lunes, 31 de mayo de 2010

AUTÉNTICA REPRODUCCIÓN DEL REPUDIO

Hacíamos mil horas del día
el amor cara a cara
ocho extremidades multiplicadas por ocho
se nos hacía sesenta y cuatro
un número sensato
para practicar posiciones cotidianas.

La felicidad es pretérita, diminuta
cabe en una palabra
en una bolsa desechable.

Supuse que lo sabías, que lo intuías al menos
lo deduje de tus labios que dicen tanto callados
del tono rojo inflamado que llevan por la presión
de callar para no desatar el infierno.

Me diste tus ojos en blanco
tu aspecto al borde del abismo
tu simulacro que no funciona
tu estafa de normalidad.

Me diste la sospecha
el otro lado de la cama
el silencio rotundo
y otra vez esos ojos perdidos
tu simulacro que no funciona.

Pero soñé tu sueño
tu cuerpo desnudo a contraviento
violado, manoseado, chupado, lacerado
el capullo cristalizado de tus ojos
lágrimas vueltas cenizas
mientras se acercan los tipos
te guiñan del pelo, te desgarran
te infectan maldiciones con sus dientes
y la luna es negra y el cielo blanco
todo ese dolor perpetuo hasta los tuétanos
la mugre en la calle mientras los carros transitan
y los pasajeros se asoman
con sus ridículas miradas de flashes
y todos (los tipos, los conductores, los pasajeros,
la mugre, la luna negra y el cielo blanco)
todos, soy yo
[+] Imagen: Roberto Guillén

martes, 25 de mayo de 2010

PARA QUE NOS AÑOREMOS

Voy a ser pez
tras tus alas de cenzontla
voy a ser lo que tu piel no pudo ser para tus entrañas
lo que el cielo le dejó vedado al mar
lo que más querrás lo que más temás
eso voy a ser.

Voy a ser lo más absurdo
escama de perro
ojo de huracán seco
terremoto aéreo
corazón de punche
escultura de un disturbio.

Voy a grabar tu nombre en el cielo
tu nombre tejido de nube.

Y al final
te voy a decir que el final no existe
que es un invento
para los que aun no creen que la tierra es redonda
para los incrédulos, escépticos, sonámbulos
porque aquí todo vuela y cae y vuelve a volar.

[+] Pintura por Miguel Angel Bonilla

jueves, 20 de mayo de 2010

No, no entienden que soy una bestia
que estoy siendo alimentado por retrógrados
ovacionado por ustedes, ñandúes sonámbulos
crustáceos con las tenazas atadas a su inconsciente,
tengo los hombros hediondos a sangre y me meo por eso
llevo pistolas simuladas en mis ojos, pero no hay balas,
mátenme por discursos prolongados
mátenme por xenófobo, por megalómano, por lépero

