuajada y café. Se sentó a comer en una mesa renca en la acera de la posada, viendo pasar a la gente cubierta con chales, a la clica de perros que se acercaba meticulosamente, babeando, enseñando los dientes. En la esquina está el parque donde los chavalos jalan bajo las luminarias, a medio metro de distancia como exige el pudor de pueblo, o él desde su cirri y ella con las nalgas apoyadas en el espaldar de una banca. La esperanza es que se vaya la luz en cualquier momento.

- ¿Pedrarias López?, le pregunta a la que lo atendió, que se detiene en el marco de la puerta esperando que él termine su cena para levantar los platos e irse a acostar como Dios manda

 - ¿el difunto, el chintano, el Diriangén?, él la ve con mirada de duda y replica – el poeta.

- Ah pues es el mismo, en el barrio las crucitas lo haya, nada más que ese está sólo porque era un hombrón y mulo de terco.

- ¿Su familia?

- A tres cuadras para allá- le dice señalando con la mano un punto indefinido

- ¿Puedo ir a verlos?

- ¿Ahorita? Jum, ni loco, aquí no se visita a la gente de noche- le contesta emitiendo un suspiro agotado- mejor vaya mañana y me deja lavar esos trastes y irme que ya estoy que me caigo

No soltaba el poemario de sus manos temblorosas y ásperas, lo cargaba como un amuleto o un hechizo de mano. Lo abrió y leyó el poema Cienfuegos

Cienfuegos, amigo
Héroe de Yaguajay
Que nuay combate en Sierra Maestra
O en Camagüey
Que no lleve tu nombre
Camilo, amigo
Que tu cuerpo es secreto de Yemanyá
Ya van saliendo los yanquis jodidos
Ya van entrando triunfantes los camiones
Cundidos de hombres libres y de flores
Y ya te lo digo
Que me lleve la mierda si no te conozco allá arriba
Camilo, mi amigo querido.

Cayó a la cama, pesado como buey, sin poner mayor reparo en las incomodidades del cuarto. En el sueño iba enhebrando los versos de Pedrarias con los propios que iba inventando, en un algún momento dejó de soñar y la mente se le quedó paralizada en un fondo verde lima como anunciando el fin de la transmisión. Despertó con los campanazos de la iglesia, su reloj marcaba las 6 y 30. Podía dormir más, siempre y cuando se hiciera al fondo, lo más pegado a la pared para evitar enterrarse los resortes salidos del colchón que acababa de sentir, había una ventana chiquita en lo alto y del otro lado del cuarto una que daba al patio, donde se veía movimiento de gente y uno que otro vuelo frustrado de gallina. Se levantó a las 7 y media, se duchó, tomó una taza de café y le preguntó a la muchacha de anoche por la casa de doña Josefa, ella le dio una dirección más lógica y lo vio salir con una risa burlona. El Hyundai Accent estaba todo cubierto de rocío y lo vio más brillante, se le ocurrió que al llegar a Managua lo iba a poner en venta y comprarse una moto para los caminos de Dulce Nombre.

El adoquinado se terminó a la segunda cuadra, la siguiente era una callejuela maloliente y llena de charcos. Llegó a una casa desvencijada, golpeó al vidrio de la ventana tres veces hasta que alguien abrió la puerta de madera, no lograba verla bien porque había una puerta de cedazo, no hasta que ella abrió por completo y él logró descubrir a Josefa y pensó en que su nombre calza tremendamente con su aspecto: delgada, alta, facciones repintadas, llena de arrugas, trémula, con unos ojos impactantemente negros y fijos como animal encantado y con una moña en el pelo (eso logró verlo cuando ella se dio vuelta para hacerlo pasar). La casa era oscurísima, tenebrosa, a no ser por un par de ventanitas dispuestas en la parte baja del techo, por donde los rayos del sol entraban hiriendo la vista de un tajo.

- Pedrarias es mi hombre, todos los días hablamos, me pregunta de todo, hablamos de todo, él me trae noticias de allá- empieza a hablar entrecortado –yo le pido que me lleve y me dice que me va a llevar cuando esté lista, que todavía falta…pero ¿quién es usted? ¿qué quiere con mi esposo?

Él le extiende el poemario y ella lo ve con extrañeza, incluso no capta porqué el nombre de su esposo está en la portada y debajo la imagen de un edificio nevado y más debajo el título Cabos Sueltos. Lo abre y al caer al título Ciguanaba se parte en llanto.

- Esto es mío- le grita, entre llantos y en tono de reclamo –él me lo escribió a mí porque decía que yo era su cegua que lo adundaba. Veee ¿cómo es esto posible?. replica en tono más amistoso –entonces, entonces son sus poemas, él se los llevó a Fidel cuando se fue a Cuba, ya andábamos jalando y a mi mama no le caía nada  en gracia porque decía que era un vago.  

