martes, 29 de diciembre de 2009

martes, 22 de diciembre de 2009

REHUIDA

Me marcho. Me marcho de nuevo.
Te dejo un cuarto entre nieblas y aldabas sarrosas.
Te dejo, me llevo tu olor a sexo lamoso,
en mi piel que es de arena vencida por el tiempo.
El tiempo que fue una caricia,
una bomba anidando tu regazo
donde evacuaba mis lágrimas grises.
Me marcho, hoja tostada y ligera,
me llevo todo aquello carente de peso,
te dejo tu exceso de humor,
tu foto pegada al espejo
tus pasos de pie diminuto y arqueado
te dejo ese cuerpo que ya no es mío
te lo dejo colgado al alero
y me marcho, me marcho de nuevo.

[+] Fotografía Bruno Dayan

BAJO EL DISFRAZ

Quise hacer justicia por mis propias manos. El animal era voluminoso y pardo. De su hocico salían chorros de baba que entrampaban hormigas al caer al suelo. Fruncí el ceño como para alertarle del duelo, el animal hizo un chasquido y sostuvo con mayor presión mi bolso.
Jamás me habían asaltado y me decidí a luchar a muerte con tal de frustrar el acto ¡qué sabrán las bestias de las cosas que guarda una mujer en su bolso!
Sus ojos amarillos brillaban intensamente, no parpadeaba, – te ordeno que regresés ese bolso a mis manos horrenda bestia- su pelaje era muy tupido y de aspecto espinoso.
Le salté encima, tuve pesar por mis uñas porque hacía apenas dos días me había hecho la manicura, pero igual se las enterré en su cuello peludo y grasiento. El animal abrió sus inmensas y apestosas fauces dejando ver su amarilla y filosa dentadura. Tuve miedo, lo admito, pero la adrenalina se había apoderado de mis acciones por completo, me dispuse a enterrarle mi puño en su dura quijada. Ya a esas alturas estaba que era un desastre, peor que ama de casa luego de la faena de todo el día. Me sentía sucia, despeinada y por la agitación imagino que se había desprendido algún arete o una pulsera o algún botón de la camisa ¡En qué momento me crucé con este monstruo imbécil!
Estoy atrasada, seguro ya empezó la novela, con lo emocionante que va a estar. Y luego hacerme la mascarilla y depilarme las piernas porque mañana me quiero estrenar la falda, qué dirá la envidiosa de Carmen al verme, se va a carcomer por dentro.
El cretino animal me sacudió, me levantó en el aire y me lanzó a dos metros de distancia. ¡Estúpido! por su culpa mi fina nariz quedó a pulgadas de un seto (con lo cara que me salió la cirugía) y mi zapato se rayó contra la acera. Ahora si lo mato, y no sé de donde saqué el salto para irmele encima con la punta del tacón, que le impactó en su horrenda cara. Caí abruptamente, el animal se incorporó, abriendo un zipper de su abdomen del cual salió un joven delgado que se echó a correr con mi bolso en la mano.