pero mátenme de veras

[+] Imagen: paco pomet

GULA

Estábamos soplados, derramados de grasa, con los dedos y la boca brillantes, yo había pensado en una cena modesta pero con éste nunca se sabe que va a pasar y el antojo que lo persigue y uno que termina accediendo aunque sabe que después le cae la moral (aquella vieja cruel y pesada) por la glotonería, porque tanta gente muerta de hambre y vos pagando solo en vos lo que alcanzaría para una familia los tres tiempos de un domingo, que se sabe por cultura que es el día que más se come. Aplastados como estábamos en la banca de madera, inmóviles, se nos acerca una muchacha vestida de oficina, nos pregunta por la hora. Saco mi reloj escondido tras la manga y tratando de esconder la pronunciada panza le respondo que son las ocho menos quince. Dago trataba de alertarme que llevaba migajas de pan en la barba, cosa tan repugnante que horas más tarde me regañaré enérgicamente frente al espejo. Disimuladamente, haciendo como quien ve un detalle del que no se había percatado volteé la cara hacia un lado y me pasé la parte del hombro por el mentón, cayeron las migajas que ahora tenía sobre la camisa. –Tenga– dijo la muchacha extendiéndome un pañuelo, -a mi marido también le pasa y me da mucha risa, tanta que a veces no le digo para poder reírme más. Muy apenado rechacé el pañuelo y sacudí la camisa. Mi colega era una estatua, más bien un oso disecado, petrificado en la banca, inhabilitado completamente por el chamol, no decía nada, sólo emitía sonidos extraños, tosiendo hacia dentro o ladeando la boca para tantearse con la lengua algún resto de carne atrapada entre los dientes. La muchacha se resignó a tomar el pañuelo y guardárselo, se sentó en la banca de enfrente, cosa que me incomodó por nuestro estado de hastío, porque lo único pensado era descansar un rato para proseguir el camino; uno no piensa en planes para que no salgan bien, de por sí me cuesta hacer los mismos planes, ahora los anti-planes sería mucho trabajo. Ella llevaba una camisa blanca, una bufanda enrollada al cuello, la camisa tenía un logo bordado en azul a la altura del pecho izquierdo, pantalón crema de lino, tacones altos y uñas pintadas en color piel que es el color neutral que usan las oficinistas. Nos veía (más bien me veía a mí porque el de al lado era como un ser inanimado) con ternura, como si fuera al zoológico y encontrara a uno de esos marsupiales de aspecto sedoso, cara bonachona y ojotes negros. Quería no estar ahí o estar imaginando que no la tenía de frente, ¿por qué tener que verla, sonreírle por el hecho de haber preguntado la hora y ofrecido su pañuelo? Opté por ver hacia los lados, al puesto de palomitas de maíz y la muchacha tras el mostrador, sentada, solitaria, leyendo una revista para matar el aburrimiento, o la tienda que está a la izquierda, con los escaparates mostrando bolsos y zapatos de cuero, un maniquí masculino vestido con una chaqueta de corduroy con camisa celeste por dentro, un pantalón kaki y descalzo. Por un momento la olvidé pero ya me dolía la nuca de estar de lado y el reojo me la recordó de nuevo, ahora hablando por celular con su esposo que le decía que iba a tardar un poco porque el tráfico en la Norte está horrible. Vi hacia mis tenis, los tenía desde hace diez años, no miento, los compré en un viaje que hice a Panamá, allá esas cosas son más baratas. El secreto es guardarlos en cajas, usarlos solo por temporadas, yo por ejemplo solo los uso un mes al año, - ¡señor, su amigo ¿él está bien?- su voz me era familiar, pero irreconocible al fin en el mar de voces que he escuchado a través de los años, - no señora, pierda cuidado, es como él descansa, pierda cuidado- y al momento de haber terminado la frase mi colega rezongó, como el perro que sabe que hablan de él pero que no puede comunicarse más que en modo perro que para nosotros no es más que ruido. - ¿usté es de por aquí?, retardé la respuesta, no me gusta contestar a preguntas necias, preguntas que se hacen para romper el silencio que a la gente le parece incómodo, yo que lo disfruto tanto, - si señora, vivo a un par de cuadras, mi amigo es de más para allá pero igual le sale cerca ¿y usté es de por acá?- pensé, maldita educación, maldita costumbre de alargar pláticas banales que no llevan a ningún sitio, me arrepentí de inmediato de haber hecho esa pregunta que traería como consecuencia alguna respuesta boba como en efecto pasó. – No, pero trabajo aquí cerca, en aquellos módulos- y señaló con su índice hacia un edificio al otro lado de la calle. No, carezco de paciencia para estas cosas porque ya sé lo que me viene, más preguntas, comentarios acerca de las ventajas de este lugar con respecto al suyo y viceversa y alguna anécdota estúpida de algo que le pasó en su trabajo, además esa voz me era familiar y me torturaba el hecho de pensar que la conocía. Las personas pasaban por el pasillo que separaba las bancas, interrumpían nuestras miradas, era como si se pausara la cinta a cada rato y tenía la esperanza que en una de esas el esposo llegara y presionara el botón de stop de una vez por todas. Siguió preguntándome cosas, me mareé un poco, le respondía de mala gana, con los dientes cerrados, quería irme, salir corriendo, pero estaba Dago y su estado de hibernación y no podía dejarlo ahí solo, no me lo perdonaría. Pero estoy viejo y los viejos pueden argumentar cualquier cosa y se les tiene que comprender porque son viejos, al menos me conviene pensarlo así. Tenía las manos aferradas al borde de la banca, toqué con el pie el bastón que estaba debajo para tomarlo lo más rápido posible y huir. Los puños se me enrojecieron, como si todo el cuerpo se concentrara en ellos y en la acción que me impulsaría hacia arriba arriba en cualquier momento, sentía el sudor acumulándoseme en la frente, me lo imaginé como un grupo de gotas pegadas a un cristal. Volví a ver a Dago que seguía inmóvil, le codeé varias veces pero ni se inmutó, - señor ¿está usté bien? lo veo pálido- ahh su voz de nuevo, quería decirle que no le importa, que no es su problema, que por el hecho de ser viejo no implica que necesite ayuda de nadie, que me dejara en paz e hiciera el favor de desocupar el asiento porque me incomoda tenerla de frente, pero le contesté con un “no señora, está todo bien, pierda cuidado”. Entonces fue cuando lo decidí, lo hice mientras me levantaba del asiento apoyado en el bastón, me acercaba a ella viéndole su nariz delgada, su boca despintada y pequeña, sus ojos café oscuros y achinados, el surco que dividía su pelo, que era una línea limítrofe entre un lado y otro de su abundante pelo negro que le caía a los hombros, igualita, idéntica a mi hija -Mire señora yo no la he invitado a sentarse aquí, el hecho de que le di la hora no le da derecho de nada y ya, ya, ya (cerré los ojos y deslicé la lengua por los incisivos para frenar el tartamudeo) ya me tiene con los güevos hinchados, inflamados, enquistados con su presencia. Caminé ligero para salir de su radio de visión pero la tensión, la excesiva cena y el cansancio me mataban, las piernas me flaqueaban y me atormentaba la idea de que fuera ella mi hija en realidad.