Josefa le relató la historia de Pedrarias López, descendiente bastardo de Pedro Arias de Ávila, dato que ni el propio Pedrarias sabía y ella se vino a dar cuenta hasta después por un familiar, le contó lo de las matas y las flores negras que crecen sólo en su tumba y no deben ser tocadas por nadie so pena de petrificación mortal, le dijo del sol de plata que le lloró ese día.

Jairo Macías no apestaba como su padre, el mentado Jabón, y se sintió regocijado de encontrar a la mujer de Pedrarias para terminar de pagar venganza. Sacó de atrás del pantalón su Magnum 44 y procedió a disparar mientras ella caía, viéndolo con ojos de chivo ahorcado. Al llegar a Managua puso en venta su Hyundai Accent y fue a visitar la tumba de su apestoso padre.

miércoles, 16 de marzo de 2011

CABOS SUELTOS

La historia no tenía porque acabar ahí, habían cabos sueltos como en cualquier historia pero en esta existía la posibilidad de dilucidarlos. Pedrarias López era descendiente bastardo de Pedro Arias de Ávila, Capitán General de Castilla de Oro y personaje atormentado por la historia frente a los tronos de Pizarro y Cortés. Pedrarias se sabía un guerrero sin conocer su muy lejana herencia de sangre, fue más de una vez la que escapó de las garras asesinas de la guardia, luchó en las columnas del Frente Benjamín Zeledón, luego se enmontañó e hizo retroceder a la contra hasta Honduras. Su carisma era incomparable, como enemigo ni quiera dios pero en las buenas era una miel, todos lo recuerdan por su sonrisa extendida y franca que dejaba ver su dentadura atrofiada por el refilón de una bala a como él mismo narraba, aquello podría ser bien una falacia pero nada costaba creerle y dejar que siguiera contando.  El último de sus días lo pasó en silencio, cabizbajo frente a un sol naranja que de vez en cuando se escondía tras una nube efímera. Presentía algo, el cielo y el viento le habían dado señas de un suceso del que no se podía más que intuir cierto malestar. Eran las 10 de una mañana de malos presagios, su cuerpo caminaba inusualmente lento y pesado por las colinas de Dulce Nombre, llevaba la mente en otro lado, iba atando los cabos de su vida, tratando de recordar con esfuerzo, con urgencia, los acontecimientos y las fechas, los escenarios, las caras y los nombres. Faltarían muchas cosas, mucho camino ha recorrido este Pedrarias, se decía a sí mismo. Una vez anduvo en Cuba, le dio la mano al propio Fidel y le obsequió una serie de 30 poemas escritos uno a uno al reverso de unas postales de la URSS, le dijo con voz ronca: tenga mi comandante, para que juegue cara o cruz. Cinco años después una editorial cubana publicó 1000 ejemplares del poemario de Pedrarias, obra que él jamás llegó a conocer. También la tuvo de cal. En la guerra se ganó un enemigo acérrimo, nunca supo su nombre, todos lo llamaban Jabón. Jabón apestaba más que cualquier carne en descomposición y las bromas casi siempre eran dirigidas hacia él, especialmente las de Pedrarias, que con humor patán, sorna  y creatividad extrema se bajaba en él día y noche, ideaba refranes, coplas, adivinanzas, chistes y cualquier invento para joder a Jabón, y el pelotón hacía rueda para escuchar, gozar y repetir los inventos. Jabón pensó, inevitablemente, en la venganza: matarlo aquí no voy a poder pero voy a seguir a este hijueputa donde sea. Y así fue, años después supo por alguien del pelotón que Pedrarias estaba viviendo en Jinotega, que se había casado y tenía dos hijos. No costó mucho dar con él, lo estudió durante dos días hasta que una vez preparado el terreno decidió dar la cara con pistola en mano, al verlo Pedrarias apenas lo reconoció y menos pudo al ver que Jabón apuntaba directamente hacia él gritando cabrón, cabrón, cabrón, vení reíteme ahora a ver cómo te va. Pedrarias logró cubrirse tras el tronco flaco de un pino, esa voz, sí, el pedazo de guerra que no ha acabado, no debí joderlo tanto a este loco. Los silbidos de bala trozando el tronco atormentaban los tímpanos, oe Jabón disculpá hom, nunca supe tu nombre, una ola de viento helado le respondió: Igor Macías para servirte cabrón, mientras Jabón avanzaba hacia él, ya no con la afrenta de su apodo y el recuerdo maldito de la guerra sino reivindicado, erguido con su nombre, Igor Macías, Igor, resonaba en su mente. Pero un grito agudo le hizo cambiar la dirección, un niño morenito y delgado, asido a un poste como al temor por lo desconocido  llamaba papa a Pedrarias. Craso error el de Jabón al hacer aquel disparo que impactó en el infante y perforó el alma de Pedrarias, quien embistió con la fuerza de una estampida de toros a Jabón y ahí le dio muerte, arrancándole la piel hasta donde pudo, saciando su sed de ira y venganza hasta donde alcanzó, al ver que ya no le quedaban más que los huesos entre las manos dijo: para mí siempre vas a ser Jabón porque hasta los huesos te apestan, ese es tu epitafio hijueputa.