domingo, 13 de diciembre de 2009

jueves, 10 de diciembre de 2009

RECLUSO A VOLUNTAD

La noche se muestra tierna, vestida de nubes lilas que son los primeros trazos elípticos de un infante, coloreados con fuerza y en desorden. Tomas el bus que sube por una calle empinada y estrecha, en los bordes, las aceras con sus vehículos mal aparcados, sus putas fumando cigarrillo mientras se retocan la pava, sus eucaliptos grises y doblados por el cemento que es su nuevo suelo y subsuelo. Revisas el asiento como de costumbre, como te enseñó tu papá veinte años atrás cuando un centenar murió de tétano por haberse rayado con mayas, clavos, barras salidas de los asientos, todos objetos mostrando su sonrisa sarrosa y mortal. Se sienta una muchacha a tu lado, lleva un cuaderno de pasta gris que combina muy bien con su pantalón azul marino, se hace una cola con destreza, te voltea a ver y vos, muy disimuladamente volteas la mirada hacia afuera, hacia la calle que ahora es ancha y plana y los bulevares con sus setos de buganvilia polvosa que jamás van a crecer, como los niños que piden y piden y sufren de desnutrición y enanismo. La muchacha saca un espejo de su cosmetiquera, seguís disimulando como cualquier otro pasajero que disimula no tener hambre ni problemas ni erecciones involuntarias ni mal aliento ni flatulencia. El conductor mete pie en el freno con odio, las cabezas exaltadas se van hacia adelante como en los conciertos de rock. Sube una señora obesa cargando diez bolsas a cada brazo, seguida de una pandilla de niños que pelean unos con otros por un juguete, por una paleta, por un moco pegado a una camisa. Pensás en ceder el lugar cuando la muchacha ya se ha levantado para que la señora obesa se siente. A ella, la del cuaderno y el pantalón, jamás la habías visto, y es probable que jamás volvás a verla. Ahora te sentís pequeño, apretujado contra la pared fría del bus, la señora obesa ocupa su espacio y la mitad del tuyo. Las bolsas están en el suelo: naranjas, chiltomas, cebollas, ajo, carne, nancites, jocotes, una gallina tiesa, y sentís como esos olores se mezclan con el olor agrio de aquella señora que regaña, da manotazos, jala orejas, cuenta chistes…despide un vaho caliente que cubre tu camisa que juras lavarás dos, tres veces si fuere necesario. Pensás en levantarte, huir, pero en tu mente siempre se plantean retos ante situaciones incómodas y malolientes como esta, así que decidís quedarte. Solo te queda la ventana que da a la calle, los puentes que pasan sobre tu cabeza, los edificios ruinosos donde habitan futuros suicidas, los colegios y sus tapias pintadas de azul y blanco. Hay un accidente en el otro carril, hay sirenas, trajes fosforescentes, sangre en la carrocería y grandes tenazas hidráulicas que trituran al metal como a la carne. En la gasolinera de la esquina se reúne el sindicato de taxistas unidos, beben litros de cerveza sin salir completamente de sus vehículos que son verdaderas discotecas ambulantes. Temen, desconfían del prójimo, juegan a que quien deje de tocar la máquina, aunque sea con la yema de un dedo, lo pierde todo. Se te fue el tiempo en contemplar hacia fuera y no te diste cuenta que el asiento continuo está vacío de nuevo, echas un vistazo hacia atrás con la esperanza de ver a la muchacha que hace mucho bajó. Chequeas la hora en tu reloj de espejo cóncavo y te percatas que ha pasado media hora y aun no has llegado a tu destino, es más estás perdido porque no conoces esa zona. El bus para y se abren a medias las compuertas que son criaderos del tétano. La gente tiene que pasar de lado para entrar, un viejito encorvado camina hacia vos y toma el asiento vecino. Su olor a medicina y ungüento es apacible, como si invitara con sutileza a la muerte; podés imaginar los pomos de etiquetas desgastadas y grasientas, la dentadura postiza, la voz apagada, arrastrándose apenas sobre el viento que la transporta. El viejito se acomoda, se recuesta y se duerme de inmediato. Afuera hay un caos de pancartas, mupis y gigantografías, el polvo nómada que choca contra los ventanales y forma tolvaneras, los pies callosos y descalzos haciendo equilibrio entre el tráfico y su vértigo. Chequeas el reloj, ha transcurrido una hora en un viaje que normalmente tomaría quince minutos. Los asientos están vacíos, caes en cuenta que el señor a tu lado no está dormido sino que había escogido precisamente este lugar para no morir solo y en la calle. El conductor se seca la frente con su toallita que carga siempre al hombro, mira hacia el espejo, te sonríe mostrando sus incisivos enchapados, cierra un ojo. Un frente frío sube de inmediato desde la punta de tus pies, te sientes pesado, torpe, inmóvil, incapaz. Sabes que afuera todo es peor, más real, más crudo, más vivo. En la pared del bus está escrito con marcador negro: “soy recluso a voluntad, impotencia de vivir la vida fuera de esta máquina”.