viernes, 14 de mayo de 2010

ENTREMÉS (V)

*** La noche es lila y no negra ni gris, Amanda sale vestida de fuga por la ventana que da al porche, cae sobre la maceta de geranios que recién trasplantó su mamá que mañana se pondrá encachimbada no por la ausencia de su hija sino por las flores que le costaron tanto cuido como el que le prometió Iván a Amanda mientras hacían el amor en la cabina de una camioneta prestada por Diego que fue novio de Amanda hace muchas lunas atrás. ***

miércoles, 12 de mayo de 2010

GAJES DEL OFICIO

Alguien dijo una vez: si me place pagaré por morir


La oblicuidad de la luz se prolongaba hasta el lecho de los charcos, iluminaba las frentes, encendiéndolas, prendiéndolas en fuego como a cerillos. Se encendían las primeras bujías de los comercios en el malecón, la cara del mar se rompía, y ahí deformada, bruscamente sedimentada, hecha lodo, se volvía a erguir para luego caer en una especie de tortura cíclica y perpetua. Malena corría por la acera y viendo hacia la peña pensaba en lo exhausta que se sentía, demasiado para llegar allá. Se detuvo, se llevó las manos a la cintura y exhaló con la misma intensidad pero en forma inversa del que da la primera inhalada luego de haber estado amordazado. La banca estaba aún caliente por el sol, sus manos ensangrentadas hervían. Lloró un poco y en silencio, respiró profundamente y en repetidas ocasiones y cerró los ojos. Del otro lado la esperaban tres sujetos montados en un carro largo, de esos lanchones con llantas que van navegando pesados por las calles. Hombres sombríos, con barbas mal afeitadas, botas sucias de puntas metálicas y chaquetas deshilachadas. Uno de ellos fumaba mientras veía nerviosamente alrededor, otro abría y cerraba una cajita metálica y el último manoseaba la figura cromada de su Colt 45. Malena abrió los ojos, se levantó y siguió caminando en dirección al carro y entró.