Ahora, en este último día, recordó a su primogénito y a aquella presencia, nublada por el odio, que se lo había arrancado. Lloró amargamente, besó la tierra y la bendijo mientras se iba ahogando en un llanto pausado y doloroso. Recordó también que después de ese hecho abandonó a su familia, la policía lo seguía pero no era ese el motivo, se sentía perdido, el sufrimiento profundo, como suele pasar, lo había extraviado hacia caminos sombríos y polvorientos. Estuvo en Managua por un tiempo, durmiendo en cartones en las aceras de los mercados. Probó el trago y se sumergió en él de cabeza y sin saber nadar fue absorbido por un vórtice del que apenas salió vivo, conoció los abismos y los demonios de la dipsomanía y ahí, en el averno etílico decidió emerger. Conoció y entabló amistad con una mercader del Oriental, quien le dio trabajo y se enamoró perdidamente de él, pero su corazón ya estaba tomado y su carne también. Ella lo presentó con su hermano que jefeaba una cooperativa de pescadores en Masachapa y así es como Pedrarias tuvo su episodio en el mar. Ahora también recuerda el mar, zarpaban religiosamente a las 4 de la tarde y a eso de medianoche se quedaban quietos y en silencio aspirando la inmensidad del Pacífico, a veces acompañados por la luna, los astros, a veces en una oscuridad perpetua. Ninguno hablaba, aquel era el momento para palpar de veras el ritmo cardíaco del océano, al final Pedrarias metía en una botella un papel en el que había escrito poemas o cartas de amor a su mujer e hijos. Lloró, ya no amargamente sino como un leve sollozo, el aire le susurraba como para consolarlo. Rezó tres avemarías, besó mil veces la imagen del Papa Chú que llevaba en la bolsa y lo enjugó en su llanto. Una pala empezó a enterrarse y expulsar tierra fértil hacia un lado. Nació en Dulce Nombre y ahí debía morir, en la comarca de gencianas dibujadas en acuarela, entre las colinas cubiertas de un altísimo zacate, con caminitos en sus contornos, en los que apenas cabe la llanta de una bicicleta, en donde la mañana aparece, muerta de frío, escabulléndose de la brisa. Siguió cavando, ahí debía morir. Mientras cavaba veía las venas que resaltaban de sus brazos velludos, la raíz adherida a la tierra, amarrándola, luchando por sobrevivir, por perdurar, como nosotros, pensó, no todos ni todo el tiempo. Sonrió con su sonrisa extendida y franca que dejaba ver su dentadura atrofiada por el refilón de una bala, las lágrimas se le escurrían de entre los senderos que le hacían las arrugas, reía, lloraba y se estremecía mientras el hoyo iba cada vez más profundo. Al cabo de un rato sintió que algo en medio del hoyo que iba cavando le impedía el paso, bajó, rasgó con sus manos y descubrió una matita con unos tallos salientes coronados por flores negras. Eran diminutas pero ahí estaban, enterradas bajo tres cuartas de tierra, inmóviles, como a la espera de algo. Pedrarias se irguió y dejó de llorar y reír al ver que el sol había cambiado de naranja a plateado y el cielo estaba totalmente despejado y celeste. Muchos cabos quedan sueltos, se dijo, pero si los ato ya no va a valer la pena pensar en mí. Cortó la matita, junto un pequeño montículo de tierra a un extremo del hoyo y se acostó, miró al sol de plata, se llevó la mata a la boca y cerró los ojos.  

sábado, 5 de marzo de 2011

PARA ARRANCAR LAS LUCES



Temía matarla de una mala emoción pero debía decírselo, así, de la manera más pronta y sin sopesar si era la circunstancia adecuada; al instante revisé mi correo electrónico esperando respuesta y pensé, ¡puta, que las relaciones humanas nunca han sido mi fuerte! Salí a la calle como cegado por un asombro indescriptible, un perro enano me atacó a los pies y guiñaba con su dentadura de piraña hasta que logré suspenderlo tres o cuatro metros en el aire con el empeine. Los animales son el reflejo de las personas, de todas sus iras y sus temores. En la esquina cogí un taxi y le pedí que me dirigiera a un lugar que no supo entender, le di la dirección al revés y ahí si entendió. Qué extraño soñar despierto mientras se escucha bachata a todo volumen en una cabina de luces fluorescentes y hedor a moho, de pronto desperté y me vi diciéndole al taxero que sólo andaba cinco pesos para la carrera pero le podía dejar dos tilas de marihuana para compensarle porque sé que su trabajo es arduo y mal remunerado y probablemente sufra de hemorroides encima de que el taxi no es suyo sino que se lo cadetea a su hermano mayor que es un vivazo que le da en la nuca cotidianamente; también le expliqué que había dejado a mi abuela con el corazón pendiéndole de un hilo porque los hijos lejanos son los que más duelen y que había cortado con mi novia y el amor flotante me hacía muchas veces divagar y olvidar las cosas, tal así que dejé mi cartera y no podía pagarle más. El taxero me vio por el espejo retrovisor, frenó en seco, extendió la mano para coger las tilas y me gritó ¡va a la mierda!

Salí hacia el segundo episodio de la noche. La avenida era tremendamente oscura y me percaté que llevaba un reloj que podía llamar mucho la atención; los carros avanzaban frenéticamente y daban vueltas en U, el cielo se partía en dos por un potente haz de luz que oscilaba de un lado a otro, de vez en cuando se divisaban chispas y pequeñas columnas de humo avanzando rápidamente. La cuneta estaba plagada de mendigos y buscapases[1] apestosos, eran los mismos de siempre pero no desde mi óptica, yo suelo verlos desde un carro como figuras tristes adheridas a la avenida, sin prestarles demasiada atención, pero ahora me parecen tan cercanos, tan vivos y aun más miserables. Me dieron nauseas y ganas de correr, no por su miseria sino por la imagen que se me vino a la mente: mi tío cayendo al piso gélido de alguna calle de Minneapolis, su breve historia grabada en la nieve de forma tan efímera como lo que le puede llevar a una llanta de carro borrarle el rastro, ahora mi abuela, esa es otra cosa, esa sí duele de veras y yo ingrato dejándola así, sola y con el corazón en la mano, intoxicada de un dolor por un motivo que ni siquiera puede explicarse. Ahora me acuerdo que entre el instante de la noticia, el llanto y lo que me tomó ponerme un pantalón toqué la armónica, quizá motivado por el cliché de que es un buen sonido para despedir almas difuntas…algo, un impacto en mi nariz, el piso, no, no el piso, menos mal mi mano actuó por mí y mis pies respondieron bien mientras me seguían un par de sombras veloces, en ese momento empecé a figurarme a las luces de los carros  como una lluvia de llamas difusas en amarillo y en rojo y decidí que lo mejor era cortar la trayectoria recta y lanzarme a la calle. Las bocinas sonaron, eso y el fondo de Ectasy of Gold resonando en mi mente, creaban una pieza alucinante. Había que imaginarse a los perseguidores, aunque solamente fuesen un par de pintas había que estimular a la mente, opté por perros doberman negros que, después de unas cinco cuadras me alcanzaban y se me abalanzaban encima demostrándome que no tenían dentaduras, y movían sus pequeños rabos cercenados, entonces yo me sentiría imbécil por haber aplicado tanto esfuerzo por un par de bestias inermes.
El pito los detuvo, el cpf era enano y regordete, salió en mi defensa y me dijo que siguiera mi camino, yo no tenía nada que darle más que las gracias, ¡si hom! me dijo. Una bandada de pájaros desnudaba un roble mientras un ejército de comejenes absorbía sus entrañas. Sentí mi nariz helada, me ardía, sentí sabor a sangre en la boca. No me preocupó mucho, volví a pensar en mi tío que murió de muchas formas, como maquinando un acto premeditado para que se fabulen distintas versiones, eso es aberrado, pensar así en la muerte de manera tan maquillada no hace más que comprobar que sos una persona falsa y que coronás tu último acto como la obra maestra de las falsedades. Muchos preferimos una muerte franca.

La sangre ya no sale copiosamente, hay luna en el cielo pero está escondida, es triste, está cuarteada y recostada a un edificio gris de tres pisos. En la esquina hay un bar atestado de peces y sirenas fofas y viejos borrachos lanzándoles monedas a las mesas para que ellas se pelen las tetas por un par de segundos. De un carro deportivo salen unas chavalas de tacón alto, son largas como fideos y sus caras muy lindas, hablan del rímel y de la nueva miss Nicaragua. Decido sentarme en la acera para tratar de digerir lo que ha pasado en media hora. Talvez, después de todo, mi tío no habrá muerto, talvez mi abuela esté muriendo en este momento y mi ex novia esté rezando por mi alma perdida o vaticinándome los peores destinos. “Y ahora verás lo que es tener las alas rotas.” Convenientemente, al sentirme a la deriva diviso a una hormiga que carga una migaja diez veces más grande y más pesada.