Horas más tarde Duval se percató que el chorro de la ducha llevaba demasiado tiempo sonando, mucho más de lo que el señor se tarda en hacerlo con una puta. Después de haber sopesado la idea de perder el empleo por un presentimiento o por algún evento extraño decidió no tocar a la puerta. No fue hasta las once de la noche cuando, con el apoyo moral de Faustino, Duval decidió llamar a su jefe, al que encontraron desnudo y desangrado en su cama; el viejo murió con los labios estirados como haciendo una U. Para esas horas Malena ya estaba a cien kilómetros de distancia, con un tinte negro de pelo que hacía ver más pronunciados sus pómulos. Tomaba el timón con las manos vendadas, la sensación de lejanía la hizo sentir segura y provocó que disminuyera el dolor. Pero tenía nauseas de aquella escena que estaba fija en su mente, quizá (pensó) se había extralimitado, ciertamente que sí. El golpe con la culata había sido suficiente, no había necesidad del vidrio en el cuello ni de presenciar el espectáculo de la sangre brotando abundantemente. Pero pagaron bien por eso y había que tener certeza, por eso lo vio desangrarse, que el torrente cesase y sus venas se secaran como pajillas que se quedan goteando apenas. La sábana era una inmensa toalla sanitaria. Duval no dejaba de gritar, marcaba números mientras lloraba; le tenía pavor a la sangre y era débil de corazón.

De inmediato la mansión se llenó de peritos: sujetos con guantes, cintas métricas, cuadernos de anotaciones, cámaras y olor a cloro en sus ropas. Sergio Marenco era un aficionado a las mujeres, catador incurable de trabajadoras sexuales, de hecho uno de los pocos negocios que no aparecían en su vasta lista era el de prostíbulos porque prefería obtenerlas por fuentes externas. Talvez haya muerto de la mejor forma, muchos desean una muerte sin dolor, instantánea, muerte de cama limpia, de ropa impecable, muerte sin lamento, pero a la larga y no era la opción de Sergio, quizá el quería morir lo más vivo posible, al punto del coito o de un paro cardíaco mientras la jovencita le restriega el culo de arriba hacia abajo.

Aunque en realidad nadie espera morir en la cama y menos a manos de una bella mujer, talvez le hubiera perdonado la vida si él le hubiese pagado más de lo que le pagaron por liquidarlo. Así se encuentran los destinos labrados en sangre. Nadie comprenderá el porqué del crimen, volarán suposiciones, conjeturas, el motivo de la muerte se convertirá en leyenda y Duval será el afortunado heredero del inmenso y bienhabido (mientras no se pruebe lo contrario) caudal de don Sergio Marenco, que en un arranque de locura nombró como único heredero a su sirviente predilecto, como quien nombra a su caballo o a su perro como beneficiario del trabajo de toda una vida.

martes, 4 de mayo de 2010

CEGUERA

Todo cabe en un instante. Aldo se restriega los dientes con el juego de cerdas y tiene la impresión de que el espejo proyecta espacios más oscuros que otros, como si fuese un reflejo hipócrita refractándose en la cornea color canela. Tiene que sacar la basura invadida de chayules y hormigas negras, salir a la calle en calzoncillos y con la espuma de afeitar untada en su cara afilada de los Muñoz. Pensó en su padre, estará haciendo lo mismo mañana a la misma hora porque por esos lados el tren de aseo pasa en martes y jueves. La cama aun huele a su piel húmeda y a sus vellos, la ve a dos metros y siente que viene hacia él. Diez para las siete, lista de actividades: entrega de reporte, recibir correo tras correo pidiendo aclaraciones, tener que darlas, ser paciente mientras el analista rumea y se rasca la cabeza porque, por mucho que se le explique no entiende, resulta ser un animal apto únicamente para recibir órdenes.