Cierro los ojos, estoy muerto, mi cuerpo desnudo está en la avenida, los mendigos y buscapases lo torturan, le prenden fuego, lo patean y le tiran pedos en la cara. No los culpo, ellos también quieren ser libres pero no lo logran porque se aferran a su miseria.

Me queda una última tila en el calcetín y una boleta que siempre guardo en la tapa del celular, camino al parque oscuro y me siento en una banca manchada por completo por las cagadas de zanates. El celular suena, sólo logro escuchar gritos ininteligibles luchando contra un estruendo de música electrónica.  Me concentro en el churro, contemplo como el papel se va quemando despacio con cada jalada. Mañana a esta misma hora voy a hacer lo mismo, lo digo con la certeza de un adicto. El ardor en la nariz cesa y tengo ganas de reclinar mi cabeza en algún lado pero a media cuadra me esperan.

El lugar está sellado por una manta negra, cobran 100 y eso es un gran inconveniente hasta que me decido a probar las debilidades de la seguridad cruzando la malla por el lado derecho. Caigo en una mesa, boto unas botellas, una mujer me escupe barbaridades  y me jala de la camisa, yo retiro su mano y me pierdo entre la gente. Estoy dentro. Este es otro sistema. La sociedad de chavalos drogos en plan de seudo-rebeldía contra algo que no comprenden. La música está bien, el local es amplio, las luces son si bien no una experiencia alucinante al menos decentes. En las jardineras prescindieron de las matas y colocaron una capa de piedra pómez, lo cual me parece una excelente representación del panorama de una sociedad hueca. Ahí están las chavalas largas como fideos, las feas que conspiran contra la belleza de las de la otra mesa que beben ansiosamente de sus latas de Red Bull mientras le hacen cosquillas disimuladas a un viejo que las patrocina. Hay un tipo que juega con una barra con fuego en los extremos, hacen una rueda para contemplarle mientras, estimulados por la droga, recrean cualquier imagen. Adentro un chele con acento de inglés australiano o neozelandés me ofrece éxtasis a veinte dólares: “You, take it or leave it fella, your ass won´t regret this trip, I can sure you”. Ahora tengo sed, ya el buen efecto de la marihuana ha pasado y siento un temblor extraño en mis fosas nasales. Mi cuerpo le dice a los mendigos y buscapases que todos buscamos la felicidad de las formas más inauditas, que quisiera estar con ellos para sentir sus padecimientos como propios, a lo que uno me responde “tu madre chavalo, viva Daniel Ortega.”

Volviendo al sitio, es inevitable ponerme a analizar el comportamiento colectivo, sentir cierto pánico por el futuro del país, aunque no estemos mucho más allá de los malos pronósticos. Esta sociedad vive en constante sobredosis. Sobredosis del vacío, de la miseria, de la política sucia, de corrupción, del fraude, del desempleo, de putas feas, de ladrones desnutridos que no corren lo suficientemente rápido para alcanzar a su presa, de muertos inventados, de malas noticias, del ardid de los mediocres. Sobredosis de la sobredosis. “Y ahora verás lo que es tener las alas rotas/ y ahora verás lo que es sufrir por la derrota/ lo que me hizo tu maldad no tiene nombre/ pero ha llegado sin piedad el contragolpe.”

Siento que disparan, que las luces laser emiten sonidos de ecos de bombas, que Managua tiembla por enésima vez y de una vez por todas para enterrarse a sí misma y luego devorarse las cenizas. Caigo, no de un solo sino lentamente, me voy consumiendo despacio como el churro del parque, llueven chispas y pedazos de dientes, aquí estoy amor, en el fin de todas las cosas, ya viví mucho, ya maté todo lo matable. Mi tío es un cobarde y está vivo, esa es su desgracia, ve a mi abuela y después olvidate de mi nombre. “…pero ya es tarde para cargos de conciencia, y en el pecado llevarás la penitencia”.
  


[1] Buscapaces: callejeros dualistas (ladrones y honrados a la vez) que hacen cualquier trabajo que se les delegue; se les reconoce por expeler un hedor particularmente tóxico. 

martes, 25 de enero de 2011

ESTA REALIDAD PROVOCA NAUSEAS


¿Quién sabe no? es cuestión de suerte. Al pintor, luego de 7 horas de infortunio le sale una mala pintura y, presa más del insomnio que de la furia se dispone a cagar sobre ella – quizá otro día tenga más suerte, quien dice que no puede ser una alucinación fragmentaria, como El Bosco que juntaba fragmentos de mil pinturas en una sola composición. Qué más da.

Siete horas fueron suficientes para poblar un país en una tierra que no suelta más que raíces chuecas, ahí estamos todos: los chinos, los mestizos que no distinguimos la izquierda de la derecha, los negros del inframundo, la nueva pléyade de indígenas cultos y encorbatados, los judíos a los que nadie quiere por avaros, las mujeres de seis brazos…en fin un espacio al que se reduce este mundo cubierto de escupitazos.