Por la noche, si el cuerpo se lo permite podrá ir a ver una película, saciar su antojo con grasa o con un par de cervezas mientras observa como el humo se va perdiendo en la pantalla blanca muerte del techo. Recorrerá con sus ojos a los comensales, la manera en como esperan y ordenan en el mostrador, la cantidad de bacterias de las barandas, las barandas en sí. Pensará en ¿porqué barandas? la primera excusa sería como medida práctica para inválidos y viejos, pero en un lugar de comida rápida lo menos que hay son los de estos gremios. Conclusión: los restaurantes de comida rápida son el auténtico intento del hombre por domesticarse a sí mismo, de estandarizar hasta sus movimientos, de convertir a esta especie en canes o reses “encausadas por las barandas” como si se pretendiera convertir la vida en un permanente túnel donde el poder es el que, “deo gracias”, pone los bordes para evitar desbordarnos. Probablemente así será su noche, una noche cualquiera, felizmente para él.

Baja las gradas mojadas por la brisa de anoche, los peldaños apenas caben en la extensión de su tacón. En la calle hay humo, bolsas plásticas que se aferran a la malla como si temieran extraviarse. Su recorrido tiene la forma de una gran ese de doce cuadras; siempre prefirió irse a pie, aunque sudara la camisa, se le gastase el zapato de un lado o tuviese que declinar las proposiciones de aventón de algún conocido que luego le dirá impertinentemente que ya es hora de comprar un carro. La miseria y la opulencia caminan de la mano por las calles. A tres cuadras de la oficina una señora en delantal pone elotes en la parrilla de una estufa improvisada, mientras el zinc de la triste casetita cruje por el humo tibio. Se detiene, son diez pesos por el elote asado y envuelto en hoja, otros diez por el cacao. La muchacha que está sentada en el caramanchel de al lado está apetitosa, trabaja en el banco de en frente, eso es notable por el uniforme, también tiene miedo que la roben porque lleva zapatos bajos por si le toca correr. Aldo se sienta con el cuerpo hacia ella, que se lleva a la boca un tumulto de tortilla con repollo y queso y limpia tímidamente sus labios con una servilleta. Se percata que él la ve, baja la mirada hacia el alimento y se lo lleva a la boca de nuevo. Tiene las piernas cerradas, selladas a presión como le ha enseñado la práctica de años. Fue una primera impresión de tres minutos, después alcanzó a verle las uñas y el tinte que llevaba en su pelo abundante y algo le disgustó enormemente, tosió como renegando de sí mismo, de su morbo errático. En este barrio el comercio ha venido desplazando a la gente que vende para mudarse a la periferia, hay vehículos y guardas por todos lados, la inseguridad es mayor, el ruido incontenible, el entorno cada vez más impersonal.

Recordó el espejo de medio pelo que tiene en el baño, lleva años ahí y primera vez que le da una imagen como esa, como si le transmitiera algo, como si le diera a entender que es poca cosa, que es como el reflejo, ni enteramente claro ni oscuro sino un ser mediano, mediocre, que no ha logrado materializar ni dilucidar su función de existencia. El cielo es un inmenso reflejo hipócrita también, aquella intensidad del sol que de niño le causaba tanta curiosidad, que jamás vio directamente sino a través de negativos de fotografías o cintas de diskettes de repente sintió que lo llamaba. Pensó que también llevaba soles en sus ojos, soles color canela y vio hacia arriba intensamente. Fueron más de cinco minutos ahí parado, una batalla campal del universo. Al volver a la tierra no entendió nada, la visión se le puso en sepia y fue adquiriendo tonalidades de verde, amarillo y naranja muy fuertes. Los objetos y las personas no eran objetos o personas sino manchas, formas indescifrablemente oscuras que se movían, daban saltos o se quedaban estáticas. De pronto hubo un impacto indescriptible, entrecerró los ojos y todo era negro o gris excepto la sangre que brotaba de sus ojos y le caía a los pies. Entonces supo que era el primer castigo por retar a Dios.