La máquina me dicta que hacer y que no, por ejemplo me subraya en rojo que escupitazo es una palabra que no existe en su tan consagrado y obtuso universo gramatical, me exhorta a cambiarla para pertenecer a este correctísimo mundo, casi que puedo escuchar que me habla en tono regañón y paternal: -escupitajo es la forma correcta. Menos mal que soy caprichoso y no hablo como ibérico, al menos no tanto.   

No tengo ganas de ser cordial, no debo ni pretendo animar a nadie a juntar mis palabras para crear un pensamiento construido ni mucho menos útil.

A la selva le rompen los brazos para que el niño juegue con taquitos de madera pulida, la acepción del buen poeta es aquel que escribe kilómetros de palabras sin sentido, rima muy bien eso sí, consonante y asonante, como se lo enseñaron en la escuela donde recibió golpes por parecerle tan afeminado al resto de la clase. Un buen político manipula a diestra y siniestra, para efectos todos somos buenos políticos. Yo, por ejemplo tengo vocación, una lengua larga y a veces bífida, un broder moriteño me diría: “a vos te yede la vida”. Pero a la clase de los buenos poetas esto le parece hosco y vil. Es un hecho que no soy monedita de oro.

Este siglo es una gran resaca del siglo pasado.

La historia pertenece a quienes la deshacen, a los que profanan los acontecimientos con guantes de látex y luego la violan con condones de látex. Esos dicen llamarse caballeros y letrados, violan sí pero con protección.

Hace poco conocí a un cronista deportivo muy querido por la gente por ser nacionalista (algo muy extraño en este país), el tipo me invitó a su casa a tomar guaro mientras escribía una nota para el periódico (no recordaré cual por conveniencia), celebraba con vítores el resultado de un partido de beisbol que marcaba la victoria de los locales sobre un duro contrincante. Después supe que era todo lo contrario. Me amargué un poco pero pensé, él sólo hace su trabajo, le da a la gente lo que le piden y lo aclaman por eso. Mentir es una forma de vida.

Una dama envuelta en pudor esconde un orgasmo prolongado. Allá ella.

Una amiga me intimó que olía pega de zapato para conservar la figura - ¿cómo así? – le pregunté consternado, - bueno, es que me cierra el apetito. Así es como el vicio está tan justificado para quien lo sufre (aunque lo disfrute más de lo que lo sufre) como justificada estuvo la mitología de quienes no comprendían los fenómenos. La única que no justifico es la mitología del catolicismo.

- En esta torre de cristal yazco yo, también en esta casa minifalda, y en esta pila de mierda y en todos los objetos visibles e invisibles – palabra de dios.  

Escribir es una vagancia y en esta generación (para los que nacimos entre el 83 y el 89) significa ser copartícipe de un paisaje desolador al que todos vivimos siendo ajenos.

Para atender al desconcierto recomiendo “las cabezas trocadas” de Thomas Mann y para admirar la bella crudeza de la realidad “el patio de los murciélagos” de Luis Báez. Jamás recomendaría algo mío, mis relatos son tan malos como pesados.

En estos tiempos podemos hacer de una letrina una linda pieza de arte, ganadora de bienales por ser abstracta, innovadora, práctica, pero sobre todo abstracta. Que alguien me tome la palabra, haga su letrina portátil e invite a toda la familia a cagar en ella hasta llenarla al copete, luego inscríbala en el concurso y pronto verá los resultados.

- Esta realidad provoca nauseas.

miércoles, 12 de enero de 2011

MULATA

Uno a uno íbamos saliendo de aquel cuarto con apenas la fuerza suficiente para empujar la puerta y tomar asiento en la amplia mesa del vestíbulo. Las gotas de sudor rodaban desde las sienes hasta los tobillos y a todos nos inundaba un sentimiento en común: la vergüenza; a tal punto que nos era imposible vernos a los ojos. Al cabo de unos minutos apareció Rodrigo, aniquilado, exhalando un vaho espeso y azul.

A él si lo miramos, esperando en su semblante algo distinto a derrota pero era todo lo contrario. Pasó a duras penas a ocupar el lugar de la cabecera y se echó en la mesa sin reparo alguno en nosotros. Yo, al menos había recobrado el aliento y empezaban a pasar por mi mente cuestiones un tanto inteligibles como pensar en mi semblante, me imaginé de una palidez mortecina, con los vasos de los ojos estallados en sangre, y diminuto, despreciablemente diminuto. La mulata salió con una sonrisa radiante que se dibujaba de entre sus encías podridas, por lo demás estaba cubierta en exceso de nuestro sudor, baba y fluidos, pero todo aquello no hacia más que enaltecerla, como una diosa de ébano, una puta deidad. No dijo nada, solo permaneció ahí, como un guerrero que contempla orgullosamente los cuerpos ahora inermes de sus enemigos.

Para mayor afrenta Madame nos empezó a cobrar, no lo que nosotros habíamos planeado sino el fruto de su apuesta, incluso metiendo la mano en las bolsas de aquellos que permanecían desfallecidos en su asiento. De repente sentí como si en mi estomago se hubiese encendido un caldero y que una llamarada iba subiendo estrepitosamente hacia el esófago, la sensación iba acompañada, como si fuera poco, de la imagen de la mulata que ahora estaba sentada frente a nosotros frotándose sus enormes pechos con una esponja vieja, sus ojos eran amarillos como los que se manifiestan en la ictericia de un hepático en estado crítico y su boca (talvez resulta más apropiado llamarle trompa) expulsada hacia adelante cual pellejo suelto de carne corrompida.

Madame, habiendo terminado de pagarse a sus anchas nos convidó a salir: - penes muertos, desalójenme la sala que hay clientes a la espera. Así salimos pues, encadenados unos a otros con los brazos, como secta de borrachos o de viejos decrépitos en plena juventud. Íbamos trastabillando, cayendo millares de veces, aquello parecía el andar de un gusano moribundo o un acto de un pésimo circo. - ¿Qué pasa? - me pregunté, porque a mí el sexo jamás me ha causado tal cosa, estar hasta el punto del colapso, ya hace más de una hora de aquel nefasto (si lo hubiera sabido desde un principio) acto carnal y no logro librarme de esta pesadez (porque de la inmundicia estaré, espero, despojado hasta la hora del baño), además ¿qué clase de artilugios podrá emplear esa mujer para hacer sucumbir a diez viriles jóvenes de tal manera? me es inconcebible. Para quien lea, tenga en cuenta que mi tormento trasciende lo netamente físico. Entonces esto no ha sido sexo sino el contacto con una maldición y aquella mulata no es una simple mulata sino una divinidad que encarna perversión y lujuria.

Pasamos frente a la casa de Silvio y de no haber sido porque su prima lo saludó hubiésemos seguido sin percatarnos porque estábamos profundamente absortos, despegados de cualquier realidad posible que no fuera la piel y los mugidos de la prieta. Al fin llegué a mi casa, no como producto de un acto inteligente sino de mero instinto, como si de tanto hacerlo se elaborara un trazo mecánico de seguir un rumbo, de tal forma que podría hacerlo desde un estado de inconsciencia, como es el caso. Abrí la puerta mecánicamente y así me dejé caer en el sillón de la antesala, no sin antes presenciar algo como una lluvia de chispas y vomitar sobre la mesa ratona.
En mi sueño me culpé a mi mismo del último acto: me encontré reclinado en el pródromo, con las manos en el estómago y una maldición viscosa que salía por mi boca; frustrado, desesperado de no querer ser yo mismo sino migrar a algo diminuto como consideraba que era lo justo, decidí introducirme en mi propio vómito para purgar mis terribles faltas a la decencia, ahí contuve mi nausea y navegué en la espesura verde-marrón mientras cada componente y cada célula muerta se iba haciendo más grande (no reparaba en que era yo el que decrecía dramáticamente) hasta que me encontré cuerpo a cuerpo con una milicia de ácidos dentados que empujaban con fuerza hacia adelante donde se encontraba un frente de células redondas y enrojecidas y detrás de estas un conjunto de organismos pálidos y agonizantes; una nata amarillenta nos cubría y los que iban en primera fila sostenían una red del mismo color, como si la fabricaran ellos mismos desde el interior de sus pronunciadas mandíbulas. Teníamos a veces que capear a unos centinelas negros y fornidos, con mandíbulas mucho mayores a los ácidos, que atrapaban en burbujas las cáscaras de frijol o granos enteros de arroz o restos de una mala digestión. Sentí que en la corrida se habían ido las horas, los días, los meses, sentí que no habría problema en regresar a ser hombre porque ya todo había sido digerido en este largo campo de batalla, en lo que mi mente iba cavilando y me dejaba llevar por la marea ácida algo me detuvo de lleno, el centinela clavó sus ocho ojos mientras abría su horripilante mandíbula negra – es tu culpa, es tu culpa, por deglutir el mal nos llega el mal y ahí hacemos lo posible pero no te basta ¡culpable! (ya para entonces me rodeaban las huestes ácidas y los demás centinelas con las inmensas burbujas a tuto) ¡culpable, culpable! te seguís alimentando del mal. Al filo de la muerte recordé que aquello no había sido más que un acto de voluntad y que podía prescindir de él cuando quisiera. Volví a mi forma humana, al menos así lo intuí en otro estadio del sueño, el pasadizo era lo suficientemente estrecho como para no poder estirar los brazos y lanzar un profundo suspiro. Habían marcos colgando del techo en forma vertical, eran inmensos con inmensas imágenes en negativo, como una burla a la tecnología digital. Al final se divisaba una puerta forrada en una lámina de metal, al abrirla escuché los estruendos y al voltear vi como caían los marcos colgantes en efecto dominó, me apuré a pasar y cerrar la pesada puerta. Estaba en la antesala, despierto, el mentado vómito servido en la mesa enana, la lluvia de chispas saliendo de un cable colgante que no dejaba de moverse, representando la rabieta de una mamba negra. No sé como estaba desnudo, hacía frío y la cefalea me hacía alucinar cosas, es un hecho. Me senté, traté de recordar pero no me vino otra cosa más que la deidad mulata con sus piernas abiertas, vomité de nuevo ¿qué es esto? no soy racista ni mucho menos, jamás he tenido aversión ni rechazo a los de raza negra, es más tengo muy buenos amigos negros, el mejor maestro que he conocido es negro, el zapatero, el de la farmacia, le aprecio mucho, me da descuento y me regala muestras de fármacos que el ministerio le da, me invitó a su boda y fui, los invito, a él y su esposa, de vez en cuando a la casa. No, no es eso, no tengo siquiera porque convencerme a mí mismo de que no soy racista sabiéndolo de antemano.

El teléfono suena pero no considero adecuado levantarme, no para caer desmayado al piso. Calla, vuelve a sonar y así unas cinco veces hasta que el ruido me convence, levanto, una voz arrastrada, sedada me habla sobre culpas, en eso caigo al sueño de los ácidos:

- es tu culpa Bruno, tu culpa, no debimos hacerte caso ni seguir el jueguito de Madame

– pero ¿quién es? esperé que respondiera que Ácido, que alargara su horrenda mandíbula por el auricular y repitiera ¡Ácido!

- ya no sé ni quien soy, no sé si tengo un nombre, me repito Max, Max en la cabeza como si ese nombre encerrara toda una identidad que ciertamente es posible pero ¡no hablemos de cosas accesorias, es tu culpa Bruno, tu culpa!- a pesar del tono de su voz no dejé de sentir cierto alivio al saber que era Max y no uno de esos ácidos y, más aún, que no estaba desvariando.

- Oe, te escuchas irreconocible, lo siento, lo siento mucho, no recuerdo nada más que a aquella…- y alejé la bocina para vomitar de nuevo – mulata.

- pues sí, de ella se trata todo esto, tengo ronchas en la piel, empezaron a salir y el picor era intenso, inaguantable, decidí no rascarme y tomarme un baño pero aquello era leña al fuego y comencé, lo juro que no quería pero se sentía tan bien rascarse que todo mi cuerpo agradecido ¡se llenó de ronchas! las tengo por todas partes, no sé qué hacer, andá hablá con Madame que nos libere de este hechizo que nos hizo ¡puta vieja macumbera!- así supe que la cosa era más seria que la nausea y las alucinaciones, al ver mi miembro desnudo solté el teléfono, estaba cundido de ronchas rosadas y empezaba a picar.

Al comunicarnos los diez y tener la certeza de sufrir lo mismo, acordamos tratarlo con la mayor madurez posible, al menos intentarlo porque se nos salía de las manos. Las ronchas persistieron por dos semanas; los primeros días el prurito era incontenible, y al rascarnos se esparcía por todo el cuerpo. Contactamos a un médico muy diligente que por una suma considerable nos visitó y nos dio seguimiento a todos, el tratamiento era eficaz pero no infalible para hacerlas desaparecer en un día. Él, ante nuestra desesperación se encogía de hombros y repetía un “se hace lo que se puede”. Alucinábamos casi todo el tiempo, por las noches era peor, cuando la fiebre y la ansiedad subían, ese era el momento en que el súcubo escogía para aparecerse ante nosotros, disparándonos el mal con sus pezones tostados y en forma de broche y su eterna sonrisa blanca. Las alucinaciones duraron dos, tres meses y aun no nos recuperamos por completo, todos hemos descubierto la fobia de muchas formas. Naturalmente eso modificó nuestras vidas, algunos tenían esposa y familia, estas los abandonaron al sentirse impotentes, amenazadas y desprotegidas por la horrible maldición, perdimos empleos, la secuencia del tiempo, las costumbres sociales, incluso nuestros hábitos individuales y es hasta ahora, seis meses después, que medio hemos logrado encausarnos. Hemos sabido que Madame asentó su negocio en Corn Island y es visitada por muchos extranjeros estúpidos que buscan aventura y placer entre las piernas de una mulata.